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El fondo de la batea

domingo 4 de junio de 2017
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Las mismas sillas viejas y mesa acompañaban al inglés. El nuevo sitio no era el mejor; el sol pegaba de frente y estar allí a mediodía sería virtualmente imposible. A pesar de eso el inglés sabía que ahora se encontraba más cerca de la mina y los trabajadores. Sobre la mesa, descansaban las cuentas de la producción de marzo y los papeles de la trituradora que habían comprado. Detrás del cambuche se escuchaba a dos obreros conversar mientras trataban de arreglar la rueda Pelton de Los Rojas. Ésta, a su vez, se empecinaba en oxidarse por tramos como las cuentas de un rosario. El inglés, trascurrida su primera mañana en esta oficina improvisada, ya había decidido que si no la arreglaban hoy la devolvía. Necesitaba de los suyos, ahora más que nunca con el “miegdelo” que armó Gonzalo. Finalmente, y como un reflejo, volvió la agriera que no lo dejó desayunar horas antes. Otras dos copas de whiskey, una tras otra, fueron a parar a su estómago.

Había crecido bajo el desasosiego del oro como muchos, pero eso sí, antes de la creación de la mina y de que penetraran esta montaña.

El bochorno de la mañana ya se permeaba por los tablones y los dos mapas de su despacho se habían vuelto a ladear. El mapa más deteriorado, pese al orgulloso marco de cedro era de su Devonshire natal. Éste, así como sus incondicionales botellas de whiskey, eran los únicos relictos de su pasado previo a la compañía. Sus trajes de lino fueron los primeros en perderse bajo el sudor y los insectos de este Cauca extraño. Su carácter: altivo y digno de conquistador en sus primeros años administrando, lo último en haberse amansado bajo amenazas de rencillas que crecían como maleza. De unos años para acá, la mayoría de los trabajadores, incluso su propia gente, en vez de recordar al anglicano intransigente de la época del aluvión, sentían más bien a un inglés de voz cansina con pinta de cristiano camandulero. “Two more drinks”… Tocaron a su puerta de forma casi imperceptible. Minutos antes, los trabajos sobre la rueda Pelton habían cesado.

***

“La gente de ambos lados está encabrona’a”, lo percibía Gonzalo, a pesar de que su gente le había dicho palabras de apoyo cuando pudo. Sabía que los veteranos lo habían hecho por la amistad que tenían con el viejo. En cambio no confiaba en los más jóvenes, seguramente ya mamados de los ingleses. Con los empleados de la compañía no tenía dudas: “otro morraco”… Para Gonzalo esa era una certeza clara, como el día o la lluvia, porque a la larga era de los de acá, de la época del aluvión y el barequeo por el río. Había crecido bajo el desasosiego del oro como muchos, pero eso sí, antes de la creación de la mina y de que penetraran esta montaña. Gonzalo ya no tenía la gente que lo protegía como con el viejo y que le acolitara sus mañas. Por el momento no se habían atrevido pero llegaría la hora, lo tenía claro.

Sin embargo, lo que no tenía claro era la actitud del patrón durante estas horas. Éste no había despotricado por los dos heridos de la noche anterior; ni siquiera por José María Santa, del que decían se quedaba tuerto. Pero el patrón tampoco había acudido en su defensa o al menos a preguntarle por qué lo que había hecho. En cambio, los pocos que se asomaron por el catre donde lo tenían confinado le habían contado que el patrón pasó encerrado toda la noche con sus dos guardias de confianza y recién esta mañana le dio por moverse a un cambuche pegado a la mina. Respecto al campamento, Gonzalo sólo podía sentir cómo reinaba desde hace horas el silencio y que cada quien pasaba la borrachera a su modo: trabajando en los socavones o arreglando herramientas. Además de eso, estaba el bochorno que amenazaba lluvia, pero tal vez en otros lados del Cauca.

