Le decían La Isabel. Durante los años de la juventud era considerada una de las divas de la canción latinoamericana. Más de dos décadas estremeciendo con su presencia los grandes escenarios; abarrotando las salas y creando un mito que luego la edad y otros acontecimientos ligados a su vida consumirían de manera inclemente. De sus comienzos, y según los registros que guardan los periódicos de la época, se sabe muy poco.
Ocurrió lo que siempre ocurre con la vida de quienes están destinados, ¿o condenados? a sobrevivir y pasar por encima de lo común, pero fuentes de entero crédito han corroborado los nebulosos inicios que precedieron a su posterior carrera de megaestrella.
Llegó de Barahona en aquella época de grandes convulsiones y contiendas políticas, buscando en la capital la fama y la fortuna que no podía obtener en tan distante y desolada región del país.
Se sabe que se inició cantando los temas que otros intérpretes habían popularizado. Que sus primeros diez años en el arte transcurrieron en los escenarios mugrientos. Atildados por los vicios, la sodomía y la promiscuidad más denigrantes.
Se entregó a la bohemia. Los dueños de los lupanares en los que vendía su voz de gorrión no cejaron en considerar su debilidad de provinciana hambrienta de fama y riqueza.
Trabajó en los bares de la parte alta de la capital, donde compartía sus funciones interpretativas con rufianes e hijos de la gran puta que no perdieron tiempo en aprovechar sus ganas de salir adelante a como diera lugar.
La Isabel tuvo que buscar las oportunidades. Cada instante en que sus posibilidades de crecimiento se acentuaban.
Las fuentes consultadas para la reconstrucción de esta historia —que por su solvencia moral y conocimientos especializados merecen el absoluto crédito público— dejaron claro que Isabel Gutiérrez, que era su nombre real, estaba decidida a triunfar sin importar principios morales o religiosos.
No existían el bien y el mal en ese objetivo. Porque, como explicó a uno de sus biógrafos en el ocaso de sus días, con mucha moral y dignidad murieron de hambre sus padres.
Desde entonces se entregó a la bohemia. Los dueños de los lupanares en los que vendía su voz de gorrión no cejaron en considerar su debilidad de provinciana hambrienta de fama y riqueza. Desde luego, conociendo como conocían sus ganas de salir del hoyo sin meditaciones ni temores, le hicieron sucias propuestas, porque era, según le decían en susurros, una forma de avanzar con rapidez en el camino.
Fue así como comenzaron los intercambios, las noches en las camas pestíferas de uno y de otro; los clientes de nuevo cuño, empresarios, desviados matrimoniales, reverendos de órdenes religiosas oscuras, conocieron la fama sexual de la diva y la buscaron para formar parte de su club de adoradores. Su vida era un vendaval entonces.
Los hombres que acudían a los antros de mala muerte donde cantaba con una pista ruidosa e insignificante se multiplicaron, y también se reprodujeron los desórdenes carnales, la cohabitación con seres humanos promiscuos y los amoríos advenedizos.
Vivió de orgía en orgía, desplazándose en las noches de calor hacia citas clandestinas y, lentamente, acumulando una pequeña fortuna que amasaba con cuidados extremos.
Entonces un día, como salido de la nada, apareció Johnny Lupano.
Ahora lo evocaba. Sin lugar a dudas los años habían pasado por encima de ella. Se habían amurallado sobre su piel y en la fragua de sus mejillas descoloridas. La vejez rasgó cada punto de su epidermis y los recuerdos y las nostalgias se sellaron en sus entrañas.
Isabel Gutiérrez pasaba los días encerrada en el quinto piso de un edificio de gente de clase media, escuchando en un viejo tocadiscos las canciones escritas por Johnny Lupano, de quien se dijo siempre fue su único e irrebatible amor. El último día de su vida lo evocó. Recordó la forma imprevista de su llegada, lo anheló porque surgía con espontaneidad, emergía como un redentor, inexplicablemente y sin invitación alguna.
