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Los puentes

jueves 30 de noviembre de 2017
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A Fredy Nieto no le sirvió para nada el sindicato. Cada vez trabaja más alejado de la casa, lo cual lo enfurece; eso y no dormir. No hay duda, el insomnio es lo peor. Lo ha vuelto más irritable, come menos, fuma a todo momento. A pesar de eso, sigue yendo a las reuniones del sindicato los martes y jueves por la noche. Así al menos se abstrae y no piensa en esa puta y sus cafés. Mejor pensar en los puentes aquellos y lo que hace en sueños. Al fondo preguntan algo… Es el pendejo de gafas que sólo sirve para lanzar proclamas contra Trump, pero que no hace un culo en el banco. “Huevón, ¡¿por qué no se calla más bien?! Déjeme dormir”… Por un breve instante lo consigue. Vale la pena escuchar a estos vagos…

Afuera llueve con ira, su ira. Fredy odia los aguaceros de mayo, odia a los pobres diablos que como él se refugian del agua donde pueden.

Sale de una estación de metro que ya conoce. Es una estación antigua comparada con las del puente verde. Subiendo los peldaños está la avenida angosta, la de los edificios elegantes; a la derecha, la ópera. La gente ingresa apresurada por la llovizna. A pesar de eso se encuentra con algunas personas que lo saludan con sonrisas falsas que ignora. Adentro está fresco, si bien la antesala está a reventar de mujeres y hombres vestidos elegantemente. La luz es baja e ilumina sólo lo que quiere recordar: las decoraciones sobre el techo, las cortinas, la alfombra roja y aterciopelada, la pequeña tienda de suvenires, la taquilla y los compradores de último momento. Se pregunta dónde estará ella, siente una ansiedad enorme por verla…

El gafufo sigue hablando con ese tonito mamerto que le es insoportable. Fredy no podrá dormir más y decide irse sin importar lo que digan después. Tiene dolor de cabeza, uno palpitante, que le nubla la vista y el cual empeora a pasos agigantados con los pitos de los carros y buses. Afuera llueve con ira, su ira. Fredy odia los aguaceros de mayo, odia a los pobres diablos que como él se refugian del agua donde pueden. Ya resignado, con la cefalea en un nivel de fastidio aceptable, espera estoico la llegada de su bus; confiado en que tal vez tendrá suerte y dormirá mejor. Mientras eso pasa ve las gotas golpear sin piedad el asfalto y los rostros de borregos que son un reflejo del suyo. Contempla hacia los semáforos del fondo y algo en su interior ruega por que aparezca el bus… Hoy está con suerte ya que uno le para y consigue un puesto. Es de sus preferidos, de esos modelos viejos con asientos altos y almohadillados; aquellos que otros rehúyen por ser hábitat de pervertidos y rateros. Sentado en su puesto del medio, se enrosca sobre su mochila como si se tratara de un caparazón y espera ansioso la modorra. La anhela, muchísimo, claro que sí, porque allí dormido no hay ruinas, preguntas estúpidas o escenas. El calor que hace adentro y el movimiento lento del bus lo van arrullando. Fredy Nieto consigue dormir…

Está en las escaleras de la ópera cuando finalmente la ve, la devora con su mirada. Se llama Nina, no olvidará el nombre nunca. Lleva un vestido esmeralda y zapatos bajos. Su pelo negro, oscurísimo, está arreglado para la gala. “Para mí”. Le da un abrazo haciendo espacio entre la gente, su sonrisa es bellísima e ilumina sus ojos. Suenan los timbres desde el interior, entran ordenadamente, ocupan el espacio de siempre en uno de los balcones. Todo transcurre en un tiempo que se le hace irreal. Al fondo está el foso donde va la orquesta y el escenario con sus telones gruesos. Empiezan los cantantes con sus arias. La gente escucha absorta, escasamente un murmullo o una tos seca. Los dos intercambian miradas, por ratos ella le sonríe o le toca la mano. Su tacto es muy suave. “Terciopelo, seda, orgasmos”; siente que muere como en veces anteriores… Los aplausos son atronadores al terminar, salen los cantantes y se entregan las flores. En la salida los saludan conocidos con sus sonrisas hipócritas y zalameras junto a otros que aún no distingue. Él sólo quiere irse y llevársela consigo…

