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Una película de vaqueros

martes 4 de abril de 2017
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Ronald Humphrey o Richard Princeton fumó el cigarrillo número cinco de la hora. Miró con la punta de sus ojos los rieles por donde debía cruzar el tren en los próximos diez minutos. Ese monstruo gigantesco, de hierro puro, tenía la misión de embestirlo en lo que significaba un acto de suicidio o un accidente fatal.

Horas antes seguía sin saber los lineamientos de su rutina: llegaba a la cantina del viejo bar, en el centro de un clásico pueblucho polvoriento, de asesinos, forajidos y pistoleros que no respetaban la ley. Como en todas las películas, allí también aparecían cobardes que se meaban los pantalones cuando los mercenarios más crueles y reputados cogían a sus mujeres, las violaban o las hacían chupar sus pingas hinchadas y enardecidas en plena plaza pública. Bebía. Pequeños vasos de cristal rebosados de whisky escocés y fumaba con la expresión temeraria del arrancavidas que no le tenía miedo ni al diablo. Sabía hacerse respetar. Su fama aumentó el día que los lugareños y visitantes palparon en persona su valor, su arrojo, la destreza en el manejo de las armas, no en vano había matado entre 15 y 35 hombres la última semana. Lo hizo sin levantarse de la silla, desenfundando sus dos revólveres de forma casi imperceptible.

Un día el incomparable y legendario Buffalo Bill le envió un emisario con la consigna de que necesitaba verlo.

Era un azote. Nadie sabe con quién estaba, si con Dios o con el diablo. Le encantaba cazar rufianes y quedarse con sus mujeres no más de 24 horas, luego las devolvía a sus casas con el consejo de no salir a la calle y la advertencia de acribillarlas si las veía con sus maridos. Los ancianos del pueblo, unos carajos pendejísimos, incapaces de recoger su propia mierda cuando se cagaban de miedo, le pidieron resueltamente que aceptara el cargo western premium de comisario, con libertad para ser un dios y licencia para hacer desaparecer y desterrar a quien se le antojara.

Rechazó la oferta, alegó: “Yo puedo hacer eso y mucho más sin necesidad de un empleo público”. En aquel pueblo desolado y sin futuro había encontrado vida. Ronald Humphrey o Richard Princeton tenía fama. Se le reconocía a cientos de kilómetros a la redonda por su puntería y arrojo inigualables. Ni siquiera Billy the Kid contaba con una precisión tan perfecta en el manejo de las armas, hasta el extremo de la humillación en cinco competencias en las que se batieron conminándolo a irse del pueblo cabizbajo y desmoralizado. Un día el incomparable y legendario Buffalo Bill le envió un emisario con la consigna de que necesitaba verlo para aquilatar por su cuenta si era cierto lo que la gente decía.

Ronald Humphrey o Richard Princeton acudió a las colinas escarpadas, próximas al Gran Cañón, sólo por respeto a la tradición histórica que imponía la ley del más fuerte. Se reunieron en la falda rocosa de la Montaña Blanca, tierra de pieles rojas aguerridos que profesaban la devoción al cazador de búfalos. Pero se decepcionó. Buffallo Bill estaba marcado por los años, tenía la mirada más azul e intensa y lucía una barba blanca y amarillenta producto del tabaco y la desilusión.

—Quiero que me mates —le pidió secamente y sin saludarlo; éste sonrió despacio con esa sonrisa maldita tallada de ironía.

—Estás loco —dijo—, decadente y lunático. Yo no puedo hacerte ese favor. ¿Qué motivos me inducirían a hacerlo? Pero si estás tan desesperado puedo presenciar tu suicidio y ser testigo del final de una leyenda.

Buffallo Bill, como había dicho, una leyenda del Gran Cañón y de las extensas praderas, enfiló la mirada azul, ígnea, y le hizo una propuesta que a Ronald Humphrey o Richard Princeton le pareció el colmo del descaro.

—Quiero que nos batamos en un duelo a muerte. O por lo menos que me des un tiro en un brazo y yo te daré uno en una pierna. Ambos estaremos orgullosos de haber herido al mejor, estaremos orgullosos de exhibir una herida legendaria.

—¿Una herida legendaria? Ciertamente te has vuelto loco. No me interesa hacerlo, Buffallo Bill, no me apetece.

