XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Cinco cuentos raros

martes 3 de abril de 2018

Parásitos intestinales

Eran muchas voces, minúsculas voces que en coro vociferaban: “¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!”.

Fabio, uno de tantos profes que nunca dejan de pensar en lo que pudieran comer si tuvieran algo qué gastar. Él no es el único que camina por la ciudad con los bolsillos rotos y la cartera llena de papelitos blancos. Hay muchos como él y aunque no los conozca sabe quiénes son de sólo verles la cara y los libracos de lomo sucio que llevan en las manos. Una dolorosa burbuja de gas flota en su estómago cuando escucha a unos militares decir que el presidente está buscando alguien que sepa de parásitos. Como profe de Biología sabe algunas cosas, por eso se queda pensativo y aguza la oreja. “El pobre ha inventado de todo, curso, desde supositorios de zábila, pasando por remojos con agua y vinagre, hasta la gama completa de desparasitantes. Por la noche se pone hiperquinético y sale a caminar durante horas por el jardín. Cree que nadie sabe que cuando cierra el cuarto y nos ordena que nadie toque ni lo moleste, es para adoptar una posición cuadrúpeda para que su esposa hurgue en lo más pantanoso de su retaguardia y le saque los bichos. El pobre ya ni siquiera puede dar los discursos completos sin tener que moverse como si le clavaran un alfiler”. “Es una Ascaris lumbricoides”, suelta Fabio, y los militares voltean con cara de asombro. “Las amebas áscaris se reproducen rápidamente. La hembra se desliza aferrándose por los filamentos internos del estómago hasta llegar al intestino grueso, allí pone sus huevecillos, y luego sigue hasta la parte más externa del conducto para alimentarse, es allí donde causa el escozor”. No le faltó mayor carta de presentación. Los soldados lo llevaron de inmediato frente al mandatario. “Usted ha sido mandado por el mismo cielo, camarada”, dijo emocionado, tomándolo por los brazos. Le prometió ponerlo hasta de ministro de salud o de educación si lograba curarlo. Por eso Fabio aplicó el cúmulo de conocimiento y sobre todo el largo recetario naturista que su madre empleó en él mismo, cuando chico, porque la parasitosis se evidencia más como una fiesta de caramelos que de cualquier cosa. Mientras lo hacía tuvo que hospedarse en Palacio, para aplicar cada tratamiento en la forma y proporción recomendada, pero nada pudo hacer. Aunque se dio cuenta de que los ataques se agudizaban en los discursos, o cuando prometía algo a la gente que generalmente no cumplía, o cuando trataba de negar la realidad que todos sabían. “Presidente, yo creo que sería mejor que redujera sus alocuciones, ¿no se da cuenta de que eso alborota a las amebas?”. “Mire, camarada, usted no entiende que si yo dejo de hablar, a la gente se le olvida la verdad. El poder mediático es muy fuerte, por eso le llaman el cuarto poder. Mejor se dedica a su vaina y me deja tranquila a la Patria”. Fue en ese momento cuando Fabio escuchó un minúsculo chillido. Un sonido rarísimo, como la euforia de un estadio en un juego Caracas-Magallanes, pero a una distancia como de cien kilómetros. “Con todo el respeto, presidente, acérquese más”. Allí captó que el sonido venía de su abdomen. “Otra vez permítame, por favor”. Fabio levantó la camisa del pijama y pegó su oreja a algo más grande que una pelota de básquet, pero cubierta de pelos. “Disculpe, pero así escucho mejor”. Por un momento quedó paralizado. En efecto, eran muchas voces, minúsculas voces que en coro vociferaban: “¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!”. Era increíble pero se trataba de una protesta de amebas; de hecho, una de ellas empezó a comunicarse con Fabio. “Dígale al presidente que no vamos a dejar de protestar hasta que aumente la producción; las importaciones no son suficientes, y esa dieta en que nos tiene no es justificada; sí, estamos al tanto de las toneladas de alimento que acumula en el almacén. Por lo tanto controlaremos las principales vías del país y bloquearemos las evacuaciones”.

