El calor de la noche lo había despertado súbitamente. Su frente empapada por un sudor copioso, su corazón palpitando más fuerte que de costumbre. El oleaje sonaba acompasado al fondo y la fogata del grupo alumbraba tenuemente el campamento. El capitán estaba haciendo la guardia de la madrugada porque la semana anterior su grupo había sufrido una escaramuza. Sólo uno de ellos había resultado herido, un corte en el antebrazo, y seis muertos de parte de ellos, los cuales habían sido quemados rápidamente para que los gallinazos no llegaran a fastidiar. De un tiempo para acá, los que llevaban ya cinco años viviendo en la bahía decían que esos pajarracos se habían vuelto más comunes. Todo estaba listo para partir en horas de la mañana con el sol bajo; las barcazas, el grupo de guías, los animales para subsistir, los perros, los estandartes.
Este sueño profético lo iba a blindar contra todo mal que se asomara en la travesía que empezaban.
Miguel trató de dormir una vez más pero la voz de ese hombre aún retumbaba en sus oídos. Su barba blanca que le llegaba hasta la cintura, su tez oscura como la gente de estas tierras, su túnica de algodón, su bordón de macana como única arma, inundaban los ojos de Miguel una vez cerraba los párpados. Al fondo de esa imagen había una laguna, y desde el fondo de ésta un brillo que prometía ser cegador. Era el brillo de todo el oro de las catedrales de Santa María de Toledo, Santa Eulalia de Barcelona, de Santiago de Compostela. Una vez sus ojos se acostumbraban a todo ese esplendor, éstos se recogían y se encontraban de nuevo contemplando en detalle el rostro del anciano. Las arrugas recorrían todo su rostro pero su sonrisa no mostraba el más mínimo signo de cansancio, de decadencia. Su porte, el contorno de su figura, transmitían una imagen imponente, de Merlín, de rey mago, de apóstol, de sabio omnipresente. Lo más maravilloso de esa imagen: que aquel anciano venerable le sonreía y Miguel, cada vez que recreaba ese punto, volvía a hacerlo como en el sueño. ¿Y cómo no hacerlo, frente a tanta majestuosidad? ¿Y cómo no hacerlo frente a esa imagen promisoria del lago? En ese punto la voz del anciano dejó de ser un eco lejano en su interior como el susurro que se escucha en una concha de caracol, y asomaron con claridad las palabras: “Miguel Gómez, hijo de hombres más allá del lago salado, te doy la bienvenida a estas, nuestras tierras de riquezas infinitas y esfuerzos recompensados. Sigue la voz de este, un humilde amigo, y este lecho que contemplas al fondo, bañado por la piel del sol y la luna, se encargará de bañar tus heridas y disolver tus pesares de una buena vez”.
Como la primera vez, el bochorno de esa madrugada lo obligaba a abrir los ojos y ver a su alrededor. Contempló con detenimiento su ropa y la realidad de su miseria se hizo evidente. Manaron del interior las imágenes de su infancia miserable y llena de privaciones, su adolescencia miserable y llena de privaciones y por ahora este viaje miserable y lleno de privaciones, que había empezado por tierra en Las Merindades, continuó por mar desde Cádiz, una parada en las Canarias, y había finalizado en esta playa de aguas azul profundo y corrientes traicioneras. Al fondo, decían los más avezados que había una montaña inexpugnable que gobernaba todos los ríos. Miguel no puso reparos a eso ya que este sueño profético lo iba a blindar contra todo mal que se asomara en la travesía que empezaban. Lleno de una nueva confianza pudo conciliar la dormida y cuando emprendieron el camino entre ciénagas y bosques con raíces que lamían las olas, su corazón latía a rabiar pero lleno de optimismo.