Gonzalo trataba de no pensar en su cuerpo. En la noche no había comido bien por el afán de la escapada y tenía claro que de milagro se había salvado de que lo mataran tras la pelea con el Santa y Manolo “Arepas”. Los golpes y los cortes con machete estaban por ahí, pero sólo tenía presentes los golpes que le habían dado debajo de las costillas. Recordó por un instante las porras de los capataces… “hijueputas”… No había visto bien quién había sido, pero se imaginaba a unos cuantos para sacarse el malestar. En la madrugada había sido distinto porque el dolor y el guayabo inminente no lo dejaron hacer gran cosa. En esas horas previas, Gonzalo sólo pensó en la barequeada de anteayer por el río, aprovechando un descuido de los otros. El agua estaba un poco turbia por esa primera lluvia en semanas y la calima desdibujaba las lomas que encañonaban ese recodo del Cauca. Recordó el movimiento rítmico del sedimento sobre la batea, los granos de arena y grava escapando de sus dedos, los primeros puntos dorados en el fondo de la batea. Sus ojos cerrados y los pelos de la nuca erizados, como cuando alguien se acerca por la espalda sin avisar. Sintió el mismo placer como cuando el viejo les enseñó a él y a Moisés años atrás… Finalmente recordó la señal de la cruz y la reventa que hizo con el oro en otra escapada de la compañía. En aquel cuarto, rodeado de herramientas, Gonzalo deseaba dormir un poco pero no podía darse el lujo, menos cuando sintió cómo se acercaban unos pasos. Se levantó como pudo apenas abrieron y probó su mejor sonrisa.

***

El inglés prefería estar parado cuando hablaba con la gente. Después de todo, él era más bien bajo y había aprendido rápido que el acomplejado no duraba mucho por estos lados. Se apoyó sobre la mesa y se dedicó a estudiar a Gonzalo Delgado mientras se animaba a decir algo. Los ojos de éste estaban alicaídos y la camisa manchada con sangre seca. Una vez los guardias se retiraron, Gonzalo guardó la mirada para sí mismo. Al inglés eso no le dijo nada ya que Gonzalo ni en sus años más activos entablaba una mirada directa con él, como si temiera siempre del resultado. El inglés sintió la urgencia del whiskey pero se supo contener. Así él tampoco lo reconociera, los dos siempre llevaban la misma rutina cuando llegaba el momento del perdón. “Lo escucho”, fue lo único que supo decir el inglés, esforzándose por tener no sólo un tono de autoridad, sino entendible. Pese a sus años acá, sus palabras eran complicadas de seguir para la mayoría y eran motivo de burla en el campamento.

Gonzalo respiró pesadamente, arrugando como podía el pantalón, y empezó su relato de golpe. Sin embargo la historia dio una vuelta desde el principio y empezó con lo que había escuchado muchas veces el inglés. Apareció la enfermedad del viejo Martín, su supuesta falta de coordinación y el envejecimiento acelerado por el mercurio. Después entraba al escenario Moisés y los malabares con el viejo para subsistir en la capital. Como en veces anteriores, la mente del inglés se distanció en ese punto porque el tal Moisés no era de su agrado. Nunca le cayeron en gracia sus preguntas inoportunas y sus ideas “exentricas”. Recordó cómo el viejo lo había intentado calmar como con Gonzalo pero sin éxito. De igual forma Moisés había dejado de ser un problema tras el primer intento de revuelta. Un par de amenazas sutiles en esos viejos y buenos tiempos habían bastado. El inglés lo sacó del todo y recordó al viejo Martín. Pensó en lo clave que había sido éste con su experiencia y carisma de “culebredo”, para que los demás barequeros entendieran que la era del aluvión había acabado y que el futuro estaba en los filones dentro de la loma. También apreció de Martín que se hubiera sabido callar a los pocos meses cuando llegaron sus hombres; tipos menos revoltosos y más abiertos a la compañía. Su mente, menos enturbiada por el licor, volvió a Gonzalo y lo examinó mientras hablaba. Él había sido un punto intermedio, pero manejable a pesar de sus metidas de pata. “Another story I know…”. Martín y Moisés seguían arrimados en una vieja casona, exprimiendo el dinero que, por gratitud con Martín, la compañía les enviaba esporádicamente. El inglés pensó con sorna cómo Moisés a esa ayuda sí no le ponía reparos. La historia siguió unos minutos más sin ser interrumpida, escuchada a medias por el inglés mientras preparaba dos copas más de whiskey ya que los deseos volvieron.

El bochorno en el campamento había cedido y la gente retomaba el trabajo.

