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Historia mínima

viernes 13 de noviembre de 2015
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para Bab’s

Era un día de esos cuando se añora el sol. Desde una bañera antigua con duchador moderno, en la Kammerathsfeldstraße, un límpido ventanal daba a la vida. Afuera, en efecto, un grupo de chicos andaba en bici y reía sin importarle la lluvia, que iba cayendo ahora en forma de agujas. Los escasos gorriones se quejaban, listos para huir del asfalto y los techos simétricos. Por qué había llegado yo hasta esa casa rotunda, de frondosos jardines y mobiliario exquisito en las habitaciones tan grandes como salones de baile. Cualquiera hubiera sido la razón, mi inconsciente parecía haber decidido por sí y fletarme al pasado. Jawohl, mein Schatz; Alles Gute, Deutschland, Deutschland über Alles; claro que sí, mi tesoro; que todo vaya bien, Alemania, Alemania por encima de todo. Voces de papá y mis abuelos, que en Düsseldorf dejaban de ser un eco para materializarse en una lengua real. Intenté apurar el baño y con algunas burbujas de jabón todavía adheridas a la piel, escogí uno de los níveos toallones, el cual, perfumado con lavanda, me cobijó por un instante. Un efímero momento en paz hasta que, al vestirme, el espejo reflejó el cuerpo de una joven extranjera que me habitaba, sin yo saberlo. Ahí, reflejado por la verdad incontrastable que proporciona un espejo, mi cuerpo un poco delgado daba cuenta de sí: piernas flacas y largos brazos, pelo sin brillo y dedos con uñas que se rompen fácilmente como un papel de baja calidad. Y ¡la cicatriz! Cicatriz de una cesárea mal resuelta, rasgo del nacimiento de una niña tan profundamente distinta a mí que no supe sino temerle durante el transcurso del tiempo, como cuando se navega a la deriva hasta donde te lleve la corriente. Había intentado comprenderla desde la aparición de su yo, ese que siempre nos reafirma. Un intento estúpido, pues cómo puede un hijo explicarle a su madre que es distinto de ella y obsesionarse con la diferencia como yo lo hacía. Pero el mundo me asustaba entonces y, como debía enfrentármele, preferí pensar que éste se domaba adaptándome, cosa que mi hija no hizo jamás pero yo sí con ella. Sombras propias, en fin, que empeoran con la maternidad, la cual nunca se enseña ni en esos cursos del preparto.

Dicen que los germanos son bravos, renacen como el ave fénix y se aguantan hasta las consecuencias atroces de sus actos. Pero mi inconsciente, como es obvio, no distingue credos ni razas.

En la Kammerathsfeldstraße, mientras mi doble extranjera enmudecía ante el envejecimiento prematuro de sus células, la voz muy germana de Marianne anunciaba su lucha con los tulipanes y prímulas. Y si digo “lucha” es porque esa fue la posición que eligió mi prima para su presente (¿y pasado?). Nadie carece de pasado, menos un alemán. Yo no soy memoriosa: evito los meandros incómodos de la nostalgia, en la que se esconde el deseo inconcluso y repetido de lo que no fue. Sin embargo, no se pueden negar los hechos, y yo solía sentir los fracasos de la vida como bochazos indecentes. Como si se tuviera que vivir en busca de resultados, la mínima frustración me apenaba al punto que dejaba de interesarme por los demás, por mi familia, y dejaba de comer, en tanto el alimento se me hacía una intrusión explosiva, innecesaria. Así, se esfumó toda forma de alegría, mi cuerpo quería partir hacia algún paraíso figurado. Todo, en fin, me era difuso y extraño. Y hasta Dios fue dios. Qué extraño conjuro del destino había reunido entonces a una porteña decepcionada con una alemana de Urdenbach, vehemente en los detalles y adicta al orden. Si habré oído la palabra “orden” en el castellano afecto a la represión vandálica y la hipocresía abyecta. Argentina: dos países; Alemania, uno solo. Y cómo me atraían los germanos, sobre todo cuando su runrún invadía mis oídos cual sinfonía borgeana: la palabra poética, exacta y reinterpretada en su finitud lingüística. Kommst Du oder nicht? Venís o qué —insiste Marianne. Y me voy a la pérgola de uno de los jardines para ayudarla con la tarea doméstica. Nos ocupamos del ligustro y mientras cortábamos sus ramas con ahínco, hablamos sobre la guerra que envejeció a sus padres y mató a su hermano, de mi tía abuela y sus achaques. Así es la vida, y yo tenía que estar feliz de acompañarla más tarde al centro porque a la no se le resistía ninguna mujer: tiendas lujosas y surtidas de las mejores marcas. Dejé la cháchara para otra ocasión, no sin disculparme, en tanto amenazaba una tormenta con rayos endemoniados. Al poco tiempo, Marianne entró también en la casa trayendo consigo pura agua.