Al séptimo día de caminar en esas tierras bajas, esquivando moscos y lagartos, llegaron las fiebres. A estas fiebres las presagiaron unos vómitos salvajes, de esos donde el estómago vacía todo lo que tiene, hasta su mucosa. Al principio, después de evacuar lo poco que comía, Miguel continuaba con el grupo de avanzada, haciendo guardias bajo el sol abrasador que se asomaba temprano y se despedía con las brisas que bajaban de la sierra. Sin embargo, los vómitos, el dolor punzante en su estómago, dieron paso a una debilidad que le impedía de a poco ir haciendo lo más ordinario. Gradualmente, sus pasos se fueron haciendo tan lentos, tan trabajosos, que de la vanguardia iba viéndose relegado a grupos más quedados. La fiebre seguía presente y los músculos los sentía más pegados que nunca a sus huesos, generando dolor en sus articulaciones, dificultando su respiración. Al cuarto día de malestar ya se encontraba en la retaguardia del grupo. Allí, varios de sus compañeros, indios arrastrados de mala gana, escribas, curas doctrineros, se veían afectados por ese mal aire que los envolvía de golpe. Unos iban quedando secos de tanta agua expulsada en diarreas sanguinolentas y agua con sabor de bilis. Otros, más afortunados, trataban de sortear una pierna mal sanada. En cambio otros más, por castigos excesivos que tentaban la muerte, algo más piadoso dado el porvenir, iban siendo dejados por el camino. Al fondo, prudentemente cerca, los gallinazos iban aumentando su grupo.
Al séptimo día de enfermedad, en una de las constantes paradas de ese grupo cansino, fue que Miguel volvió a soñar con el anciano. Casi nada había cambiado: el aspecto afable de su rostro, la belleza del resplandor de la laguna. Incluso, se habían asomado detalles que creía olvidados pero que estuvieron esa primera vez: la sensación de una caricia fría y húmeda por parte del viento, el color verde intenso de la vegetación, el olor de la tierra recién mojada. Miguel, pese a que en lo profundo de ese sueño las fiebres le avisaban sutilmente su presencia, aún sonreía al ver al viejo. Éste nuevamente le respondía y, a diferencia de la vez pasada, en vez de pronunciar su nombre se limitó a indicarle un afluente que nacía tímido de la laguna. Con ese simple gesto le quedó claro que tras ese afluente habría uno más grande al poco tiempo y que luego se uniría con otros dos, correría loma abajo y sus aguas se harían turbias y sus lechos se llenarían de lagartos y bancos de arena. Ese afluente de aguas frías se convertiría en ese río que los cuerpos de avanzada dicen que van a tomar en dos días. Algunos de los guías empiezan a llamarlo Yuma, el nombre lo tenía sin cuidado. Su corazón lo despertó dando tumbos y Miguel supo nuevamente qué hacer. Al día siguiente, con un dolor que aún estaba presente, se obligó a comer. Después de haber comido se obligó a caminar con más decisión. El día en que las barcas estaban listas para recorrer el gran río, aún con fiebres, aún con debilidad, se encontraba nuevamente mirando hacia el sur.
El humo escasamente lo dejaba respirar, por lo que cerró los ojos con el fin de despertar, porque sabía que era un sueño, tenía que serlo.
El ascenso por las aguas cargadas de sedimentos fue lento. Sus compañeros, tragados por caimanes, por remolinos, por lluvias de flechas y piedras, perdían su significado en la travesía y sus nombres dejaban de tener validez en las crónicas que se iban labrando. Las noches eran increíblemente oscuras y los sonidos de la selva eran intensos, intimidantes, por lo que pocos se aventuraban a caminar lejos del amparo del fuego. A la larga, para muchos de esos restos de hombres, el fuego parecía ser la única conexión que les restaba con ese mundo que habían dejado atrás. Después, las llamas no fueron suficientes porque los días de lluvias vinieron, y con ellas los relámpagos de otro mundo, de otra era geológica. La noche se iluminaba con estas ráfagas de luz que destrozaban hasta la raíz los árboles o golpeaban sin piedad la llanura y los islotes del río. En esos momentos poca cosa tenían que murmurar los visitantes de este reino primario, y sólo cuando se calmaba la tempestad se reanudaban las anécdotas de un pasado lejano. Historias de la niñez, historias de caballeros y luchas sagradas con infieles, historias en altamar, historias de aquellos que visitaron estas tierras por primera vez, y para terror de Miguel, repetidas historias de un sitio aún no encontrado que traía la promesa del oro y de riquezas ilimitadas. De ese sitio decían que era un lago gigantesco donde incontables generaciones ofrendaban piezas de oro y vírgenes en sacrificio. Otros decían que era un poblado, enclavado en las montañas y cuyo brillo metálico no le envidiaba nada al astro rey. Otros menos ambiciosos decían que sólo se trataba de unos pocos cuartos paganos, llenos de figuras doradas, antropomorfas o geométricas. No importaba cómo se llamaran los sitios legendarios, éstos se multiplicaban en las voces de los narradores: El Dorado, Quivira, la Ciudad de los Cesares, Paititi, la Sierra de la Plata, Omagua, las minas de Muribeca, Cíbola. Por miedo, por precaución, Miguel escuchaba las historias pero callaba lo que sabía, respetando la confidencia del anciano. Esa noche soñó con él y ambos sonreían mirando hacia el arroyo.