Despierta y trabaja, sueña y trabaja, no distingue la diferencia. Por ahora el insomnio lo acompaña. En la oficina lo hacen los comentarios velados de sus compañeros y la rutina de ese banco de mierda. Mientras cumple turno como asesor comercial, algo que no hacía en años y odia a muerte, Liliana le escribe un correo interno. Quiere que se vean a fin de mes. “Otra vez esta malparida…”. Relee el correo escueto pero lleno de veneno. Después acepta de mala gana y descarga su frustración con lápices inocentes. Freddy piensa en lo vivido cinco años atrás, cuando Liliana llegó y él escalaba posiciones lentamente. Fue en esa sucursal donde conoció a la niña mimada, la hija del director regional, aquella bruja que todavía pasa por pedante con su mirada y la forma de hablar… Nada de eso lo intimidó aquella vez. Al contrario, le gustaba su forma de vestir, el porte delgado, su pelo castaño y usualmente trenzado. Ahora no le gusta nada. A ella le atraería el desparpajo y su seguridad al hablar en esa época. Ahora ella sólo lo quiere ver hundirse más y más. Como en veces anteriores aquel correo le generó gastritis, de esas que avisan úlceras. Fredy Nieto decide no almorzar y trata de dormir un poco…

Una estación, escaleras gastadas, ruido de maquinaria. Está en el metro con Nina. Su perfume suave impregna el vagón; la otra gente lo percibe y la desea tanto como él. Ella lo sabe, siempre tiene el control de ese don y con su mirada lo pone a escoger ahí mismo: escribe esta noche o destrozan el dormitorio… La imagen trasciende a algo familiar: el olor a lavanda del apartamento, el piso alfombrado, el pasillo angosto antes del cuarto principal. Por la ventana distingue todos los puentes que lo cautivan y siente la brisa fresca que viene desde el río. Es una caricia igual a las que vendrán. “Muero, muero, no volveré”. Mientras guarda su saco y deja su libro de notas sobre el escritorio, ella le besa el cuello. Le gusta la sensación y sólo quiere alejarse cada vez más y más, e introducirse en esa mirada profunda y casi infinita. Sin embargo deja de estar con ella de forma súbita y no se explica el porqué. Al parecer prefiere escribir sobre algo que no entiende. Percibe la resignación e ira de Nina e inevitablemente piensa en la otra. “La puta esa…”. Mientras contempla la pantalla de un computador que se llena vertiginosamente de letras sin sentido, siente un dolor profundo en el estómago. Quiere gritar pero no puede, no allí…

Se siente incómodo porque no le gusta hablar en público, menos cuando está Nina. Ella conoce su secreto pero por ahora calla.

La sacudida del bus al llegar lo despierta. Fredy no recuerda cuánto durmió aquel mediodía, dónde cogió el bus para su casa o si hoy es miércoles o jueves. Las pastillas para dormir sólo lo han vuelto más errático y susceptible, un zombi de los que muestran por televisión. Mientras está recostado de lado por la acidez, piensa con fastidio en Liliana. Se ve con ella en una fiesta navideña con sus primeros besos y después el motel por Chapinero. Paso siguiente se proyecta con esa familia extraña y sus gustos esnobistas. Recuerda el primer año del club de polo, los viajes a Estados Unidos con cualquier excusa y los regalos extravagantes. Añora los ascensos de esa época, disimulados para los que no sabían nada en el banco, escandalosos según los envidiosos y sus ojos avizores. Después reconstruye el segundo año con el matrimonio estrafalario en Panamá, la luna de miel por el Mediterráneo y el apartamento de Cedritos. La gastritis se intensifica, omite cualquier pastilla, cuando recuerda los celos y reclamos mutuos durante el tercer año; discusiones de cuando Liliana trabajaba en Medellín y él seguía obstinado en Bogotá… A la larga su recuento vuelve a su caída, al inicio de ésta. En su cabeza aparecen Adela Torres, el trato informal que tenían y la empatía que fue creciendo. Le gustaba el hecho de que Adela le recordaba una época menos estirada. Dolor agudo en el vientre. Piensa en su cuarto año y los temores de Liliana dejaron de ser infundados. Fue la época donde deliraba con Adela como ahora lo hace con Nina. Fredy se frota la frente, piensa, cavila. “Si tan sólo lograra dormir más”…

