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Las fotos de la Gata Lallana

jueves 4 de agosto de 2016
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Carlos Gardel

“La Gata” Lallana se atravesó en mi camino al parecer por casualidad. Bajaba por la calle Florida en dirección a la Confitería Astor cuando una voz femenina me interrumpió desde atrás:

—¡Señor Flynn, señor Flynn!

Me detuve y miré hacia la voz que me llamaba. Un fulgor de ojos verdestristes inundó a torrentes mi cara de sorpresa y fui incapaz de apartar de inmediato su mirada de la mía. De un solo golpe, casi sin mover los párpados como la panorámica de un paisaje, obtuve un neto perfil de ese cuerpo esbelto de una mujer joven, trigueña, con una bata de verano cuyos pliegues se agitaban con el viento de la calle dejando ver unas piernas de ensueño, de esas que uno espera ver cada milenio, además de la gracia en una rotunda estampa femenina.

Ella llegó hasta mí y dijo:

—No se sorprenda, por favor —me advirtió con voz animosa—. Me llamo Andrea Lallana pero todos me dicen “La Gata”. Soy la editora de una revista mensual de modas que se publica aquí en Buenos Aires, y allí supe que había un míster removiendo la vida del Zorzal. Un amigo que lo conoce de vista me dijo hace poco, allá en aquella librería, que lo alcanzara rápido pues usted camina largo y de prisa. Y yo con estos tacones.

Y esos ojazos directos y radiantes, claro, los de una gata fina y doméstica. Faltaba saber si tenía garras, pensé, mientras la observaba más en detalle para asegurarme de que estaba bien acompañado de un bombón incomparable que parecía estar en disposición o en peligro (no ignoro que ella sabría del encanto que podía esparcir) de distraerme la atención en torno a la pesquisa de Buenos Aires. Si pudiera decirle que me sentía vanidoso de tenerla cerca, con el mismo deleite de un veterano acompañado de una reina de belleza mientras un montón de transeúntes pasan recelosos de mi embeleso, pero no le dije nada porque mi estupor era legítimo.

Aquí en esta fotografía está sonriente, siempre peinado con gomina, con su chaleco habitual y el nudo francés de la corbata perfectamente alineado a la camisa blanca.  

Pasado un largo minuto la invité a un café cercano. Ella miró el aviso y explicó que allí vendían un café colombiano muy delicioso.

—Vamos donde podamos hablar más en detalle, señora. No se me ocurre nada que pueda servirle a una editora de modas.

—Oh, es muy fácil. Ya lo verá.

Entramos al sitio y, antes de hacer el pedido al camarero, me soltó este relato no sin antes descolgarme otra larga mirada de gata dispuesta a una revelación:

—Durante un tiempo he venido recopilando las fotos de Gardel, en diversas épocas y escenarios. No es solamente por su porte y elegancia, que todas las mujeres de su época debieron reconocer, sino porque la revista quiere revivir algunas modas masculinas. Bueno, también ahora simpatizamos con su estampa, no lo podemos negar, pero el punto a revisar es la moda de ese tiempo.

Abrió su amplia cartera de cuero y extrajo un portafolio no muy grueso, con recortes y fotografías viejas. Lo puso encima de la mesa y me dijo:

—Sé que usted lo viene rastreando hace rato y lo conoce hasta en el vestuario. Quiero, señor Flynn, que mire estas fotos y me diga si ellas obedecen a un patrón similar de vestuario de la época o sencillamente es parte de un ropero propio que se fue haciendo el Cantor a medida que progresaba desde las pulperías hasta los cabarets de París y los estudios de Nueva York. Esa apreciación es muy importante para el proyecto que estamos desarrollando en la revista. ¿Sería mucha molestia?

“La Gata” no dejaba de mirarme con deseos de saber una respuesta como si de ello dependiera su empleo o la estabilidad de su cargo en la revista. Ya sabía que no era la directora sino una editora más que cumplía diversos encargos en los ocho años que llevaba en la publicación y me dispuse a darle una mano.

—No es parte de mis propósitos hacer esto, señora —le dije, casi sin mirarla para desatender el enorme impacto que sus pupilas francas y decididas podían influir en mi negativa—, pero me asalta mucho la curiosidad de ver todas esas fotografías de un personaje que estuvo conmigo unas breves horas antes del siniestro.

Observé que ella fruncía el ceño como un indicio de dudas sospechosas porque no entendía el valor exacto de mis últimas palabras. Para eludir nuevas explicaciones me motivé a señalarle que trataría de hacer algo al respecto.