Al séptimo día de lluvias tuvieron la primera emboscada real. Miguel alcanzó a derribar a tres atacantes cuando una flecha lo cogió de lleno en el pecho y alguien desde las sombras lo golpeó con una macana en la cabeza. Se levantó unas horas después, con un dolor enorme que le gritaba por la frente, el pecho oprimido y la respiración entrecortada. Se arrastró por el campamento, sobrepasando cuerpos que ya habitaban moscas y que olisqueaban o desbarataban los animales. Con lentitud, no por cautela, sí por cansancio, Miguel extrajo lo que pudo de la flecha y con ese dolor presente volvió a quedar inconsciente. Esta vez su sueño no estuvo poblado por lagunas y ancianos sonrientes. En cambio, brotaban en desorden imágenes de cuerpos que descendían inertes por el río, imágenes de pueblos incendiados y niños gritando anónimamente. El humo escasamente lo dejaba respirar, por lo que cerró los ojos con el fin de despertar, porque sabía que era un sueño, tenía que serlo. Sin embargo, el humo, la sangre, los cuerpos flotando, todos seguían ahí al abrirlos, interminables en el paisaje que veía, como las imágenes que se describen en el día del juicio y la llegada de la bestia. La trompeta sonó impetuosa al fondo y caballos con cabeza de dragón, arpías con espadas en vez de garras, grifos con barbas de moros, salvajes con armaduras de templarios, perros danzantes, sirenas con los senos desparramados, todo, absolutamente todo lo rodeaba, y Miguel seguía sin despertar. Los susurros de su mamá estando niño volvieron, los cánticos del borracho de su padre por el sendero volvieron, hasta las procesiones de la Virgen de los Dolores volvieron de lo más recóndito de su mente y de sus ojos brotó la nostalgia por lo que quedó atrás, por lo que no había encontrado. Esa sensación de pérdida, de búsqueda no alcanzada, finalmente lo sacó del sonido de la trompeta, del humo, de los grifos, de los cuerpos flotando libremente. Ya consciente, empapado de sudor, con tierra y hojarasca cubriendo su rostro, notó que en su mano derecha reposaba una figura de oro pequeña que representaba una espiral. Esa mano se sentía más cálida que el resto de su cuerpo, como si la energía del sol estuviera manando de esa figurilla. Su mirada recuperó su centro, su audición y demás sentidos volvieron lentamente. En el río, algunos troncos seguían su curso y en un banco de arena un par de nutrias jugueteaban. Aquel cuerpo maltrecho se sacudió y su rostro perfiló una sonrisa aliviada.
Por tercera vez, vencido el mal aire, vencida la sangre que manaba lenta de su cuerpo, vencido el apocalipsis, Miguel se levantó. Lo hizo de forma más trabajosa, más desesperada que antes, y caminó hacia el sur, siempre siguiendo el río. Hacia la tarde del segundo día, exhausto, delirando cosas que ya nadie recuerda, dio con la retaguardia del grupo y quedó sumido una vez más en la inconsciencia. Bestias y demás moradores de los bosques interminables habían respetado el caminar de ese fantasma. Su lenta recuperación, su supervivencia y demás detalles siguientes en su viaje son confusos, tal vez refundidos en las nieblas matutinas y el frío que empezaba a asomar por las mañanas cuando todo el grupo dejó las selvas de los truenos para ascender las montañas y cordilleras que abrazaban el Yuma. Las emboscadas siguieron, el hambre intermitente siguió, pero la resistencia de buena parte de ellos se mantuvo latente, valiéndose de lo que pudieran cazar o usurpar por derecho divino. Sumergido en vendajes, sobrellevando fiebres que iban y venían con los días, tosiendo sangre, flema o las dos, la conciencia de Miguel también prevaleció sobre el velo de muerte que lo acompañaba desde las tierras bajas. Atrás habían quedado los gallinazos, y ahora otras aves, más grandes aunque tímidas, surcaban estos cielos nublados y ventosos. Escondido de las miradas indiscretas, yacían con él los regalos concedidos en el río y en sus sueños hace unos meses.