 

Duras de matar

Estoy en el lado de los buenos y debo mantener esa idea. Aunque preocupa que parte de mi familia esté allí. Y las veo, claro que las veo, y les dije que no fueran. Les repetí que si las encontraba en el campo de batalla actuaría como un nazi, sin importar sangre o afectos. “¡Esto no es un juego, Amandita!, podrás ser el amor de mi vida, pero soy un militar… Igual tú, vieja… No quiero verlas en la calle, por favor. Pónganse a tejer, a ver culebrones, como hacen las mujeres normales”. Así les dije antes de irme por la mañana, y pensé que había sido claro, pero ellas se metieron hasta la médula el discursito ese de la derecha. “Ahora… asúmanlo, ahora… sufran su cuartico de hora, ahora… respiren su pote de humo”. Miro la turba y aprieto chola. “No, no me mires así, Amandita” (no puede reconocerme través de los vidrios ahumados, pero parece). “Lo sé, cariño, ese humo te está matando…, no, por favor no, no llores, esa vaina me mata, y no te tires al Guaire por lo que más quieras, hazlo por mí, te lo ruego, espera que piense algo… sí… siempre hay una salida”. Miro hacia mis subalternos que siguen alternando agua con bombas, y sus movimientos parecen nutridos por una adrenalina casi infantil. Como cuando se está chamo y se juega a la guerra con soldaditos de plástico. Soy incapaz de darles una orden contraria y me invade una sensación de imbecilidad e impotencia. De todos modos me hago el loco y desciendo la velocidad, pero de la radio fluye aquella voz soberbia y perturbadora: “¡Sargento Anzola, siga conduciendo o tendré problemas con el general, y si yo los tengo, usted los tiene! ¡Sargento Anzola..!”.

Esa es la razón por la que sigo pisando chola… ¿y la vieja?…, recuerdo a la vieja pero no la veo, ¿y Amandita? Mis ojos se mueven escrutando cientos de rostros, pero la muralla de policía avanza y los acorralados por el humo, finalmente, saltan al Guaire. Entre ellos veo por fin a la sexagenaria Guillermina Matos, mi madre, y Amandita, el amor de mi vida, cogiendo un impulso de varios metros de distancia hacia el borde de la autopista, en una caída libre que ni el mismísimo Bruce Willis podría imitar.

 

Invitación a comilona

Los muchachos de la morgue de Bello Monte tienen el agrado de invitar a la comunidad a una suculenta PARRILLADA CRIOLLA, como un gesto de solidaridad en momentos en que los precios del producto se han disparado. Por tal motivo la carne que degustará será distribuida en forma gratuita gracias, también, a los altos niveles de producción de los fines de semana. El otro magnífico anuncio es que ya estamos en capacidad de exportación; según el ministerio de finanzas, la ganancia sobrepasará en sólo un mes el valor del petróleo, rubro que históricamente ha sido el más representativo. Eso significa que, a partir de entonces, y gracias a la alta dirigencia de la Nación, dejaremos de ser por fin un país monoexportador.

 

Escrutinio

Desde sus casas los candidatos presidenciales no dejan de visitar el baño y beber pailas enteras de tilo con manzanilla. Sólo uno lo pasa con whisky etiqueta negra en el Palacio Presidencial. Mientras su esposa, la primera dama, le muestra un catálogo de resorts en Miami Beach. Si lo reeligen seguro que cumplirá su sueño de vacacionar con estilo propio, o terruño propio. Pero la mente de él está en otras vainas. Por ejemplo, lo que dicen algunos sondeos sobre su incapacidad para gobernar o administrar el presupuesto de la Nación. Puras guarradas, dice él en su mente, mientras desciende otra cascada de whisky por su garganta. Ejercita un poco de voluntad propia: ¡voy a ganar, voy a arrasar en estas elecciones!, ¡soy el elegido para gobernar este país! Alza la cabeza y se ve recibiendo la banda de nuevo. Casi que puede escuchar los aplausos de los diputados de la Asamblea. Las aclamaciones de sus compañeros de partido. Imagina la rueda de prensa que dará y hasta puede ver el rostro de desconcierto del candidato perdedor. Es que la oposición está aniquilada, claro que sí, yo mismo la destruí. Alarga el brazo y engulle otro trago hasta el fondo, produciéndole una etílica sensación de bienestar. Piensa: “Y qué quiere la derecha de este país, que le entregue lo que el comandante me dio, estos sí son arrechos de verdad”. En eso le avisan que están a punto de dar el primer boletín y entra a un gran salón a ver la tele. Su esposa le aprieta el brazo, “Quédate quieta, chica, que yo voy a ganar. Maracucho, que le traigan un té a esta mujer. ¡Tranquilízate, vale!”. Luego ve su reloj y mira el lugar donde supuestamente aparecería la presidenta del Poder Electoral. “Dame el teléfono, voy a llamarla, le dije que a las ocho tenía que dar los resultados”. Pero nadie responde el celular. Toma la radio y llama al oficial de guardia en la institución electoral: “Dile que la estoy llamando, ¿copiado?, que atienda el bendito celular, y por lo que más quiera, que termine de dar los resultados para que se acabe esta vaina”. “Todos estamos angustiados por aquí, comandante-presidente, esa señora ha desaparecido, algunos dicen que se fue del país, otros que la secuestraron, los más optimistas que está tomándose un trago en el bar de la esquina, ya sabe, para relajar los nervios, pero la estamos buscando, comandante-presidente, no se preocupe. Ya verá que en cualquier momento la encontraremos”.

