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Por el rescate de un placer

jueves 30 de marzo de 2017
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—La pasta italiana aún no se ha difundido mucho en el país y es difícil conseguirla —dice mi madre.

No me satisface esa explicación y recurro a mi padre.

—Estamos en la posguerra —me explica— y no se ha regularizado el comercio con Europa. Mientras, los Estados Unidos aprovechan para impulsar sus productos en el nuestro y los países hermanos.

—Pero, ¿por qué tío Eduardo consigue en su pueblo cosas como pasta italiana, embutidos enlatados, quesos italianos, vinos, turrones españoles y a esta, que es una ciudad más grande, no nos llegan?

—¡Ah! —me dice—, es que tu tío tiene conexiones con otros exiliados en Latinoamérica. A él le llegan productos de contrabando desde las islas del Caribe, especialmente de las Antillas Holandesas.

Me siento muy frustrada con esta situación y no acabo de comprender por qué los adultos se complican tanto la vida.

Ayer llegué a casa de tía Luisa. Me gusta estar aquí en las vacaciones escolares porque vamos con frecuencia a la finca que tienen junto a la sierra.

Volviendo a la pasta, espero tener la oportunidad de volver a probarla durante mis vacaciones en casa de mi tía Luisa. Ella vive en una pequeña ciudad del interior y está casada con un vasco republicano originario de San Sebastián. Quiero a mi tío Eduardo más que a mis otros tíos, inclusive los de sangre. Mi tío ha inducido a la tía a adoptar platos españoles y de los otros países mediterráneos en el menú familiar. Aparte de ser un estimulador culinario, él me divierte mucho porque tiene una boca descosida. Me imagino que si su madre viviera le cepillaría los dientes con el jabón azul de lavar ropa. Esa es la práctica entre la familia para borrar del vocabulario de los niños las “malas palabras”.

Mi tía y su madre, tía Rita, se persignan cada vez que el tío Eduardo dispara alguna de sus irreverencias, tales como “Me cago en Dios” o “Me cago en la hostia”. Cuando, envalentonado con tres o cuatro copas de ron criollo, suelta una de las suyas —de las que parece tener una colección interminable que es capaz de echar al aire como pompas iridiscentes de jabón—, tengo que escapar de allí para poder reírme a gusto sin que la tía Luisa me mire inquisitorialmente. Es una mirada que contusiona como una cachetada.

Algunas veces me recrimina:                                             

—Julieta, te ríes porque tu padre, Leo, es un ateo. En esta casa somos fervientes creyentes y debemos ignorar lo que dice Eduardo cuando está en esa onda y pedirle a Dios le perdone porque él, en el fondo, es un buen hombre.

Asocio lo de fervientes creyentes con el hecho de que mi tía y mi tía abuela van todos los días a misa a las cinco de la mañana a encomendar a la familia al Todopoderoso y pedir perdón por tener en su casa a alguien capaz de proferir semejantes sacrilegios. Ellas se confiesan todos los días y creo que hacen penitencias para endosárselas a tío Eduardo.

Ayer llegué a casa de tía Luisa. Me gusta estar aquí en las vacaciones escolares porque vamos con frecuencia a la finca que tienen junto a la sierra. Allí crían cerdos, ganado vacuno y aves de corral y cultivan variados vegetales. Los tomates de forma arriñonada se dan muy hermosos en la finca y en el huerto de su casa en el pueblo cercano.

Mis primos y yo disfrutamos enormemente en la matera —como suelen llamar en Perijá a las fincas o haciendas pequeñas— montando los becerros más grandes y las bestezuelas parecen divertirse con nosotros. Jugamos también tratando de coger los cerditos con las manos engrasadas. Si logramos apresarlos chillan con desespero como si sospecharan que los hemos capturado anticipadamente para convertirlos en salchichas. Cuando los dejamos libres, van a esconderse detrás de su madre, a la cual no nos atrevemos a acercarnos porque pesa más que mi primo Eduardito, mi prima Blanca y yo juntos. Alguien con ese peso tiene una presencia que demanda respeto.

Para almorzar, Juanita, la cocinera indígena de mi tía, trae los espaguetis, da una vuelta a la mesa depositando una porción de pasta en cada plato. Luego trae una fuente con la salsa que tía Luisa le enseñó a preparar. En el ínterin, impaciente, halo de mi plato un hilo de pasta que se desenrolla como una lombriz gigante. Mi primo Eduardito me advierte:

—Debes esperar por la salsa.

Sólo entonces caigo en cuenta de que todos en la mesa me están observando.

La llegada de Juanita con la fuente humeante de salsa desvía la atención de la familia. Tía Luisa reparte generosamente la salsa con un cucharón. Tiene un color salmón que se ve muy bonito sobre la pasta y que se escurre hacia el fondo del plato. Después viene otra fuente más pequeña con abundante Parmigianino rallado que la tía prodiga con igual liberalidad. Mis primos están entrenados en eso de dominar el enredo de los espaguetis. Ante mi vacilación, Eduardito me aconseja:

—Los revolvéis y los revolvéis y entonces te los coméis.

Trato de enrollar los espaguetis como ellos lo hacen, con una cuchara por guía. Cuando al fin logro darles forma lo más cercano a un capullo pero que resulta algo voluminoso, me los llevo a la boca que abro tanto como puedo.