—Veamos —añadí de prisa, sin darle tiempo a saber mi historia—. Aquí en esta fotografía está sonriente, siempre peinado con gomina, con su chaleco habitual y el nudo francés de la corbata perfectamente alineado a la camisa blanca. No se adivina el sitio, porque la foto es oscura e imprecisa, pero podría ser en cualquier parte de un concierto o en un hotel de paso.

Pasé la página.

—Esta foto lo muestra frente a un piano vertical, con una horrible bata china, llena de arabescos, y un foulard de seda cuya superficie roza las teclas del piano que él pulsa como al descuido gracias a la pose que un fotógrafo exigente le ha demandado. Su rostro tiene un aire de resignación, de apatía más bien, muy alejado de esas sonrisas blancas, abiertas y sinceras que se aprecian en la mayor parte de sus imágenes.

Pasé la página.

—Creo que esta es con Isabel del Valle, su gran amor, o mejor un amor provisto por ella que lo seguía por muchas partes, unas veces con su complacencia sensual y otras como obediente a sus suplicas. Ella se ve hermosa, tomada del brazo masculino, luciendo una sonrisa que alumbra las flores del bouquet que carga con gracia, la pava de moda ladeada con coquetería y en fin es una foto iluminada por el rostro de unos enamorados.

Pasé la página.

—Aquí aparece en un tílburi, un carruaje de dos ruedas, un caballo apacible y un cochero bien trajeado que no sabe el nombre de su pasajero, sobre una terraza desconocida que parece ser en la cercanía de una playa o al lado de una inmensa explanada donde se va a construir el Palacio Municipal de una ciudad donde se vive la música. Su traje es el ordinario de la época y no ofrece ningún detalle en particular.

Pasé la página.

—De los cientos de cartas que reposan en una mesa Gardel aparece leyendo una de ellas, tomada al azar, sin dar muestras de satisfacción o indolencia, tal vez cumpliendo la obligación del fotógrafo que la necesita con propósitos de publicidad; tiene una pluma en la mano derecha que todavía no ofrece el ademán de moverse hacia la escritura de respuesta como ocurrirá con muchas de esas misivas de las admiradoras incondicionales. Sólo habrá prisa y azoramiento cuando repare en una carta de doña Berta, estampillada en Toulouse o en el Abasto, quizás nunca desde el Uruguay, con la exigencia de una respuesta inmediata a las necesidades económicas que ella le plantea sin mucha minuciosidad solamente por el hecho de ser un requerimiento maternal.

Pasé la página.

—Hacia el fondo de un decorado interior de un fotógrafo profesional, Gardel aparece con José Alonso, de corbata inglesa, y con Américo Chiriff, sin corbata, un trío anodino que no muestra ni señales de alegría ni un modelo de esas amistades cómplices con las cuales se disfruta su compañía para alejar los rastreos de los intrigantes que quieren saberlo todo. Están ahí, no más, sin nada que ofrecerle al futuro observador.

Pasé la página.

—Aquí dice que esta foto es de 1930 con el equipo que filmaba la película Misterio, de los estudios de la Paramount, cuya taquilla al parecer fue un fracaso. Pero no, ya recuerdo: esta foto hace referencia a uno de los quince cortos filmados por el Morocho como Rosa de otoño, Padrino Pelao y Enfundá la mandolina, entre otros; en este último corto trabaja con sus guitarristas Guillermo Desiderio Barbieri, José María Aguilar y Ángel Domingo Riverol, quienes iban conmigo aquella vez de un largo olvido en Medellín. En otro corto, El viejo smoking, que conocí hace poco en la cinemateca argentina, aparece Gardel fumando y haciendo solitarios en una mesa cuando llega la actriz Inés Murray, la hotelera, reclamando el alquiler; en ese momento entra un amigo a contarle que lo han despedido del trabajo en el cabaret, pero imprudentemente abre el ropero para sacar el esmoquin de Gardel sugiriendo que lo venda para hacer algún dinero. Gardel le arrebata el traje a su amigo y declara que no puede separarse de ese esmoquin pues ha sido testigo de muchas aventuras de amor. Con la orquesta de Canaro, el filme termina con el Zorzal cantando “Viejo smoking”, con letra de Celedonio Flores y música de Guillermo Barbieri.

Pasé la página.

—En esta foto se lo observa sentado en unas rocas, que no son reales o mejor son de mampostería para un estudio de teatro o de cine. Con su sombrero puesto como siempre, como siempre ladeado a la izquierda y varios amigos con el uniforme habitual de ternos cruzados, corbatín y sobretodo. Hace frío en el reino del no se sabe dónde.

Pasé la página.