Hay unas pocas nubes hacia el oriente de esa planicie enorme. Está sobre el puente del parque, esperando a que el monorriel circule y den vía. Mientras tanto se recuesta sobre la baranda, mira hacia el río y los otros puentes del fondo. Le gusta el de piedra y cadenas, al que cuidan las esculturas de los leones sin lengua. Ha estado allí, viendo pasar los buses de turistas por el túnel que conduce al distrito de los edificios lujosos y el palacio. Distingue el puente metálico verde, su favorito, al igual que el mercado central y el acantilado con la ermita. Conoce bien esos sitios; ha comprado embutidos y suvenires, siempre acompañado de Nina. Ahora contempla el río azul oscuro, amplio y sereno. Un barco con turistas pasa sobre el puente y suena música de quinceañeras en su recorrido. Finalmente, el monorriel pasa y accede al parque. Adentro lo esperan en la feria. Se siente incómodo porque no le gusta hablar en público, menos cuando está Nina. Ella conoce su secreto pero por ahora calla. Las carpas están llenas de gente, comprando libros y asistiendo a otras charlas. Antes de llegar a ese sitio lo detiene un grupo de jóvenes y habla con ellos un momento. Su nerviosismo aumenta pero sabe que ese es el precio. “¿Será?”. Observa otras cosas para calmarse: la gente haciendo ejercicio, aquellos que practican canotaje mientras bordean las orillas de la isla. Por un momento se siente tentado a irse con ellos y bajar por el río pero continúa caminando. Es un recorrido que se le hace eterno, que trastoca otros sitios y momentos…

“¿Desayuné hoy? ¿Por qué a veces entiendo lo que me preguntan y otras no?”. Al despertar se ve en el espejo y no se reconoce. “¿Es normal?”. Más tarde en el banco, una pareja de pensionados llega a preguntarle por los distintos tipos de crédito disponibles. Están desubicados y piden que les repitan todo varias veces mientras los otros clientes lo miran con cara de impaciencia. A todos Fredy los atiende sin disimular el mal genio. En la tarde-noche, Bogotá colapsa por un nuevo paro de taxistas y dan la salida una hora más temprano, como si de esa forma se evitaran los trancones de esta ciudad infartada. Los buses y el Transmilenio están a reventar, llenos de gordos sudorosos, beatas, malandros y cagones llenos de espinillas. Tras un tiempo esperando y un dolor de cabeza insoportable, porque el dolor migraba a distintas partes de su cuerpo a voluntad, Fredy consigue regresar a través de un carro particular. Se trata de un Mazda oliva, ochentero, con los vidrios a medio abrir. Un estudiante de colegio y una señora son sus acompañantes resignados. En un trancón por Héroes, el número tres hasta ese momento, empieza a cabecear y se ilusiona con soñar. Se equivoca. En su cabeza el nombre de Liliana lo taladra despiadado una y otra vez. Por inercia piensa entonces en las peleas del último año y las escapadas finales con Adela. En las imágenes de su cerebro de cazuela llega el divorcio, la espiral de pérdidas y malas decisiones. Muy lejos quedan el club, los viajes y los regalos. En cambio, “sigue la venganza de la puta; sí, la puta, la malparida, la desgraciada, la pecueca esa”… Como castigo, el de ella o el suyo, le da igual, recuenta los traslados sin sentido y el sueldo agonizante. Recuerda su resistencia con el sindicato alegando acoso laboral. Contabiliza más traslados, los correos sutiles de sus jefes y el silencio cómplice de éstos. La gente lo evita porque solidaridad es igual a desempleo. Liliana le taladra las bolas…

Alguien conversa con él pero no entiende nada. “¿Dónde está? ¿Bogotá? No, no es. ¿O sí?”… A continuación se suceden imágenes y sensaciones ya experimentadas: una estación de trenes maltrecha, una plazoleta con estatuas de caballeros, la vista de la ciudad y el río desde las colinas. Camina cerca de la iglesia similar a la de Lourdes, monta en bicicleta por callejones adoquinados, hace anotaciones en su libreta mientras toma café en una plazuela. Las sonrisas por cortesía continúan… Finalmente, tras todo ese vértigo inicial, llega al apartamento del piso alfombrado. Es de noche y seguro allí está Nina, “tiene que estar”. La ansiedad lo domina al cruzar la puerta, una que no le es familiar. No huele a lavanda ni está ella. Se trata del apartamento de Cedritos. “¿Bogotá otra vez? ¿Cómo?”… Al fondo del cuarto encuentra a Liliana. “¿Se trata de un recuerdo? Hijueputa, ¡¿qué es esto?!”… Ella empieza a discutirle, le reclama por Adela mientras afuera llueve a mediodía, diluvia, masacra pájaros y peatones. “Sí, sí lo es… Nada que hacer”… Ella empieza a llorar, se pone histérica, arrojando las cosas por la ventana. Sienten náuseas, porque por alguna razón ambos no pertenecen ahí. Algo se ha quebrado… Quiere escapar de ese cuarto pero no puede. Los gritos de ella llegan a todas partes: el techo, los árboles de la acera, el cielo nublado, hasta los peatones que dejan de correr despavoridos afuera. Por fortuna el dolor de cabeza aparece y sabe que todo acaba. Suspira aliviado mientras llega el momento. Ella ahora calla; lo mira, le sonríe. “¿Nina?”… En el Hospital de Kennedy ahora sí, despierto, trata de evitar el recuerdo de aquel sueño errático. Le da temor sentir que en los sueños también empieza a colapsar. “¿Son sueños? ¿Recuerdos? ¿Alucinaciones?”…