—¡Uhm! ¡Qué delicia! Este sabor es lo más rico que he probado en el reino de lo salado, porque el chocolate es el rey de los dulces. Esta salsa hace que los espaguetis sepan a gloria —suelto de una parrafada.

Tía Luisa me mira con severidad:

—Julieta, no metas a la gloria ni al cielo en algo tan terrenal como la comida. Gloriosos son Dios, los santos, los Ángeles y las almas de los justos que merecen estar con el Altísimo.

—Perdona, tía, no quise ofenderte sino alabar tu salsa.

Me debato entre comer muy lentamente la pasta o hacerlo a ritmo normal, para no pasar por glotona, pero con la esperanza de que me ofrezcan una repetición. Decido hacerlo lentamente y tío Eduardo me pregunta:

—Julieta, ¿es que no te gusta la pasta?

—Al contrario —le respondo—, me gusta tanto que no quisiera que se me terminara.

—No seas bobita, puedes repetir cuanto desees.

Repito sólo una vez. Recuerdo que mi madre me advierte que no es buena educación eso de ir por una tercera porción, sería una conducta grosera. Cuando termino no soy capaz de dar cuenta del pollo asado y aromatizado con romero, tomillo y aceite de oliva que tía Luisa sirvió luego. Pero no me importa mucho: ese no es un plato que acabo de descubrir.

De vuelta a casa le ruego a mamá que prepare espaguetis, pero parece que en mi hogar no hay posibilidad de insertarse en el mercado negro, así que debo esperar las próximas vacaciones para degustar la pasta en casa de tía Luisa.

Le he dado la vuelta cientos de veces a la idea de preparar la salsa que se quedó grabada en la memoria como algo irrepetible pero inolvidable.

Han pasado muchos años desde que almorcé espaguetis con “la salsa” y abundante Parmigianino en casa de mis primos. Eso significa que he comido muchos kilos de pasta, en mi propia casa, en compañía de amigos, en restaurantes en mi país y fuera de él. Pero no hay un sabor como el que registraron mis papilas cuando tenía siete anos. Ni siquiera en Italia he conseguido una pasta servida con una salsa como aquella.

Pueden ofrecerme salsa napolitana, salsa boloñesa, putanesca, marinara, salsa con hongos, con frutos del mar, con variedad de quesos, salsa Alfredo, salsa al pesto en sus diferentes variantes, pasta con vegetales salteados y salsa de soya a la moda oriental y puedo asegurar —de ello pongo por garante mi recuerdo— que no existe una salsa como la de color salmón. Lo malo es que la memoria no me ha dado la clave de su sabor y tersura. En ese tiempo, cuando la probé, no había llegado a la edad en que una indaga sobre la receta que acaba de degustar, simplemente se deja llevar por el placer sibarita asociado al plato que tiene delante.

El sábado es el día que me reúno en casa con mis hijos y nietos para almorzar. Disfruto sobremanera cocinar y me tomo muy en serio la preparación de ese almuerzo que comienza el jueves cuando escojo el menú. En la mañana del viernes voy al mercado a comprar los ingredientes necesarios. Por la tarde, preparo el postre. En la lista de posibles postres impera el chocolate; mi favorito y el de mis nietos es el mousse por esa cualidad que tiene de deshacerse en la boca como una espuma y regalarnos con su sabor único.

Le he dado la vuelta cientos de veces a la idea de preparar la salsa que se quedó grabada en la memoria como algo irrepetible pero inolvidable, como la magdalena de Proust en su obra Por el camino de Swann, pero me siento atrapada en una especie de laberinto. Ayer me puse a pensar con redoblado empeño para desentrañar, a partir de la memoria gustativa y la experiencia que me ha dado el cocinar, la receta de la salsa inolvidable. Ese es un proceso que había comenzado antes, cuando vi en la televisión una película titulada Fried Green Tomatoes. La historia me hizo pensar: “Los tomates verdes dan salsa verde. Sólo unos tomates rosados, en vías de madurar, pueden dar el color salmón de mi soñada salsa”.

Despejada esa incógnita, ayer me vinieron, del rincón de la mente que guarda los sabores y los colores a ellos asociados, los ingredientes que faltaban: cebolla, algo de ajo, sal y pimienta y crema de leche fresca. Salí en seguida a buscar los tomates arriñonados a medio madurar y la crema fresca; en cuanto a la cebolla, ésta nunca falta en la despensa de los amantes de la cocina. Hice un ensayo y voilà!, resultó la salsa. Caí en cuenta de que siempre había sabido el secreto. Los tomates arriñonados estaban en el huerto de mi tía. La crema de leche venía de la finca y el color salmón no podía venir de tomados maduros como los usados en la mayoría de las salsas para espaguetis.

Ese logro no pasará a las páginas de la historia pero para mí significa el rescate de los días felices de mi infancia cuando visitaba a mis tíos y primos. Mañana sorprenderé a mi familia con la redescubierta receta, acompañada de pollo al horno perfumado con romero, tomillo y aceite de oliva igual al que me ofreció mi tía Luisa y que decliné por haber comido mucho espagueti con salsa de tomate medio verde frito.

Ana Irene Méndez Peña
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