En esta planicie llena de incontables humedales, robledales densos, sabanas, la acumulación de días menos turbulentos que los vividos fueron arrullando su deseo de seguir adelante, hacia lo desconocido. Ya cuando recuperó toda su movilidad, acompañaba a las compañías a hacer inspecciones en los poblados vecinos del altiplano, a impartir justicia de fuego y crucifijos. Colaboraba cazando venados, llevaba víveres, buscaba carnes para calentar ansias largamente reprimidas. Lentamente volvía a ser lo que fue antes de llegar aquí, de haber decidido probar suerte a bordo de un galeón. A diferencia de las veces anteriores, esa lenta monotonía le traía serenidad, siempre y cuando no se asomara a sus oídos el tema del oro. Sin embargo la paz no cuajaba aún en estas tierras porque eran todavía los tiempos de la búsqueda, de los hallazgos, del oro, de las esmeraldas, y bajo ese influjo ningún hombre era inmune al deseo de probar lo desconocido, de acariciar lo esquivo. La conciencia de Miguel se resistió un tiempo mientras sus heridas sanaban, pero bastó una seguidilla de tres noches soñando la laguna y al viejo, para que su voluntad de vivir sin novedades se quebrara. Temprano en la mañana se integró a un grupo que partía al oriente buscando historias similares a la que le pertenecía a él por derecho. Temprano en la mañana del día siguiente cambió de rumbo, buscando el río por donde había entrado. Nunca más los volvió a ver, y por crónicas de otros se sabe que el destino de muchas de esas almas estuvo atado al de la muerte por veneno o enfermedad. Miguel se sentía pleno, lleno de una energía tan poderosa que le insinuaba que no debía temer a las enfermedades, a las bestias o emboscadas.
Miguel se alimentaba como podía, valiéndose de frutos que alguna vez lo llevaban al vómito y la diarrea o cazando lagartijas y roedores con trampas aprendidas en su lejana niñez.
Al principio, la cautela lo guio entre bosques y ríos que se iban haciendo más anchos y caudalosos al descender de la cordillera, pero rápidamente comprobó que esa figurilla ejercía una fuerza que lo protegía de cualquier mal, si bien lo perturbaba un poco no comprender de qué forma. Esa inquietud básica lo abandonó pronto porque, después de todo, un amuleto de oro no era tan inquietante en esta nueva tierra donde poblaban lo mágico y lo bizarro, lo oculto y lo fantasioso. En más de una ocasión se sintió observado, y ya con los días, incluso los pobladores desde barcazas en el río lo observaban caminar por la orilla como si fuera uno más del sitio. Sabía que era época de lluvias, pero no había caído sobre él ni una mísera gota que lo perturbara. Sabía que bestias y culebras estarían prestas para acabar a traición con su vida, pero en cambio más de una vez los animales se le arrojaban encima para ser devorados cuando el hambre avisaba. En la noche, el silencio era como un susurro leve y para nada se asemejaba con la cacofonía de cigarras y sapos de los meses previos aguas abajo. Sus sueños eran reparadores, pese a ser idénticos desde que había emprendido este último tramo del viaje, con el anciano sonriente, la laguna, el oro y el riachuelo descendiendo hacia donde iba. Las palabras, el olor a tierra, la vegetación que se escondía y resurgía entre la niebla, cada vez eran más nítidos y cada despertar quedaba marcado por un corazón agitado, ansioso por llegar cuanto antes a ese regalo, a esa tierra prometida. Estos obsequios; el amuleto que llevaba consigo, las pruebas ya superadas, las pesadillas sometidas en su interior, eran las evidencias que necesitaba para comprobar que había sido escogido para demostrar que hasta en las tierras de los paganos más obtusos las bendiciones del Señor son admisibles. Esa idea se hizo más fuerte cuando, en un despertar cualquiera, una pequeña embarcación apareció a poca distancia de la orilla donde había dormido. Se subió a ella y siguió su rumbo al sur, siempre al sur.