Fredy se marcha sin despedirse y toma rumbo hacia el sur de sus miserias. Camina por momentos, en otros siente que escribe. Está convencido de escuchar un teclado y oler un cigarrillo.

Fredy lleva días, semanas sin soñar. Nada. Oscuridad total, ausencia de descanso. Martilla despiadado el teclado de su computador, escucha música en desorden; poco le importa lo que pasa o que lo miren contrariado. Está en el trabajo, pero “¿Cómo? ¿No era festivo hoy? ¡¿O era ayer?!”… Lo devuelve a la pantalla el recordatorio de la reunión con Liliana. Como es de esperar almuerza mal, llena formatos todo el resto de tarde. Tiene ojeras de drogadicto según sus papás y los pocos amigos que le quedan. Fredy los manda a comer mierda en silencio. Antes había lidiado con la ruina de su ex mujer a punta de fiestas sin sentido, fumando todas las cajetillas que no conoció en la universidad. De esa forma no pensaba en nada y lidiaba con esa presión que lo asfixiaba. A los pocos meses ya se había gastado lo que le quedó del divorcio. Después de todo, Liliana tenía mejores abogados y él sólo quería superar el insomnio. Sólo seis meses le habían bastado para dejar el norte, probar suerte donde unos amigos por Chapinero y finalmente recaer donde sus papás. De ellos sólo había recibido un silencio comprensivo pero sabía que la hora de las preguntas y decisiones llegarían… Bastó vivir en el sur y el asumir nuevamente la realidad de los trancones en un bus para que el insomnio del divorcio reapareciera. Después, como un pequeño consuelo, una droga que lo enloquecía de placer pero de la que recibía una dosis espuria, surgieron los sueños con los puentes y aquella rutina apacible.

Está en el café donde lo citó Liliana. “Allí está la perra, la bruja, la mugre…”. En una mesa amplia ella sólo tiene tiempo para revisar el celular mientras un café moca sulfura sus labios ponzoñosos. Ella le pregunta cómo le va en el trabajo y por sus papás. Fredy detesta ese interrogatorio; casi como su insomnio o el trabajo, casi. Pero está a su merced, lo sabe bien, y le responde de mala gana o con indiferencia. Sabe que ella hace tiempo no le cree esa actitud pero le da igual. Liliana simplemente lo cita para cerciorarse de su caída; tac, tac, como un guijo en un foso oscurísimo… Con el tiempo, Fredy ha hallado un consuelo en esas reuniones, al percibir su amargura y verla cada vez más fea y ramplona. Termina la tortura. “La primera parte…”. La cabeza le da vueltas pero no sabe si es por la rabia, el sueño o las pastillas que está tomando como un poseso. Ella le cuenta lo que hizo ese mes, sobre el destino de los bienes compartidos y acerca de esos amigos lejanos del club o el exterior. “No me interesa, no, no y ¡no!”… A la larga Liliana se cansa del monólogo y su audiencia de mirada autista. “¡Por fin!”… Le acerca un sobre y le dice que ya no lo molestará más. “¿…?”. Fredy no responde, no sabe qué responder y sólo guarda aquel sobre con los rótulos del banco en su mochila. No lo mira estando con ella, no cree que lo vaya a mirar nunca. Botará el sobre en un caneco apenas pueda… Fredy se marcha sin despedirse y toma rumbo hacia el sur de sus miserias. Camina por momentos, en otros siente que escribe. Está convencido de escuchar un teclado y oler un cigarrillo. Por ratos se pregunta qué mierda va a hacer ahora. En otros instantes hace el amor por segunda vez en la noche con Nina… Cuando ya lleva como media hora caminando por la carrera once, llegando a Lourdes, entra a una droguería.