Cuando llegó al camerino ella se maquillaba, totalmente desnuda, vestida con los tonos blancos de su piel; sin inmutarse ella lo miró:
—¿Qué hace aquí? ¿Quién lo dejó entrar? ¿Quién es? —preguntó con indiferencia…
—Vine a buscarte, Isabel —contestó él—. Ya está bueno de cantar en este lugar de mala vida; una mujer como tú no puede desperdiciarse entre tanta basura. Te ofrezco la oportunidad de crear tu repertorio.
Johnny Lupano la pulió. Era una joya tapiada de talento que recibía la aceptación de un público siempre ávido de buenos espectáculos.
Johnny Lupano conoció de inmediato sus apetencias y caprichos. La hizo feliz. Así lo estimaron sus amigos y así lo divulgaron sus biógrafos y los cronistas de farándula más reputados del mundo.
Porque la llevaba a la ducha y la sumergía en la tina desbordada, como si poseyera una capacidad respiratoria sin límites.
Johnny Lupano untaba sus labios de miel de abeja unas veces, de néctar de fresas otras, y luego ponía a funcionar en su boca la máquina de besos. La excitaba, la hacía extralimitarse y descollar en el clímax que nunca pudo disfrutar en las camas fétidas de los bares de mala muerte donde inició su carrera artística.
La Isabel se asustaba. No cuadraba en la caja de sus pensamientos la idea de ser administrada como cantante y de visitar escenarios reales, lejos de los tugurios y la vulgaridad que conoció durante años.
No le cabía en el cerebro el hecho de conocer gente respetable del negocio y la rapidez con la que sobresalió en los centros internacionales. Johnny Lupano la pulió. Era una joya tapiada de talento que recibía la aceptación de un público siempre ávido de buenos espectáculos. Luego de tantos sacrificios, de vender su cuerpo en las impurezas del deseo de seres mezquinos, lo tenía todo, y eso, indefectiblemente, la asustaba. “Nada puede ser tan perfecto en este mundo de imperfecciones”, meditaba.
—Tanta felicidad no augura nada bueno —repetía constantemente, acercando la cabeza al pecho desnudo de Johnny Lupano.
—Eso es un disparate —le respondía él y, con salpicaduras de barato acento filosófico, agregaba—: mereces ser feliz, Isabel.
La Isabel encendió un cigarrillo. El humo blanco salía de su boca y se esparcía por todo el aposento; ella se mordió los labios al escuchar con serenidad su voz de hacía veinte años, que llegaba nítida del fondo de la sala, con melodía acompasando la canción lacrimosa de Johnny Lupano.
Descubrir de repente que la vejez se sentía, con su carga silente y cargada de pequeños pliegues, arrugas y patas de gallina, era como un golpe seco dado en su rostro con un puño de hierro.
La vejez era un proceso indetenible que descubrió tarde, cuando los mismos pensamientos desfilaban en la ruta del olvido.
En el aposento había un ambiente de recordación epocal. Cientos de álbumes y discos dispersos en la cama, en el closet, en el guardarropa y en gavetas revoltijadas. Varios baúles repletos de periódicos amarillentos vaciados sobre la alfombra. Allí aparecían reseñadas con grandes titulares las jornadas de éxitos aplastantes en la década de los ochenta.
Si pudiera atrapar el tiempo
en un instante
viviría de tus besos
y daría todo
por tocarte…
Lo recordó con su cuerpo perfecto y esas patillas que delimitaban su rostro. Era un hombre dedicado a tres cosas: ella, ella, ella.
Agotaba las horas escribiendo canciones, mientras Isabel Gutiérrez le preparaba tazones de café humeante.
“Johnny fue el Cristo que llegó cargado de bondad y me dio de comer y de beber, porque antes no comía ni bebía; tragaba basura y luego vomitaba”, declaró en una de las entrevistas que concedía a la prensa extranjera.
