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Novena

jueves 24 de diciembre de 2015
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Natividad del Señor, por Gerard van Honthorst

1
Anunciación

¿Qué habrá pasado en la casa
de Joaquín y Ana?

Pensamos que se trataba de un incendio:
toda la luz del cielo concentrada
entre sus cuatro paredes.

Dicen que pudo pasar por ahí
un Ángel del Señor.

Algunos aseguran que Gabriel, el Mensajero divino,
salió a la puerta, con un rostro
de asombro,
y que escucharon la voz de la muchacha,
la hija única de los dos ancianos,
diciendo claramente: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Gabriel, llenando de luz la casa de Joaquín y de Ana.
Gabriel, con el rostro luminoso lleno de asombro.
Y la pequeña María recibiendo un mensaje del Señor
y acatándolo humildemente.
Todo esto es un misterio, ¿verdad?
¿Qué vendrá luego?

 

2
Las dudas

El joven carpintero no sabía qué hacer.
Eran felices. Iba a casarse con María.
Y de pronto esa historia del arcángel Gabriel
viniendo de los cielos a anunciar a la joven
que iba a tener un hijo del Altísimo.

José decidió dejar a la muchacha. Alejarse,
discretamente, como todo en su vida.
Ejercería su oficio en otros pueblos.
No podría soportar los dimes y diretes de la gente,
los parientes y amigos, vecinos e incluso los desconocidos
de la pequeña Nazaret. El tonito zumbón sobre ese niño
que apenas era una gota de luz en el ser de María.

Se lo dijo. Y ella tan dulce siempre. En silencio. Como si hubiese
recibido el peso de los cielos en su vientre y ya nada importara.
—Adiós, mi buen José. Adiós. Y siguió en sus tareas, humildísima.

Él no pudo dormir. Hacia la madrugada sintió como un temblor:
se sacudía el universo entero.
“José, ese Niño viene para cambiar el mundo. No es fruto de la carne.
Es el Mesías. Es el hijo de Dios.
¿No quieres tú cuidarlo y protegerlo?”.
Gabriel, el mensajero, había llegado
entre el sueño y la vigilia.

—Buenos días, María —susurró suavemente.
—Buenos días, José —respondió ella.
No se dijeron ni una palabra más.
Se miraron, silenciosos, con ternura.
Él extendió la mano y María puso la suya en ella,
confiada, segura, con gratitud y afecto.
Era su mano suave como un nardo,
y florecía en esa palma ruda, fuerte, paternal,
que cuidaría de ella y de su niño hasta la muerte.

 

3
Historia de Zacarías

Servía en el templo, era un hombre bueno,
tal vez falto de fe, pero piadoso.
Un día, el arcángel Gabriel vino hasta él.
Estaba junto al altar, como una estatua de oro,
y Zacarías tembló al oír que murmuraba:
“Vas a tener un hijo en Isabel, tu esposa”.
Un hijo en Isabel, su anciana compañera,
a la que todos veían con desprecio, con pena,
por estéril.
No lo pudo creer. No. No lograba admitirlo. “Un hijo…”.
“Es un milagro Zacarías, por ti pedido”, dijo el ángel.
“No. Imposible”.
Gabriel, hecho de luz y eternidad, miraba
al viejo sacerdote envuelto en dudas.
Le quitó la palabra y voló raudo, dorado:
desplegando sus alas inmortales.

Isabel aceptó la grandeza del prodigio,
sería madre en sus años ya maduros,
de un niño destinado a ser “la voz que clama
en el desierto”, anunciando el camino del Señor.
Y entendió bien la mudez de Zacarías,
mujer discreta, llena de fe y prudencia,
oraba en el silencio.
Dulce, meditativa, retirada en su alcoba,
sus viejas manos preparaban las ropas del Bautista.

Un día, cuando ese niño, que habría
de anunciar al hijo del Altísimo, purificando
a cuantos deseaban seguirle,
bautizándolos con agua;
cuando ese niño, que sería el heraldo del Mesías,
llegase al mundo, desde el árido vientre
renovado de Isabel, la anciana milagrosa,
la lengua de Zacarías, el viejo sacerdote,
desatada, por fin, diría el nombre del predestinado,
un nombre que ninguno de los parientes y amigos
admitía, pues nadie en la familia lo llevaba:
“Ha de llamarse Juan”, diría jubiloso,
“Yohanan, porque Yahvé es benigno”,
entonando al Señor himnos de gloria.

 

4
El viaje

—Voy a ver a Isabel —dijo María con ese tono suave
pero firme, que asombró hasta a un arcángel.
Ana pensó en el viaje, en el estado de su joven hija,
pero era cosa de Dios, dijo a Joaquín:
—Sigue el misterio. Asintió el padre, y con el tono
de las gentes de Nazaret: —Sigue. ¡Bendito sea Yahvé!

—Sigue el misterio. ¿Cómo es posible que Isabel, a sus años,
la prima, estéril, vaya a tener un hijo? —decían los vecinos y parientes.
—¿No les parece que Dios lo puede todo? —comentaba
Ana, con dulzura suma. También yo…
—Es verdad —murmuraba el anciano—. Es verdad.
Nosotros somos parte del misterio.

Y los vecinos callados, pese a sí mismos,
o comentando mientras se alzaban de hombros:
“¿Acaso no tuvieron su hija única
a la edad en que otros son abuelos? ¡Misterios!”.

Y María fue hacia las montañas de Judea
en busca de Isabel, que iba a ser madre.