Yo había decidido irme a Alemania acaso a buscar el aire que no alcanzaba a respirar en familia. A diferencia de lo que suelen sentir otras personas, nunca estuve a gusto rodeada de parientes y, entonces, mi familia era numerosa. Subí, escogí un libro de Grass. Ahora que lo pienso, siempre desentoné en esa clase de amor que profesa la gente, un amor alejado del amor-pasión, de la diaria entrega, de esa gratitud que una tiene para con el otro porque el amor y la mortaja del cielo bajan. “Amar”, mito imposible, por ello mil veces deseado, el cual yo he ido reproduciendo a lo largo de mi vida, ansiosa, con la dificultad de marido y mujer en tiempos cuando ambos comparten el civilizarse, urgidos por las típicas exigencias profesionales y las demandas de la hija, no sin quererla todo lo dulcemente que se pueda. Wo bist Du denn jetzt?, dónde te metiste ahora —reclama Marianne, desde la cocina, como si al estar arriba, en la biblioteca, me hubiera tragado la tierra. Komme gleich!, voy enseguida —le contesto, quizá, en presencia de una especie de mirada omnisciente como la de una madre devota.

Los truenos habían doblegado solo por un momento la fuerza de Marianne, quien cortaba cebollas y verduras, vestida de impecable delantal adornado mientras tarareaba una canción del Tirol. La ayudé con el almuerzo en silencio, a la espera del marido, y me detuve a observarla. Era una bávara, allí en la Westfalia, donde la frontera pone fin al catolicismo sureño y anuncia su cerveza negra, la sofisticación en las maneras de sus habitantes y la palabra de Lutero, puesta en singular evidencia en esta mansión construida con las manos de ella, rincones perfumados y limpios; bonita e intensa como una valquiria. Me sentí pequeña, deslucida y torpe: no podría haber cocinado tan bien en tan poco tiempo, y mi alemán (demasiado berlinés) no condecía con el de ella, tan hoch. Su padre, de Hamburgo, la había enviado de niña al mejor internado, donde le habrán susurrado a Goethe y a Schiller mientras yo los estudiaba gracias a la paciencia de mis profesores argentinos en la secundaria. Los aromas del guiso de cordero se iban mezclando con el perfume francés de Marianne y, afuera, la lluvia no cesaba. Dentro del hogar refulgían los grandes vasos cerveceros, los premios de arquitectura de Marianne y los deportivos del marido, la porcelana mainz intacta (como si las dos guerras hubieran decidido salvarla de la atrocidad para ser exhibida en la gran repisa), e innumerables ramos de flores colgaban de las vigas de vieja madera. La extranjera a la que me referí registró, endeble, y por contraste, su imposibilidad, es decir, nuestro breve departamento porteño, coronado de un jardín escueto con esforzadas azaleas y ficus, los dormitorios desordenados y plagados de juguetes de mi hija, la biblioteca desbordada pidiendo más anaqueles y tal. Reproduje la diferencia de ambos espacios como si la falta de logros me hubiera pertenecido enteramente a mí, como si esta falta no formara parte de lo que al fin somos: mortales sostenidos en los relatos de la vida, que juegan a sobrevivir en una época y unos paisajes siempre lejanos. La lluvia se interrumpía de a ratos, y una creía que el cielo volvería a ser celeste, pero se trataba de una ilusión: el ruido ensordecedor de nuevos truenos abrumaba hasta a las nubes.

