Luisa pensaba que aquel día iban a cambiar muchas cosas, que, al fin, Juan Carlos se decidiría y que en adelante podría decirle a todo el mundo que estaban saliendo juntos. Por eso aquella tarde de abril salió de casa, encaminándose al cementerio más alegre que de costumbre. Ya estaba cansada de ese juego hipócrita que había hecho del cementerio el lugar de sus citas, el lugar donde, con la excusa de visitar las tumbas de sus muertos, iban a verse a escondidas.
Luisa no pensaba mucho en la muerte. A pesar de su existencia rutinaria y anodina, siempre había sentido un apego animal a la vida. La muerte sólo era algo que tenía que ocurrir sin más, algún día, en un impreciso futuro cuya incierta amenaza Luisa no era capaz de sentir como real. La muerte era para ella algo muy simple, carente de todo misterio. Uno estaba vivo y de repente dejaba de estarlo, dejaba de pensar, sentir, respirar, comer… Después no había nada. Oscuridad, a lo mejor. Los curas siempre le habían dicho que unos muertos van al cielo, otros al infierno y la mayoría al purgatorio, de donde había que rescatarlos rezando y pagando misas. Ese trapicheo con la salvación nunca le había sonado convincente. Sin embargo, la mayoría de la gente que conocía, la gente de Villaumbría que tenía su edad, cincuenta y tantos años o más, creía en esas cosas. Habían sido educados así. Cuando eran pequeños siempre había curas cerca. En la escuela, en la catequesis, en la calle, en las plazas… La gente desconfiaba de los curas, pero casi todos creían en lo que decían. La gente creía en los muertos, creía que los muertos veían todo lo que hacían los vivos, que los juzgaban severamente y que, si algo no les gustaba, podían aparecerse como fantasmas. Ese era el motivo por el que mucha gente iba al cementerio, limpiaba las lápidas, cambiaba las flores y rezaba un ratito ante una virgen de escayola, un crucifijo de plástico y una inexpresiva foto. Pero para Luisa no era así. Cada vez que caminaba por las calles del cementerio y veía a la gente de pie frente a una lápida, con cara seria, con mirada temerosa, murmurando entre dientes una oración, se decía a sí misma que a lo que rezaba la gente no era a sus muertos, sino a sus remordimientos.
Nunca lo había querido. No lo quiso ni siquiera cuando se casó con él, a los treinta años, cuando era el único soltero sin taras llamativas que quedaba entre los pocos hombres que conocía en el pueblo.
Ella no tenía remordimientos. Pero había ciertas costumbres que respetar. Una buena viuda debía ir con frecuencia al cementerio y llorar un poco delante de la lápida de su difunto esposo. Era el precio a pagar para que la gente la siguiera hablando, la dejara entrar en sus casas y no la señalara por las calles. Además, esa costumbre no suponía ninguna carga para Luisa. En el pueblo había pocas distracciones para las mujeres de su edad y las que había no eran bien vistas para viudas recientes. En el “desguace”, como llamaban a la discoteca donde la gente soltera y viuda de cierta edad iba para conocer gente y ligar, no era recomendable ser vista tan pronto, haciendo apenas un año que había muerto Alfonso. Lo cierto es que no había un tiempo establecido para que la gente empezase a ver con buenos ojos la presencia de una viuda en un sitio así. Para algunos, los más inflexibles, nunca estaría bien. Otros decían que dejando pasar unos cuantos años era suficiente. Juan Carlos se había autoimpuesto dos años de retiro forzado. Pasado ese tiempo consideraba que no estaría tan mal vista su presencia en el “desguace”, habría guardado el luto. Es verdad que el luto de ahora no era como el de antes, el que le tuvo que guardar su madre a su padre por el resto de su vida vistiendo de negro y sin poder entrar en bares o cines, o el que le guardó su vecina Juana a su marido, tras cuya muerte no volvió a salir de casa durante los quince años que le sobrevivió, ni siquiera para ir al médico. Pero era luto al fin y al cabo.
Otra distracción para las mujeres de su edad era la de apuntarse a esas asociaciones que, con el pretexto de servir a una noble causa, como la lucha contra el cáncer o la atención a los pobres, eran en realidad alegres reuniones de marujas en las que se tomaba café con dulces, se difundían picantes rumores sobre la gente del pueblo y se planificaban excursiones. Tan modesta alegría, ni siquiera bajo la apariencia de una buena acción, tampoco era recomendable para una viuda reciente como ella. También quedaba lo de salir a caminar por la carretera de circunvalación de Villaumbría en compañía de unas cuantas amigas con la excusa de hacer ejercicio, aunque esos paseos, por la mañana temprano, solían acabar en una cafetería ante un buen surtido de churros. Sólo que a Luisa no le gustaba madrugar ni hacer ejercicio. Tampoco le gustaban los churros, los digería mal.