La gente de Nazaret la miraba alejarse,
intrigada por un halo de luz que la rodeaba.
—El sol —dijo un muchacho, indiferente.
—No. Es un ángel que lleva las riendas de su mula
—afirmaba su madre, convencida.
—Un ángel —repitieron los vecinos—. Un ángel.
¡Cuánto misterio guarda esta familia!
Y había una mezcla de inciertos sentimientos
y luminoso amor en sus palabras.

 

5
La visita

Un poco fatigada, pero llena de gozo,
llegó María donde Isabel, su prima.
El montañoso pueblo donde vivía aquélla,
cercano a Nazaret, adormecido
bajo el sol de junio, no supo distinguir
el polvo del verano contra la luz tardía
del brillo alado de Gabriel arcángel,
que acompañaba, casi visible, a la muchacha.

La alegría de las dos mujeres en su encuentro,
el asombro de Isabel ante la madre del Señor
del cielo, la tierra y sus confines,
nos ha contado, en su Evangelio, Lucas,
dándonos a conocer ese himno emocionado
de María, que bendice desde su alma
a Quien ha hecho en ella maravillas,
mirando esa, su pequeñez de sierva,
ya bienaventurada para siempre.

En el Magnificat, María no solo es el centro
de todo lo creado, es también el motivo
de los más bellos cantos de la Tierra,
coreados hace siglos por los pinceles,
las voces y las alas, de los pintores,
los músicos, los ángeles, los poetas.

Eran los tres últimos meses del embarazo
y las dos primas se dedicaron a prepararlo todo.
Cuando nació el Bautista, la pobre casa del viejo
Zacarías resplandecía y rebosaba de amor
y de milagro.
Y María, luego del parto de la anciana prima,
retornó a Nazaret a preparar la llegada
de su niño, el Hijo del Señor de Cielo y Tierra.

 

6
Hacia Belén

El decreto molestó a mucha gente.
Ir hacia la ciudad de sus mayores
para allí empadronarse significaba
caminos solitarios, escarpados, peligrosos;
incomodidad, penurias y quebrantos.
Pero había que obedecer a los romanos,
representantes de ese lejano Augusto
que quería números, orígenes y datos
de sus súbditos a los que no vería jamás.

José y María prepararon algo de comer
y emprendieron el viaje hacia Belén,
la tierra de los ancestros del buen hombre,
carpintero y celoso guardián de un pequeño
que ni siquiera nacía todavía, pero al que presentía
como una milagrosa criatura.

 

7
No hay posada

Cuando José y María llegaron a Belén
no hallaron sitio ni en la más mísera posada
del pueblo, que era pequeño y pobre.
Todas las puertas se cerraron
frente al carpintero y a su mujer embarazada,
incluso las de algunos parientes que allí vivían.
¿Pensarían que les negaban albergue
al Rey de Reyes y a los padres para Él
elegidos por el mismo Dios desde el principio de los siglos?

“No hay posada, María. Todo está lleno
por el censo, todo”. “Descansemos, José,
aquí, junto al camino. Siéntate. Ven,
miremos las estrellas”.
“Hace frío, María”. “Sí, pero miremos juntos,
tú, yo, y el niño en mi vientre, el esplendor del cielo”.
Y el joven carpintero pone su humilde manto
en los hombros de la Virgen, a la que ama,
protege y cuida como a un don de Dios.
Su corazón le dice que pronto ocurrirá
algún gran suceso, un prodigio, que no logra descifrar
pero florece en su mente de hombre bueno,
en medio de la noche, del frío
y de una luz especial y diferente,
que va inundando todo, como si las estrellas
sintieran lo mismo que él, lo mismo que José:
que viene al mundo la luz inmortal,
el Dios del cielo transformado en niño,
el Señor de los cielos y la tierra,
en medio de la mayor miseria
y el indiferente abandono de lo humano.

 

8
El portal

Ese sitio en que dormían algunos animales
fue el único que los acogió en la fría noche.
—José —dijo María algo agitada—. Creo que viene,
siento que se avecina su llegada.
—Tranquila, descansa, voy a buscar un poco de leña
y un recipiente para poner el agua al fuego.
Ella pensó en dónde acostaría a su pequeño,
miró el pesebre, entre un buey que rumiaba,
mansamente, y un asno que sacudía a ratos
su cabeza peluda, suavemente, casi adormecido.
Puso sobre las secas pajas del pesebre
un fino velo, regalo de Isabel, su prima,
y esperó que José regresara con la leña y el agua.
Los dolores empezaron a torturarla,
pero ella era valiente: lo demostró a Gabriel
al aceptar el mensaje del Altísimo,
y ahora no se daba por vencida ante unas contracciones
que a ratos provocaban leves gemidos,
que inquietaban a las tranquilas bestias.

 

9
Nacimiento

Cuando escuchó su grito, se renovó en María
la fuerza de su espíritu. “Ha nacido el Señor de Cielo
y Tierra”, pensó en silencio. Sintió la mano de José
en su mano, y acunando al pequeño sobre la seca
hierba del pesebre, se adormeció un momento.

 

Ángeles, estrellas y pastores

Mas no pudo reposar mucho tiempo la joven madre.
Hubo, de pronto, celeste algarabía.
Parecía que todos los coros de los ángeles
inundaran la noche de Belén con sus cánticos.
Y lucían estrellas, como si el universo
se hubiese vuelto loco de alegría,
y humildes, asombrados, llegaron los pastores:
escuchaban el canto de los ángeles,
miraban el resplandor del cielo,
y contemplaban al Niño en el pesebre.
El más anciano depositó una pobre ofrenda
a los pies de Jesús, y repetía, con temblorosa voz:
“¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito tú, que llegas a nosotros,
los pobres de este mundo! ¡Bendito seas!”.

Jorge Dávila Vázquez
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