Tal vez todo se resuma en la falta de sueño, causando que pesadillas y realidad sean escenarios invertidos. Necesita entonces algo para dormir, algo bien fuerte. Fredy saca las prescripciones que no ha utilizado y tras eso el farmaceuta le da las tres cajas que pide, así como una botella de agua. Ya es de noche cuando sale. “¿Ya era de noche?”… No le importa. Toma el bus y agradece que sea de los grandes que van hasta su paradero. Ingiere las pastillas, una tras otra. El agua pasa con resistencia pero no hay temor, ni rabia, nada. El sueño en cambio llega como una ráfaga, de esas que ya amenazaban otra noche fría de noviembre. Sobre la carrera el bus traquetea mientras recoge pasajeros…

La gente sale organizadamente del auditorio. Muchos se despiden de él de forma efusiva, como si en aquellas frases idiotas les hubiera cambiado la vida o despertado la imaginación. Es curioso, ahora entiende todo. Escucha con claridad, lee todo con nitidez. Sobre las escaleras de arriba lo espera ella. Le da un beso que le sabe a gloria, siente su perfume y se sumerge en éste por un instante antes de volver a esa realidad-sueño o sueño-realidad. Después le pide un momento para lavarse la cara. En el baño, ya encerrado, consciente de que está solo, se observa a cabalidad en un espejo. Es la primera vez que lo hace, eso es seguro. Sonríe, le gusta lo que ve: la barba, los ojos apagados, el mentón partido. El otro también lo hace, escondido como está. Lo ha aceptado pese a no saber nada. Ya le contará, de a poco, o tal vez no. No tiene que saber si así lo desea. “¿Seguro?”… Por ahora observará como en las veces anteriores. Cierra la llave y piensa en lo que se avecina. Tendrá paciencia, acechará. Por ahora que regrese…

A veces siento que no me voy a despertar y me da algo de temor, un terror que por curioso que suene lo siento superior al de la muerte.

Me llamo Miklós Vajna, Miklós Vajna, Miklós, M I K L Ó S… y no, no me estoy volviendo loco. Contemplo mi rostro, las gotas de agua que se deslizan por mis mejillas, sonrío como hace un rato; ¿o sería que lo hizo él? No, no lo creo. Da igual. Me gusta lo que siento, me gusta tomar aire fresco. Ahora sí disfruto las noches. Antes dormía y no me fluía nada; me hundía en textos aburridos, predecibles y sin sentido. Era mediocre, escandalosamente mediocre. Ya no más. Ahora gozo con el viento que sopla perezoso desde el Dune, desde épocas donde no había nada, sólo bosques y bestias salvajes. Camino por el malecón y contemplo hacia el Margit y el Széchenyi, detallo su iluminación, sus turistas y carros circulando hacia el Distrito Once. Aún me cuesta creer que me guste fumar, que haya despreciado aquel hábito por miedo a enfermedades que inventan los médicos. Es cierto, hay ojeras, más de las que recuerdo. Supongo que es el precio. Es el cansancio por la presentación del libro. Quiero llegar a casa para transcribir lo que he recordado durante el día. Nada debe quedar por fuera.

Pero también tengo ansiedad. Presiento que esta noche soñaré con él. Sé que me dejará. ¿Me dejará? En la mañana, cuando me levante, las imágenes aún estarán frescas y anotaré metódicamente todo lo que vi. Aún no sé bien dónde es ese lugar o por qué llueve de forma tan irracional. No sé por qué recorro tantos puentes en esa planicie, sin divisar un solo río; sólo concreto y terrenos verdes. No entiendo de qué hablan en ese banco, porque ahora sé que se trata de un banco, o lo que dice aquella mujer horrible mientras toma café. Algo es seguro, ya la odio tanto como él. Sin embargo sí entiendo la miseria, el abatimiento, los deseos de desaparecer de aquel hombre. Quisiera seguir escribiendo sobre él, escribir hasta donde pueda, hasta donde él me deje o me reviente yo. A veces siento que no me voy a despertar y me da algo de temor, un terror que por curioso que suene lo siento superior al de la muerte. A la larga no importa, es lo mejor que me ha pasado. Nina calla siempre que le cuento lo que veo. No sé si tema o se alegre. Mientras siga soñando todo estará bien…

Germán David Patarroyo
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