Ir al cementerio, como salir a hacer la compra, le daba una excusa para salir de casa y pasear. Luisa lo disfrutaba. Cuando, de camino al cementerio, alguna conocida la paraba por la calle y la interrogaba, sentía cierto placer en decirle a dónde iba. La expresión de la mujer (rara vez preguntaba un hombre, no fueran a pensar lo que no era), antes maliciosa, se tornaba dulce y triste. La enlutada figura de Luisa, alta, delgada y seria, encarnación de la pena, se ennoblecía ante sus ojos. Era una viuda que cumplía con sus sagradas obligaciones. Después, cumplido el ritual, se hablaba un poquito de los muertos, de la pena que daban y de lo que se echaban de menos para, a continuación, criticar a los viudos y viudas que intentaban rehacer sus vidas con nuevas parejas, sobre todo si eran de su mismo sexo.
Es verdad que, cuando murió Alfonso, había estado triste un tiempo, aunque nunca lo había querido. No lo quiso ni siquiera cuando se casó con él, a los treinta años, cuando era el único soltero sin taras llamativas que quedaba entre los pocos hombres que conocía en el pueblo, en aquella edad en que tanto miedo le daba quedarse soltera, cuando todas sus amigas se habían ido casando a los veintipocos años. No lo quería, pero se había acostumbrado a vivir con él. O, quizás, más que triste, fue simplemente que se sintió confundida. Su muerte le había liberado de una larga lista de obligaciones, las obligaciones propias de la mujer que, en su tiempo y en Villaumbría, debía comportarse como una buena esposa: mantener la casa limpia, lavar la ropa, hacer la comida, cuidar de los niños, cuidar del marido, cuidar de padres y suegros… Al faltar el motivo de todas esas obligaciones, al faltar Alfonso, era como si no supiera qué hacer.
Su hijo, el único que tenía, poco le ayudó en aquellos meses. Alfonso hijo se parecía en todo a su padre. Incluso en esa figura seria, larga y flaca que le había valido a su padre el apodo de “Palo Seco” y que él había heredado legítimamente. Le faltaba alegría. Quería ver en ella a la eterna viuda de su padre, la viuda de ese hombre que admiraba y del que decía, las pocas veces que hablaba de sentimientos, que le había enseñado a ser un hombre hecho y derecho, un hombre como debe ser. Después se echaba a llorar, en silencio, intentando contenerse, intentando demostrar que ese hombre como debe ser no llora. Tenía veintisiete años, era muy trabajador, muy responsable. A los veinte años, tras acabar con ciertas dificultades una FP de electromecánica, había entrado a trabajar en un taller, llegando a convertirse en el hombre de confianza del dueño, en el empleado que todo callaba y todo soportaba y al que no le importaba echar algunas horas extra sin pedir nada a cambio. Tenía novia desde hacía varios años, con la que ahorraba para comprarse un piso y casarse. Lo que había planeado para su vida se parecía tanto a lo que Luisa había tenido que no podía evitar pensar con pena en el gris porvenir que se preparaba su hijo.
El cementerio distaba un kilómetro y medio de las últimas casas del pueblo, por el lado norte. Un trecho del recorrido discurría junto a la vieja tapia del inmenso recinto del colegio jesuita de San Javier. Después, cuando la tapia quedaba atrás, el camino se convertía en un agradable paseo arbolado paralelo a la estrecha carretera comarcal que, atravesando los campos de viñas y olivos que rodeaban al pueblo, conducía hasta el cementerio. En cualquier época del año, podía verse por el paseo pequeños grupos de viudas de todas las edades, vestidas de colores oscuros, caminando despacio, sin prisas, mientras hablaban y reían de cualquier cosa, antes de que sus rostros adquiriesen la triste solemnidad que el camposanto exigía. Luisa siempre había preferido ir sola. Temía descubrirse ante esas experimentadas hipócritas capaces de cambiar en un instante la expresión de sus caras, pasando en un segundo de la sencilla alegría de estar vivas a la pena más honda por la irreparable muerte del amor de sus vidas. Además, desde que había empezado a verse con Juan Carlos su compañía sólo podía resultar un estorbo.