—De nuevo con Isabel, más bella que nunca. Sus labios finos, su rostro ovalado, su mirada fina y su celeste sombrerito francés haciendo sombra sobre una bella blusa de seda; Gardel con un cigarrillo en el momento de aspirar la última bocanada y ella mirando directamente a la cámara, en noviembre de 1933, a bordo del SS Conte Biancamano, que hace su travesía desde Puerto Madero hasta los muelles escabrosos de Marsella. Es la despedida: ella se quedará en el puerto con sus nostalgias, el Morocho parte hacia Europa sin ignorar las intenciones de Isabel de seguirlo un poco después: no en vano había estado en Milán educando su voz para acompañarlo en las giras —y más tarde cuando hizo parte del elenco que interpretaba una obra de teatro sobre El fantasma de la ópera en 1934. Pero Gardel, que ya tiene a bordo sus baúles, la lleva a su camarote para un beso de despedida; la noche anterior habían estado en la pista de baile del casino en la cubierta principal; después de lo cual, de la champaña fina y los pasos entrepiernados en una milonga, no quedaba sino lugar para el sexo antes de la partida en ese mismo sitio del beso actual.

Pasé la página.

Un hombre solitario, el Zorzal, sentado del todo en la arena de una playa desconocida, dibujando en su rostro un rictus de aburrimiento que no parece tener una explicación plausible.  

—En esta foto el Zorzal aparece con sombrero de ala corta, tipo rural, una manta en el hombro izquierdo y un rebenque a manera de aditamento sobre sus rodillas: típico traje de gaucho, me parece. No puede faltar entonces el pañuelo anudado a la garganta, el chaleco, el calzón, las bombachas, la faja metálica, las rastras o abotonaduras y las espuelas de bronce amarillo como debe ser. No se perciben con claridad estos arreos pero están ahí, con tres músicos ataviados igual y una guitarra dejada al descuido como esperando unas manos que le arranquen la melodía.

Pasé la página.

—Esta es la foto clásica: de frente, en algún sitio de música antes del estreno, con su traje cruzado, un sobresaliente pañuelo blanco en el bolsillo de arriba, una mano que sujeta el sombrero de fieltro Stetson y la otra hundida hasta la muñeca en el bolsillo izquierdo del saco. Y sobre todo, esos dientes blanquísimos emitiendo la tierna sonrisa que enamora, que satisface, que subraya las últimas pausas de una canción.

Pasé la página.

—Esta me parece una de muchas escenas cinematográficas con Mona Maris, ella separando a dos galanes que se pelean por su mano. Y la siguiente, de elegante frac, cantando una tonada a una chica que lo mira embelesada, la guitarra en su punto y con el pie derecho de apoyo en un tronco artificial mientras al fondo gimen las canciones de dos payadores; uno improvisa una rima con su guitarra, otro le hace el contrapunto, y cada uno responde preguntas cantadas mientras se suceden las horas y las horas hasta que el cansancio muele a los trovadores y la payada finaliza con suerte. Ese ambiente le era fraterno y apreciado, como conviene a un sentimental.

Pasé la página.

—Ya veo, es gracias a Fernando Tafalla que hemos visto este mosaico de fotografías y es inevitable detenerse en el Morocho alzando la copa del equipo de Argentina al ganar el campeonato mundial de futbol, rodeado de los jugadores que fueron los gladiadores de ese triunfo en 1930. Nunca lo olvidarán esos jugadores, como siempre lo recordarán los jinetes de la caballeriza de Gardel en el Hipódromo de Palermo donde su amistad con Irineo Leguisamo lo resarcía de otros malentendidos que apenas toleraba, en especial cuando su jinete favorito ganaba por pocos cuerpos con su Lunático, un veloz caballo de carreras adquirido en el stud Atahualpa.

Pasé la última página.

—Esta foto es extraña: un hombre solitario, el Zorzal, sentado del todo en la arena de una playa desconocida, dibujando en su rostro un rictus de aburrimiento que no parece tener una explicación plausible, en tanto que al fondo una tropa de turistas deambula por la misma arena quizás con la sensación de que ese hombre allí sentado en el suelo no es nadie cuando para muchos es inconmensurable. Desvaída y oscura, esta foto es una parte de todos los episodios transcurridos en esa vida de cuatro décadas que se extinguió ante mis ojos un día de junio de 1935 en una explanada desigual de Medellín.

Entonces La Gata me miró de frente, asombrada. No dijo una palabra: había entendido. Se puso de pie lentamente, me extendió su mano con delicadeza y salió sin mirar atrás después de musitar un “hasta pronto” que me sonó lejano, temeroso y concluyente. Nunca más volví a verla pero estuve un tiempo enamorado de su rostro con una pertinacia que yo mismo desconocía. Era la mujer paisaje, no había duda.

Jaime Lopera

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