Fumó el cigarrillo, montó su caballo y se retiró despacio. Antes pensó que hasta el cazador de búfalos buscaba adherirse a una parte de la historia de gloria que él forjaba por su cuenta. Al avistar la entrada del pueblo, batido por los silbidos terrosos del viento, se dio cuenta de su realidad. Detuvo la marcha, secó el rostro tiznado por la falta de aseo y el calor desértico del recorrido. Escupió un salivazo negro y recordó a Clint Eastwood en los roles de sus vaqueradas clásicas.

Desde niño se sintió atraído por el desierto, por los cactus y las cabezas calcificadas de los animales hundidos en los terrales blancos. Lo impactaban los trenes y las diligencias manejadas a toda marcha, y los asaltos violentos de los bandidos, las correrías y persecuciones a campo traviesa. Buffallo Bill estaba loco. ¿Por qué llamarlo para pedirle algo tan ridículo como batirse en un duelo? Recapituló. ¿Buffallo Bill estaba contento? No. Había en su rostro una expresión de abandono y desilusión. Nunca vio unos acantilados tan serenos y sin sentido. ¿Quería decirle algo aquel veterano de las planicies asoladas? ¿Y el emisario? Parecía extraído de una ilusión óptica, algo con aparentes formas humanas, pero irreal y espejeante… además, ni siquiera habló.

¿Cómo supo de qué se trataba si el tipo ni siquiera articuló palabras? Recapituló: Buffallo Bill le guiñaba los ojos, se afanaba. Se esforzaba en decirle algo, pero no lo hizo, quizás por saber que ambos eran observados, escrutados. “Quiero que me mates”, le había pedido con el rostro ¿suplicante?

¿Por qué meterse en medio de las vías del tren para morir aparatosamente? Nada existía.

Buffallo Bill quería morir o Erick Mckimson o Peter Flynt querían que Buffallo Bill muriera para continuar con vida, pero Ronald Humphrey o Richard Princeton no lo entendieron, o simplemente Ronald Humphrey o Richard Princeton no permitirían que Buffallo Bill muriera porque no era conveniente para nadie. En esas cavilaciones estaba cuando descubrió que no había en el pueblo una sola presencia con vida. Las pozas que servían de abrevadero a los caballos parecían retratos a blanco y negro, imágenes fijas e inmóviles. La cantina desierta. Destapó una botella de whisky escocés y al probar el primer trago, o lo que parecía un primer trago, su paladar se enteró de que era agua con un insulso colorante. Alguna maldita broma de alguien que se creía con potestad para joderle la paciencia. Se miró en el espejo, había un rostro, definitivamente era su rostro proyectado en el cristal, con un sombrero de vaquero y una cicatriz antiquísima, huella de una cicatriz abierta al terminar el primer año de arte dramático en la Universidad de Princeton.

¿Impartían arte dramático en Princeton?

Ronald Humphrey o Richard Princeton era dueño de esa presencia agraciada y de rasgos varoniles acentuados, de esa personalidad arrebatadora y extrovertida, que además, no toleraba las bromas de mal gusto ni los juegos pesados y esta vez alguien le jugaba una mala pasada. Lo notaba en el aire congelado del pueblucho que debía ser caliente y polvoriento, en los espacios habitables, regularmente infectados de gente, de vagos, delincuentes, sacerdotes y cristianos inmigrantes. En la herrería no había herrero, el ruido frecuente de los golpeteos metálicos y las rutinas de las faenas parecían extintos, en los liquor stores no se veían las mujeres blondies y rozagantes que se buscaban la vida en el más viejo oficio del mundo. ¿Dónde se había metido la gente? Papeles oprimidos y vacíos se esparcían con la brisa, los forajidos, con todo y caballos y artillerías se habían esfumado de la faz de la tierra. El panorama sombrío terminaría de frustrar sus planes de comprensión lógica de los eventos de su entorno. Debía caminar y detenerse en los rieles por donde pasaría el tren a embestirlo, ¿sonaba lógico? ¿Era el destino? Estaba signado a sufrir esa muerte, programado para perecer aplastado por ese gigantesco monstruo metálico que, una vez en el lugar, comprendió que no existía.