Sola cruzó la ancha puerta enrejada del cementerio y se adentró por la calle central, lo suficientemente amplia como para que los coches fúnebres pudieran circular por ella, flanqueada por bloques de nichos de paredes encaladas, brillantes bajo el claro sol de abril, cuyas bovedillas, hasta seis en altura, tapaban lustrosas lápidas de mármoles negros o blancos, y ante las que, en estrechas baldas, se amontonaban jarroncitos con flores, angelitos, vírgenes y cristos de escayola y pequeñas velas cobijadas en envases rojos con pegatinas del Corazón de Jesús. Entre los bloques se abrían calles secundarias más estrechas que se prolongaban hasta las tapias laterales que cerraban el recinto. El suelo de gravilla crujía bajo sus pies, a cada pisada, un crujido profundo y fúnebre que, sin embargo, le hizo pensar en Juan Carlos, en los escasos besos furtivos que se daban en algún solitario rincón del cementerio, atentos siempre al crujido delator de la gravilla.
Luisa giró hacia una de las calles laterales, a la izquierda de la principal, en el bloque XXIV, se adentró una decena de metros y se detuvo ante una lápida de mármol negro, situada en el tercer nivel, a la altura justa para que pudiera mirar de frente la foto de su marido. Lo hizo, como solía hacerlo, sin miedo, sin remordimientos, sin sentir nada. La pequeña foto, tipo carné, estaba incrustada en un pequeño marco ovalado, en el lado izquierdo, apenas separada de las grandes letras doradas que indicaban el nombre y las fechas de nacimiento y muerte del fallecido, junto a la nada original fórmula de “Tu mujer y tu hijo no te olvidan”. El hombre de la foto tenía la cara cuadrada y una frente ancha y despejada sobre la que se alzaba una pequeña lengua de pelo grisáceo. La boca estrecha, de labios delgados, permanecía ligeramente abierta, como si farfullase un secreto de muerto. Sus ojos castaños miraban fijamente a una eternidad desierta. Los párpados superiores, ligeramente caídos, daban a su mirada un ligero matiz de tristeza. Luisa no reconocía nada en el fondo de esa mirada. La misma nada que la había mirado durante sus veintiocho años de matrimonio, la misma nada a la que cuidaba, atendía y con la que se acostaba, la misma nada que había engendrado en ella a Javier. Luisa no sentía miedo al mirar la foto. No le sucedía como a su amigo Martín, incapaz siquiera de pisar el cementerio y que incluso había dejado de acostarse en la cama de matrimonio por miedo a que se le apareciera su mujer reprochándole sus muchas infidelidades. O como a Juan Carlos, que no quería que se vieran cerca de donde tenía enterrada a su esposa, como si fuera capaz de verlos a través de la muerte. Luisa no creía en fantasmas, no creía en esa otra vida llena de suspicacia y rencor, esa otra vida en la que los muertos descubren que nada fue como creyeron en vida, no creía en la clarividencia de la muerte.
Juan Carlos hizo una pausa, cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos bajó la mirada hacia el suelo—. Hay algo en ti que me asusta.
Escuchó el suave crujido de la gravilla, pasos que se acercaban despacio, vacilantes. Se volvió hacia su izquierda. Juan Carlos apareció por la esquina de la estrecha calle y se detuvo a cierta distancia de ella. La observaba fijamente. Vestía zapatillas deportivas, un pantalón vaquero y un polo azul marino. Era alto y delgado. Tenía una cara estrecha y morena, de rasgos afilados, sobre la que resplandecía bajo el sol de abril una densa masa de pelo intensamente negro, bien peinado con una precisa raya al lado derecho que, a pesar de sus cincuenta y ocho años, le daba un aspecto mucho más joven y lozano. Luisa le hizo una señal con la mano para que se acercase. Juan Carlos negó con la cabeza y siguió plantado donde estaba. Tenía una expresión seria, demasiado seria. No era la expresión que Luisa esperaba. Se acercó hasta él.
—Qué pasa.
—Sabes que no me hace ninguna gracia que nos veamos aquí… ni allí —sacudió la cabeza hacia su lado derecho, señalando un lugar impreciso. Hablaba bajo, casi en un susurro.
—Están muertos.
—No hables así, no me gusta que hables así.
Luisa le sujetó por mano derecha, estrechándosela con fuerza, y tiró de él, intentando llevarle hacia la lápida de Alfonso, mordiéndose los labios en una expresión pícara. Juan Carlos se resistió.
—Joder, Luisa, pareces una niña.