Las tierras bajas que recorría a bordo eran igual de cálidas a las ya vistas, plenas de animales merodeando las orillas, con montañas tutelares a lado y lado. En mañanas y tardes despejadas podía ver que hacia el occidente se asomaban picos gigantescos, con coronas nevadas como las que tenían el Torrecerredo de los cuentos del abuelo. Esas imágenes de su pasado cada vez eran más pasajeras, de la misma forma que sentía que este Yuma se hacía cada vez más estrecho, menos brioso, y que las montañas alrededor, que semejaban varios espinazos, se iban aglutinando hacia un solo punto en el sur, hacia la madre de todos los cerros. Una mañana, mientras tomaba una siesta bajo la sombra de un árbol, el río reclamó la barcaza para otras misiones y tuvo que caminar a partir de ese momento. La vegetación empezó a cambiar al poco tiempo y el aire empezó a condensarse de la misma forma que lo hizo cuando subió delirando hacia el altiplano. Sus pies empezaron a ampollarse, su piel a ser constantemente atacada por zancudos y moscas, los moradores de esas tierras comenzaron a evitarlo del todo, los temores en la noche retomaron su presencia. Miguel se alimentaba como podía, valiéndose de frutos que alguna vez lo llevaban al vómito y la diarrea o cazando lagartijas y roedores con trampas aprendidas en su lejana niñez. Se resbaló ascendiendo, le faltó el aire caminando, sintió que el frío le calaba sus huesos. Pese a eso se mantuvo, porque los sonidos y los olores eran más nítidos, porque ya no necesitaba dormir para verlos, porque tenía que seguir adelante, porque en ese punto el Yuma ya no era el río orgulloso y amarillo de su final, sino un riachuelo estrecho de aguas cristalinas y temperadas que anunciaban un origen. La vegetación, plena de helechos y agua filtrada a ras del suelo, le impidió el paso en muchas partes, atrapándolo entre enredaderas, maravillándolo por las flores que explotaban en colores sobre troncos y ramas que se escondían detrás de la bruma que descendía de más arriba.
Finalmente, al séptimo día del séptimo mes de su recorrido, porque así no lo supiera Miguel su vida giraba en torno a ese número chueco e indivisible, con la ropa colgando de su cuerpo, con unos pies casi inútiles, superó esa telaraña verde y húmeda que casi lo engulle y entró en las planicies frías a las que les decían páramos. El páramo es el hogar del agua en todas sus manifestaciones: en gotas de lluvia, en pozos cristalinos, en riachuelos primigenios, en rocío matutino, en escarcha nocturna. Todo lo que habita el páramo: plantas, animales, hongos, es uno con el agua, así como de golpe lo fueron los pensamientos de Miguel, que explotaron al verse inmersos en este mundo. Allí estaba esa vegetación de matorrales de sus sueños. Frente a él estaban las aguas claras y el viento gélido, el sonido del cóndor y las huellas de los osos, el barro oscuro y la custodia de esas plantas esbeltas que semejan a los frailes en la niebla. A partir de ese punto no hubo dolor, no hubo recuerdos de nada bueno o malo, de ninguna omisión u obsequio, solamente la certeza que más arriba de esa loma, pasando lagunas de distintas formas y fondos, atravesando charcas, se encontraría lo que su cuerpo ya le gritaba a rabiar. Alcanzado el mediodía, cuando la niebla había amainado e iniciaba su descenso a los bosques que protegían al Yuma infantil, desde un punto alto y limitado por escarpes, Miguel divisó la laguna y una silueta esperando sentada frente a ésta. Sin embargo, su paso se volvió a hacer lento, preso de una timidez, de una cautela apenas natural porque en eso radicaba su vida, en correr los mínimos riesgos, en tocar antes que entrar. Por tal motivo rodeó la laguna por el lado más largo para darse tiempo, para que la ansiedad diera paso al raciocinio y su cabeza volviera a dominarlo. Cuando finalmente llegó a espaldas de ese ser, su voz le pertenecía una vez más y el sonido del anciano, si bien seguía presente, lo hacía como el murmullo de una ola en la playa distante. Sólo atinó a decir “heme aquí” y el cuerpo que estaba sentado le dio la cara.
Recordó cada paso dado en el lodo, cada lágrima de su niñez, cada orgasmo en medio de dos muslos, cada gota de sudor en el sol canicular, cada rayo despiadado cayendo sobre el río, cada oración a Santa Bárbara en altamar.