El inglés recuperó la atención cuando el relato finalmente llegó a la noche anterior. Lo hizo de forma desordenada, con amagos de llanto por parte de Gonzalo. Éste habló de la necesidad de ayudar a la familia, de lo tomado que estaba y de la llave maestra que le robó en un descuido a Julio Marín. “Este cavron”… Relató la entrada furtiva a la oficina mientras terminaban de celebrar la misa de consagración a la mina. Su voz era cada vez más cortada y el inglés con un esfuerzo adicional ahora le escuchaba atento. Llegó a la parte donde empacaba todo y al encuentro con sus dos hombres cuando huía del campamento. En ese punto, Gonzalo dijo que empezaba a dudar de lo hecho, por lo que ya arrepentido les contó lo sucedido. Guardaba la esperanza de obtener su ayuda y que de esa forma el asunto no pasara a mayores. En cambio de ellos Gonzalo había recibido insultos, tal vez ebrios por la fiesta que recién empezaba. La discusión fue subiendo de tono porque aquéllos en vez de devolver la plata se la quisieron quedar. De esa forma los madrazos iniciales pasaron a la amenaza por machete, y en la confusión inicial fue que José María había resultado herido. Después vino la confusión de los dos bandos cuando oyeron la pelea a las afueras. Tras unos momentos que se le hicieron eternos entre golpes e insultos, Gonzalo escuchó los disparos de escopeta que calmaron a la gente y mencionó también los golpes que había recibido pero sin dar nombres de los agresores, detallando cada herida con la que había amanecido. Estando su relato en el presente, las palabras se hicieron incomprensibles para el inglés aunque intuía que ya estaba en la parte del “perdón, patroncito”… La rutina fue completa cuando le pasó una copa llena para que se calmara. A diferencia de otras veces, Gonzalo se tomó el whiskey rápidamente, sin disimular el hecho de que no había comido nada. Terminó de hablar, aún con la mirada en el piso, y esperó una respuesta del patrón.

El inglés se tomó su tiempo, siempre lo hacía. Se dirigió hacia la pared y acomodó los mapas por tercera vez en la mañana. Después se acercó a Gonzalo y le dijo en su mejor español: “Me saluda a Martin”. Éste abrió los ojos de inmediato y, agradecido, quiso decir algo varias veces pero sin éxito. Uno que otro lagrimón seguía atrapado en el cuello de la camisa al levantarse de la silla. Mientras aquél se calmaba, el inglés aprovechó para abrir la puerta y llamar a sus dos hombres. Cuando éstos entraron ya tenían consigo una tula marrón y dentro las cosas que se habían podido recuperar tras la riña. La despedida fue como le gustaban al inglés: breves e inexpresivas, tanto que Gonzalo no tuvo tiempo de probar su sonrisa de minutos antes. Una vez los guardias salieron con él, empezaron los martillazos sobre la rueda Pelton. El bochorno en el campamento había cedido y la gente retomaba el trabajo. Casi a las dos, ambos grupos almorzaron en cambuches distintos como acostumbraban y uno que otro minero empezaba a contar chistes sobre lo ocurrido después de misa. A esa hora la agriera del inglés había cedido, por lo que tomó un caldo y cuadró detalles con dos de sus capataces que salían en caballo. Después se recostó sobre una hamaca vieja, impulsada por la brisa que venía desde el río. El inglés durmió tranquilo, satisfecho de recordar en esa mañana las viejas épocas, cuando era más duro y no rendía cuentas. Nadie se acercó mientras se levantaba del todo, ni siquiera para decirle que la rueda no tendría arreglo.