Luisa se echó a reír, era una risa forzada, una risa llena de rabia.
—Ya he sido seria mucho tiempo… demasiado.
—A veces pienso que no lo querías.
—Piensa lo que quieras.
—Es sobre eso que quería hablarte —Juan Carlos hizo una pausa, cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos bajó la mirada hacia el suelo—. Hay algo en ti que me asusta.
—Venga ya, eres un hombretón de casi sesenta años…
—Por favor, escúchame en serio.
—Di de una vez lo que tengas que decir —contestó Luisa, airada, abriendo mucho sus ojos azules.
—Es esa falta de respeto con la que me hablas de tu marido… no sé, me hace dudar… me hace pensar que… —se mordió los labios, levantando un instante sus ojos castaños y volviéndolos a bajar.
—Qué, joder, habla de una vez, qué te hace pensar.
Luisa había elevado mucho el tono de voz. Juan Carlos giró rápidamente la cabeza hacia los lados, como si buscase a alguien, al tiempo que estiraba su mano hacia Luisa y la agitaba nervioso arriba y abajo, indicándole que bajase el tono de voz.
—Habla más bajo, nos van a escuchar.
—Y qué me importa que nos escuchen, alguna vez nos tendrán que escuchar, ¿o nos vamos a pasar toda la vida escondiéndonos en el cementerio? ¿Tan malo es que rehagamos nuestra vida, tan malo es que no nos hayamos muerto con ellos?
Luisa elevó de nuevo el tono de voz. Juan Carlos, exasperado, apretó los puños, abriendo mucho los ojos.
—Cállate, cállate… a lo mejor a ti no te importa, pero a mí sí.
—¿Qué, qué es lo que tanto te importa?
—Lo que diga la gente del pueblo, lo que digan nuestros hijos… me importa, sí, me importa, porque tengo que mirar a la cara de esa gente… tengo una panadería, acuérdate, vivo de eso, vivo de que la gente me mire bien…
—¿Y yo, eh, y yo?
—Tú, tú no tienes corazón, es eso lo que te quería decir, que parece que no tienes corazón cuando hablas de tu marido muerto con tan poco respeto… me das miedo, me hace pensar que tú no eres capaz de querer a nadie…
Luisa abrió la boca y los ojos en un gesto de sorpresa indignada, llevándose la mano derecha al pecho, hundiendo los dedos a través de la negra tela de su vestido de viuda en su blanda carne.
—Cómo te atreves a decir eso… tú, hijo de puta.
Juan Carlos volvió a bajar la cabeza, se alzó de hombros y se golpeó el muslo con el puño derecho.
—Disculpa… no, no quería decir eso… es que todo esto me pone nervioso… yo, yo, claro que te quiero… pero es que no hace ni dos años que se murió María y uno que se murió Alfonso… es, es poco tiempo, creo que vamos muy deprisa… deberíamos esperar un poco…
—Esperar, ¿esperar a qué? Tenemos casi sesenta años, nos engañamos diciendo que somos jóvenes todavía, no es verdad… no es verdad… ¿por qué hay que seguir esperando? Ellos están muertos, muertos… no sienten, no miran, no juzgan, no están en ningún sitio esperándonos, sólo son carne pudriéndose… les importa una mierda lo que hagamos con nuestras vidas… con nuestras vidas.
—Pero cómo puedes hablar así —la frente de Juan Carlos se arrugó sobre sus ojos abiertos, dando a su cara la ingenua expresión desvalida de un niño viejo ante la inmensidad de su miedo—. Cómo no me he dado cuenta antes… eres como un animal, no tienes sentimientos… si te gusta un hombre te olvidas de todo, para ti no hay nada sagrado… no respetas ni siquiera a los muertos —empezó a retroceder, de espaldas, despacio, sin perder de vista a Luisa—. No quiero verte más, no quiero verte más en mi puta vida.
Incapaz de contener la furia que se apoderó de ella, agarró con la mano derecha la pequeña virgen de escayola que velaba la muerte de su esposo y golpeó su foto, haciendo añicos la frágil escultura, pero sin causarle ningún daño a la imagen.
En su titubeante retroceso rozó un pequeño jarrón de porcelana gris que adornaba una de las lápidas, haciéndolo caer al suelo de gravilla, aunque sin llegar a romperlo, desparramando el pequeño ramo de flores de plástico que contenía. El sordo golpe del jarrón al caer le hizo dar un respingo. Juan Carlos se volvió y se inclinó hacia el suelo con la cara desfigurada por una mueca de pánico. Recogió el jarrón del suelo sujetándolo con la punta de los dedos por el borde superior, como si quemase, y lo elevó ante la fija mirada de Luisa.