Los años se amontonaban. La fama de Isabel Gutiérrez crecía y él era requerido por las voces más excelsas del mundo hispánico, negándose a darles el fruto de su puño y letra, alegando que su inspiración estaba destinada exclusivamente para la mujer que compartía su vida con él.
Pero la felicidad culminó una mañana. Isabel Gutiérrez despertó antes del mediodía, como de costumbre, y encontró una nota con letra perfecta que la derribó en una angustia espantosa:
“Isabel, amor de mi vida.
Lamento hacerlo de esta forma, pero debo
marcharme. Sé que sufrirás y eso me parte
el corazón, hay cosas que no puedo
explicarte. Siempre te amaré.
Johnny L.”
Nunca se resignó. Aquello era incomprensible. Su búsqueda tardó semanas. Hurgó en toda la ciudad, cuestionó a propietarios de burdeles que nunca le perdonaron que los abandonara. Acudió a los lugares que juntos frecuentaban. Zigzagueó el país de punta a punta, visitó a la familia en Nueva York y nadie conocía su paradero.
Cinco meses después La Isabel recibió una llamada telefónica de la Policía: Johnny Lupano apareció muerto en una cabaña turística.
Cuando lo hallaron estaba sin documentos y los investigadores refirieron que no tenía un pelo en la cabeza. Los administradores del lugar descubrieron el cadáver y lo trasladaron al hospital regional, donde los estudiantes de medicina forense le practicaron una autopsia, cuyos resultados, confirmados después por los peritos de Patología, provocaron en ella un desmayo repentino.
Las muestras de sangre revelaron que había sido infectado con el virus de inmunodeficiencia humana. Tenía sida.
—Se suicidó —le indicó el teniente Ontario Mejía—; parece que al descubrirse enfermo, decidió quitarse la vida y prefirió alejarse para evitarle sufrimiento… El suicidio, sin embargo, fue el límite de la desesperación. Lo siento, Isabel.
Las luces ondulantes y la sonrisa satisfecha de Johnny Lupano aparecían ante sí. Su rostro en el espejo dibujaba angustias inacabables.
Isabel Gutiérrez se retiró definitivamente del mundo del espectáculo y desde entonces vivió atormentada, cargando en sus entrañas el amargo reconocimiento de haber contaminado la sangre y la vida de su ser más querido.
“A veces, para llegar hasta la cima, hacemos lo que sea, actuamos de forma licenciosa y nos entregamos al poder. Luego pagamos y siempre el precio es muy alto”, declaró a este reportero el día de su retiro.
Escuchaba la canción. Lloraba. Era incapaz de continuar así tantos años. Su voz de cantante realizada ahora se confundía. La memoria, igual que ella, era vieja y escuchaba los aplausos estremecedores del público. Las luces ondulantes y la sonrisa satisfecha de Johnny Lupano aparecían ante sí. Su rostro en el espejo dibujaba angustias inacabables, y el reloj, encima de la mesita de noche, la miraba con su expresión forrada de tiempo. Ese día encendió un cigarrillo mientras escuchaba los resoplidos armónicos de su voz. Las letras del hacedor de canciones se clavaban en su pecho, hostigándola, fumó. El cigarrillo se gastaba en los dedos de su mano derecha. Regresaron a su mente los años memorables, las pasiones y su voz, circulando en el tocadiscos de la sala, tan antiguo como sus angustias.
El humo del cigarrillo se expelía de su boca, se unía al humo de la escenografía en su memoria. Se internó en la nostalgia. Dejó de fumar y lanzó el cigarrillo gastado, extasiada en el somnífero del recuerdo. Escuchó la voz de su bien amado. La llamaba. El humo creció salpicando sus ojos de lágrimas. En pocos segundos el incendio abrasó todo, La Isabel cayó de bruces, acompañada de sus evocaciones, quizás, buscando a tientas… a Johnny Lupano.
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