Ante sus ojos estaba ahí la mirada apagada de un español, la barba de alguien que llevaba meses, por qué no, años a la intemperie, el cuerpo maltrecho de alguien que habría librado incontables batallas, un rostro curtido en el abandono a la humanidad. Miguel retrocedió en parte sorprendido, en parte contrariado, porque algo de su interior se había despertado y le decía que, así fuera en forma de migajas, las evidencias de alguien como él las había tenido a la mano en este ascenso y las había omitido libremente. Se había tropezado con un morrión oxidado hace tres días y había seguido caminando. Anteayer había visto cómo dos aves se devoraban los restos de lo que parecía un caballo y había esquivado ese sendero. Hace una semana había escuchado en las montañas la descarga de un arcabuz y no había dicho nada. Otros signos más obvios, como nombres de cristianos marcados con dagas en un roble, una cruz de palo al borde de una cañada, dos doblones de 1503, simplemente los había omitido y ahora estallaban como imágenes nítidas en su cabeza. Miguel se sentó un momento, esperando un comentario de ese hombre, pero no recibió nada porque ahora que lo tenía a la vista, más humanizado, contemplaba un rostro que sencillamente no podía hablar. Una herida que ya supuraba su cuello también le causaba que su respiración fuera trabajosa, como si sus pulmones ya se trataran de dos ventosas gastadas. Miguel calló ante esa imagen cansina y esperó que la tarde se hiciera pesada al igual que el viento gélido del páramo. Contempló su pequeño amuleto y se dedicó a escudriñar cada detalle de su sueño: el anciano, la laguna, el frío, el lecho dorado. Recordó cada paso dado en el lodo, cada lágrima de su niñez, cada orgasmo en medio de dos muslos, cada gota de sudor en el sol canicular, cada rayo despiadado cayendo sobre el río, cada oración a Santa Bárbara en altamar. Percibió, al poco tiempo, la razón por la que el tal Dorado es tan esquivo, tan codiciado, tan difícil de ocultar por más que se intente, por más que se camufle entre capas de sueños y confidencias de campamentos. Hizo una pequeña fogata con las pocas ramas secas que había cerca y calentó después de muchas noches su cuerpo y seguro el de su vecino silente. Cerró sus ojos como esa primera vez en la costa, con el oleaje acariciando esa playa oscura y granular. Esperó a que el otro se durmiera profundo y casi al instante le partió el cráneo con la primera laja que encontró a su alrededor. Al día siguiente, registró lo que quedaba de ese cuerpo esquelético para después poderlo arrojar a la laguna. Antes de hacerlo, encontró atrapada dentro de una de sus manos, casi incrustada en la piel blanquecina, una figurilla, la cual brillaba igual a su imagen idolatrada, con su misma forma arcaica pero de trazo infinito como todas las espirales, de la que manaba el mismo canto melodioso, la misma invitación. Miguel Gómez de Villarcayo contempló su rostro cansino en esta agua cristalina y de lecho terroso, para nada brillante y con incontables cadáveres pudriéndose, y pensó que después de todo las pruebas y las señales fueron creadas para ser replicadas y los nombres que tenemos están para ser borrados por el viento.
Aquel anciano, de nombres variables como el viento, el sol y las estrellas de esta gran tierra de milagros y desgracias humanas: Panquiaco, Amotken, Viracocha, Yurupary, Atabey, Elal, Quetzalcóatl, Bochica, lo contempló mientras el español escarbaba afanoso el sedimento. Después ascendió hasta la colina más alta del valle para tener una mejor vista. Esa mañana, mientras la bruma empezaba a cubrir estos cerros milenarios, cuatro siluetas se acercaban a ritmos distintos pero con un mismo destino. Del sur venía Miguel Gómez de Plasencia, cansado de las guerras entre los Pizarro por las tierras del último hijo del sol. Del oriente venía Miguel Gómez de Oñate, que había seguido a Lope de Aguirre hasta que Dios no lo toleró más. Del norte, muy lejos venía Miguel Gómez de Azuaga, perseguido por el recuerdo de una noche sangrienta donde el “hombre serio” murió en manos de su propio pueblo. Del occidente venía apesadumbrado Miguel Gómez de Linares por no haber podido salvar del escarnio público la cabeza decapitada de su mariscal. Aquel anciano espera paciente, bajo una roca, la llegada de estos cuatro visitantes, y piensa satisfecho en todos los que vendrán a la laguna sagrada hasta al final de los tiempos.