—¡Mira, mira!
Sus ojos, muy abiertos, parecían los de un loco. Se movían rápidos entre el jarrón y Luisa, como si hubiese encontrado alguna relación entre ambos que no sabía explicar. Su boca se torcía y temblaba. Había llegado al borde del miedo. Lo depositó con cuidado en la estrecha balda desde donde lo había caído, sin acordarse de recoger las flores desparramadas por el suelo, que pisaba sin querer, y sin atreverse a mirar la fotografía que mostraba la lápida. Después se volvió, dando la espalda a Luisa, y echó a correr. Su larga figura se movía con ridícula rigidez, como si le costase coordinar el movimiento de sus músculos y huesos. Dobló hacia la calle principal en dirección a la salida del cementerio y desapareció de la vista de Luisa. Ella había permanecido quieta, observando perpleja los movimientos de Juan Carlos. Tras verlo desaparecer permaneció un tiempo mirando ensimismada las flores de plástico aplastadas contra las pequeñas piedras del suelo. Eran falsos claveles blancos. Los rugosos pétalos, aplastados por los zapatos de Juan Carlos, se apretaban contra el diminuto contorno de las menudas piedras. Algunos se doblaban hacia arriba, arrugados, crispados, con una apariencia carnosa que los hacía parecer vivos, flores vivas… “pero no lo son, no lo son”, empezó a repetirse Luisa para sí, sin pensar siquiera en lo que decía.
Volvió ante la lápida de Alfonso, ante su mirada muerta. “No lo son, no lo son”, se repetía obsesivamente. Tampoco estaba viva esa cara, aunque lo parecía, no lo estaba ni siquiera el día en que se hizo la foto, la última vez que renovó su DNI hacía un par de años. Miró las otras lápidas, las otras fotos. Una anciana, cuyos ojos desfiguraban unas gruesas gafas, apretaba los labios en un gesto airado, un gesto de terca obstinación absurda; un hombre de unos cincuenta años miraba con timidez, con miedo, como si la vida lo asustase aún después de muerto; una mujer de cuarenta y tantos años sonreía dulcemente, con ternura, como si la muerte fuera sólo un dulce sueño del que pudiera despertarla el ruidoso lamento de un hijo pequeño; otro anciano abría los ojos con cara de sorpresa… todo lo miraba repitiéndose “no lo son, no lo son”, mientras pensaba en las palabras que tantas veces le había escuchado a Juan Carlos, en todo lo que le había dicho en sus momentos de bajón, que se sentía muy solo, que necesitaba una mujer a su lado, una mujer que volviera a llenar el vacío de su vida, que no quería morir solo, que le daba miedo llegar a viejo estando solo, que quería vivir, que quería seguir sintiéndose vivo… “no lo son, no lo son”, volvió a la foto de Alfonso, a su mirada muerta, a esa mirada muerta de la que manaba muerte, muerte llena de rostros, muerte llena de ojos, muerte que murmuraba en las calles, muerte que vigilaba, muerte que acechaba, muerte que estaba en todas partes, muerte que juzgaba, muerte que no soportaba su presencia en el “desguace”, muerte que no aceptaba verla vivir… Incapaz de contener la furia que se apoderó de ella, agarró con la mano derecha la pequeña virgen de escayola que velaba la muerte de su esposo y golpeó su foto, haciendo añicos la frágil escultura, pero sin causarle ningún daño a la imagen. Después fue un pequeño jarrón de cerámica el que lanzó contra la lápida, rompiéndolo en pedazos y desparramando por el suelo las flores y el agua que contenía, sin conseguir nada. Entonces se lanzó contra la foto golpeándola con los puños mientras gritaba “¡hijo de puta, hijo de puta!”, sin sentir ningún dolor en las manos, sin sentir ningún remordimiento de conciencia, sin darse cuenta ni siquiera de la gente que acudía corriendo, ni del par de hombres que se acercaron hasta ella para alejarla de la lápida, mientras las mujeres se santiguaban y recogían los pequeños trozos a que había quedado reducida la escultura de la virgen.
Todos pensaron que lo había hecho porque echaba mucho de menos a su marido muerto, porque se sentía muy sola en este mundo, porque le quería de verdad, porque no quería aceptar su muerte. Después de aquello, Luisa siguió visitando el cementerio casi todas las tardes.
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