Llegó Helmut y le estampó un beso en ambas mejillas a Marianne. Me abrazó, y nos sentamos a una mesa tan organizada como perfecta. Mi prima, segura de sí, depositó la cazuela en el centro, humeante por el exquisito guiso que contenía. Yo no quise comer, apenas me llevé algunos bocados de cordero al estómago, que los debe de haber procesado con el enojo de un inmigrante. Porque mientras devoraba la comida, mi prima le hacía señas al marido. Demostraba su intolerancia para con mi delgadez, mi tristeza, ¿mi berlinés? Cómo una pariente sudamericana se mostraba incapaz de apreciar el plato sabroso condimentado por ella con excelencia. Qué le pasaría a la prima argentina en su matrimonio que había llegado hasta allí, pobre la hija, semejante madre. Él callaba. Rayos potentes, esta vez multicolores, anunciaron incomodidad fuera del dulce hogar. Y, en éste, la extranjera (mi extranjera) lo observaba todo con sus ojos de víctima, no por esto menos lúcidos y capaces de dar batalla. Dicen que los germanos son bravos, renacen como el ave fénix y se aguantan hasta las consecuencias atroces de sus actos. Pero mi inconsciente, como es obvio, no distingue credos ni razas. Así que, pese a mi delgadez, éste comenzó a reverberar con fuerza y, acaso, con la violencia inesperada de quien le teme. Cuestión que si la carne del guiso se había vuelto trémula por el hervor de la salsa para agasajarnos en aquel almuerzo, mi bronca porteña comenzó a verter mi pasado alemán con la eficacia de un avión que te transporta desde Buenos Aires hasta Düsseldorf. Recordé, verbigracia, la estafa del padre de Marianne a mi abuelo con motivo de la preguerra, que mi padre abandonó Berlín con bastantes sinsabores. Nada se salvó de mis filosos comentarios, ni la barbarie nazi. Empecé a comer, desaforada. Disfruté hasta la última gota de su maldita salsa de hierbas, y la extranjera que habitaba en mí abrió puertas a algo análogo a la verdad: yo me estaba comportando con mi hija y mi esposo como Marianne lo hacía conmigo. Le dije un par de cosas, me disculpé con el santo de su marido, dejé tras de mí el pasado incierto y, ya en el dormitorio, pedí cambio de pasaje, debía regresar a Buenos Aires de inmediato.

 

Un sol ranfañoso asomó por fin hacia la tarde. A través de los cristales de una ventana vi cómo otras vecinas iban abriéndose de par en par en busca de luz. Barrocas cortinas, iguales a sí mismas como si fueran eternas, coronaban la ventana del gran comedor de la mansión que habitaban Helmut y Marianne, vaya a saberse si con el cuidado de un museo. Fue cuando, más allá de los cuadros y lujosos objetos, pude imaginarme el esfuerzo, acaso invisible a los demás, de los cortineros que habrían colgado esos pesados telones de seda solo para acomodar las vistas desde dentro, según el diseño previsto por mi prima. La extranjera y yo continuábamos rabiosas. Marianne se me acercó, debo confesar que algo atónita, y antes de que me reprochara nada le hice un chiste berlinés, que entendió muy bien, y fui a hacer valijas. Mi prima regresó en silencio a la cocina y encendió la radio. Los acordes de la sinfónica de München llenaron la estancia y, al día siguiente, la extranjera y yo regresamos a casa, felices de abrazar a nuestra familia imperfecta. El Rhin debió de seguir fluyendo al abrir su cauce a las barcazas, y las breves playas, alojar a los tranquilos patos lugareños.

Años después repetí la visita a Marianne y a Helmut, en familia y sin la extranjera. Düsseldorf continuaba siendo una de las ciudades más bellas del mundo, el palacio de Benrath estaba idéntico. Y la pampa argentina permanecía tan inmensa que comprendí, finalmente, la esperanza de mi padre al tocar puerto en Buenos Aires: había sido la de él, una mañana húmeda de esas porteñas que permiten que salga el sol. Aun durante el invierno, a toda costa.

Paula Winkler
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