***

Gonzalo comió su ración de fríjoles, pero en un sitio retirado, lejos de miradas indiscretas. Seguramente era una última previsión del patrón, por lo que mentalmente le agradeció el gesto. Una vez terminó revisó su tula vieja y comprobó que casi todo lo que tenía se lo habían robado. Sin embargo, constató aliviado que la batea seguía ahí. Tal vez era por lo antigua y oxidada o porque todos sabían que era del viejo, que no pasaría desapercibida en manos de otros. Durante la siesta, pensó en su papá y también en la terquedad de su hermano mientras barequeaban. Eran imágenes plagadas de humedad y el ruido de los guijos sobre la orilla del río. Allí, Moisés cuestionaba el peso ideal para barequear, cómo limpiar mejor y rápidamente el sedimento, la escogencia de los recodos donde encontrar algo de interés. El viejo estaba también justificando todo con paciencia, mientras Gonzalo en cambio callaba y barequeaba en silencio. La imagen se marchó al despertarse de la siesta. Pensó en cómo los tiempos del aluvión fueron desapareciendo y cada quien tomó su camino. El viejo, con su buen ojo organizando la gente, hizo lo que pudo hasta que el mercurio se llevó su energía. Moisés en cambio fue amago de minero, sindicalista, ebanista y ahora de buen hijo. Él, por su parte, había hecho lo que le vino en gana, malgastando lo conseguido con su suerte en el río y viviendo como quería en los tiempos de la mina. Llevaba carga, chanceaba con la gente, abría socavones, bebía en el pueblo, mezclaba la ganga, sacaba partido del que diera papaya en días de pago. Le había ido bien y mal, como con este chasco, pero ya tendría su desquite. Por ahora, visitaría al viejo y escucharía las tontadas de Moisés. Trabajaría un tiempo en lo que saliera por allá, mientras las cosas se calmaban en la mina. Después volvería y le pediría una oportunidad al patrón como las veces anteriores. Tendría que estar alerta con Santa, pero ya se las arreglaría. Lo suyo era persistir y ahí seguía dando de qué hablar.

La arenilla empezó su movimiento circular sobre el metal. Los murmullos se fueron acercando. Gonzalo permaneció callado, absorto en lo que mejor aprendió.

Al final de la tarde, unos amigos del viejo pasaron a despedirse, enterados de lo que había decidido el patrón. No hubo reproches por lo sucedido. En cambio hablaron de todo un rato, recordaron otras épocas y mandaron saludos al “viejo chocho”. Tras una aguapanela y comer dos arepas, Gonzalo cogió camino. Debido a los golpes, tardó en bajar de la loma para alcanzar el sendero hacia el río. Hacia el fondo del valle, algunos palos negros, que no se habían perdido en las crecidas de cada año, marcaban el sitio donde fue el campamento antes de la llegada de la compañía, en plena época de la batea. Gonzalo se quedó un rato contemplando el trazo del Cauca, el cual cambiaba cada año como la suerte de todos. Imaginó después dónde irían los recodos favoritos del viejo y de Moisés. Pensó en gente ya muerta como Pacho Mejía y Vicente Castañeda. Inventarió recuerdos y metas no cumplidas mientras la noche lo fue abrigando. La luna de cazador asomaba a plenitud y el bochorno había cedido del todo. Al fondo del valle divisó una fogata, cerca de la tarabita donde se podía pasar el río.

Cuando Gonzalo finalmente llegó ese sitio, se encontró con dos de los hombres del patrón. Aunque no recordaba sus nombres, sí los distinguía y lo que hacían. Desde las épocas del viejo, Gonzalo sabía las funciones de toda la gente en la mina. A Cleopatra y Dulce sí las distinguió al instante mientras pastaban tranquilas cerca a la orilla. Sobre un palo de mango divisó también las dos escopetas y un machete que estaban recostados. Gonzalo dejó la tula cerca del tronco y les sonrió como en los viejos tiempos. Su gesto, más sincero que de costumbre. En respuesta los dos hombres le ofrecieron un poco de comida y trago. Sólo les recibió el aguardiente. Mientras ellos terminaban de comer la ración de fríjoles y alistar todo, Gonzalo descendió por un sendero que daba al río. Allí, la luna iluminaba mejor las aguas y el reflejo de éstas invitaba al baño. Más al fondo se presentía la fuerza de los remolinos, pero nunca les había tenido miedo… “Maricos”… Tras una breve pausa, sumergió la batea y empezó a barequear. Arriba, los hombres terminaron de comer y empezaron a bajar por el sendero. “Gringo marico”, volvió a pensar… La arenilla empezó su movimiento circular sobre el metal. Los murmullos se fueron acercando. Gonzalo permaneció callado, absorto en lo que mejor aprendió.

Un relincho de caballo. El agua reclamó lo ofrecido. Sobre el valle, la brisa del río se llevaba lo que quedaba del bochorno. Bien abajo en el Cauca, llovía a rabiar.

Germán David Patarroyo
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