¿Por qué meterse en medio de las vías del tren para morir aparatosamente? Nada existía. Se sentó en el suelo y sacó sus dos revólveres tapiados de oro para descubrir al instante, maldita suerte, que no era oro real, ni siquiera eran de verdad sus armas. ¿Qué diablos sucedía? Ronald Humphrey descubrió algo peor: su tiempo finiquitaba como había finiquitado el de Buffallo Bill cuando le pidió, le suplicó llevar a efecto un duelo mortal, o cuando le rogó que intercambiaran disparos para erigir la herida legendaria, pues, al parecer, el deseo velado consistía en dejar caer y fluir la sangre hasta desangrarse y morir. Richard Princeton lo aceptaría como lo aceptaría Erick Mckimson o Peter Flynt, aunque sería monstruosamente difícil decir lo mismo de Ronald Humphrey, porque también fue difícil con Buffallo Bill.

Nadie mejor que ellos para entender el compromiso y la adhesión decisoria con aquellos personajes legendarios. La situación se tornaba confusa. Ronald Humphrey o Richard Princeton dormitaba desganado en el momento de escuchar las pisadas de alguien que se detuvo frente a él. Un personaje refrescante y fosforescente que, de no asegurarse bien su buen temple, lo induciría a la locura.

Poseía el mismo rostro de Buffallo Bill, pero rejuvenecido y sin la barba blanca y amarillenta adjudicada por el tabaco de los años. La misma intensidad en los ojos azules, esa mirada legendaria y mítica, inconfundible, firme y serena. Iba con una mochila y un pantalón jean moderno, el pelo recortado y una fragancia de ducha reciente, agradable a las fosas nasales. Ronald Humphrey o Richard Princeton lo miró perturbado. Tragó en seco antes de preguntar:

—¿Buffallo Bill?

El hombre tardó, es decir, se tomó su tiempo para responder.

—Buffallo Bill murió, hijo. Tarde pero seguro logró su objetivo.

Ronald Humphrey o Richard Princeton lo partió con la mirada, quería cruzarlo a tiros, pero sus revólveres eran de mentira.

—¿Qué diablos dices? —preguntó alarmado, con más precisión, intrigado.

El hombre frente a él, con una sonrisa perfecta, un poco doblada en los bordes de la boca, lo miró de hito en hito:

—Todo ha terminado, Humphrey. ¿Crees que es casual este vacío y el abandono de ese pueblucho triste? ¿No has percibido algo anormal en todo esto, como un falso clima, un falso oxígeno? Te diré algo, hijo; debes dejar que Richard Princeton se vaya. Lo tienes atrapado, déjalo ir. Buffallo Bill era alguien noble, de ahí su carácter legendario y el carisma histórico que lo hace tan atractivo después de tantas décadas. Buscó la forma de liberarme, lo entendió a tiempo, ya no es él quien te habla. Soy Erick Mckimson o Peter Flynt, pero Buffallo Bill no más.

Algunos personajes son tan absorbentes, tan poderosos en la esencia de su identidad, que llegan a ser un peligro para tu existencia.

—¿Dices que Ronald Humphrey, o sea yo, debo dejar partir a Richard Princeton que también soy yo mismo?

Estaba ofuscado. Era una maldita locura, no quería saber nada más. Era una maldita trampa lúdica, onírica. Irracional, alguien guisaba una broma de mal sabor.

—¿Quieres convencerte?

—Debo convencerme, ¿de qué?

—Yo no puedo explicártelo, pero vives una mentira que terminó, no para ti al parecer, no para Richard Princeton.

Caviló un momento.

—¿Por qué sólo Buffallo Bill, te quedan dos nombres?

—Escucha, algunos personajes son tan absorbentes, tan poderosos en la esencia de su identidad, que llegan a ser un peligro para tu existencia, en mi caso necesité de una identidad adicional, Flynt, para sacar de mi piel, de mi pellejo a Buffallo Bill; en tu caso, Ronald Humphrey se empeña en matarte, bueno, es mejor decirlo de forma más elegante, se empeña en aniquilarte, en tragarte para siempre, se ha negado a liberarte.

El hombre se evaporó en cuestión de segundos. Ronald Humphrey o Richard Princeton se rascó la cabeza, lanzó un salivazo negro y le disparó a su caballo. El animal permaneció quieto. Pensó en todo, en la confabulación que existía para borrarle la existencia, caminó… nadie se lo dijo, vivía una mentira. Ronald Humphrey o Richard Princeton no lo lograría tan pronto. Para Buffallo Bill fue asunto de más de 30 años abrir los ojos y entender el enigma. Todavía el escenario permanecía frisado, Ronald Humphrey o Richard Princeton continuará con su vida de vaquero cinematográfico hasta que algún escritor disponga sacarlo de este cuento.

Néstor Medrano
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