 

El retraso más largo de la historia

En el Metro suelen ocurrir muchos retrasos, miles de retrasos, quizás millones. Cualquiera sería capaz de encontrar una razón lógica. Y si por azar un reportero escogiera a alguien y le preguntara por qué ocurren dichos retrasos, por más analfabeta, ignorante e imbécil que fuera, expresaría un exhaustivo análisis de la situación. Se erguiría frente al micrófono con una seguridad histriónica digna de envidiar. Pero el retraso que ocurrió ese innombrable día no podría ser explicado por nadie y menos olvidado.

El director del Metro recibe emocionado al ministro de alimentación. Su gran amigo y la palanca que lo llevó al frente de tan importante institución y quizás, en un futuro más próximo que lejano, a un derrotero de mayor caché. Por eso hoy debe atenderlo como rey.

Sólo dos saben la verdadera causa del retraso más largo de la historia. Los que están pegados al vidrio de la puerta de la cabina.

Mientras hace el recorrido rodeado de guardaespaldas, camarógrafos y reporteros, piensa en cumplirle el capricho de estar en la cabina de conducción mientras una bella piloto conduce. Elige entre varias y sobresale Scarlet, como salida de un certamen de belleza. “Espere un momento, señor ministro, voy a hacerle unas precisiones a la conductora”. Camina unos metros y la aborda. “Me quitas esa cara de tragedia, quiero tu mejor sonrisa, ¿entendido? Me lo tratas bien, y si quiere, lo dejas que conduzca un ratico”. “Pero, doctor, esta vaina es muy peligrosa, usted lo sabe”. “Está bien, lo de los controles no, pero explícale lo que quiera. La utilidad de cada dispositivo; seguro que cuando vea ese poco de luces y botones del tablero se va a poner como un carajito. Se lo voy a decir en una sola frase, señorita: hágalo feliz”. “No sé si lo sabe, pero hace un par de meses se me murió mi bebé. Así que no me dan ganas de reír o estar contenta, y no creo que pueda cumplir esta misión”. “No lo sabía, pero de todos modos, haga lo que pueda, pues”.

Ese día el Metro estaba funcionando normalmente. El tumulto humano entraba y salía de los vagones, a codazos y trompicones. Pero el sueño infantil del ministro comenzó a cumplirse. Y aunque su visita a los espacios de un subterráneo no tenga una razón de ser, por lo que representa un ministro de alimentación, para él sí. Tiene entre cejas lanzarse a las próximas elecciones gubernativas. Y necesita muchas cámaras, reporteros que lo saquen por los periódicos. Quiere que la opinión pública le ponga el ojo, que lo vean como un prospecto de futuro gobernador. Para la semana que viene tiene pensado repartir bolsas de comida en algunos prostíbulos de la ciudad, y para la que sigue, en los billares de El Silencio, para congraciarse con los estratos más humildes del país. Es su pensar y nadie se lo discute, pero en este instante lo que debería preguntar a Scarlet es sobre el funcionamiento del tren o las técnicas de manejo, y no sobre la vida personal de la chica. “No, no soy casada. Sí, el muérgano ese me dejó preñada pero mi mami me ayudó. Que soy bonita, bueno, algunos lo dicen, pero no buscan una relación seria. Ah, si usted lo dice… Pero no crea que soy pendeja”. Scarlet le cuenta sobre la muerte de su bebé y se le sale una lágrima; el ministro respetuosamente se la limpia con su pañuelo, mientras detalla las dos grandes y apretaditas secuelas del embarazo. La camisa del uniforme está húmeda de leche. “Están destilando le… che, le… che”, dice a la chica. Ella sonríe mientras hace una maniobra con el volante y detiene el tren.

La gente se agolpa en la estación que sigue. Media hora, hora y media, dos horas… Los trenes dentro del túnel hacen cola detrás del que se ha detenido inexplicablemente. Dentro del mismo hay desesperación. Los pasajeros se turnan para tocar el botón de emergencia, vomitan, se desmayan, algunos llaman por sus celulares a la policía. “Es un secuestro”, dice uno, fundamentando su hipótesis en una película que vio de Denzel Washington y John Travolta. Sólo dos saben la verdadera causa del retraso más largo de la historia. Los que están pegados al vidrio de la puerta de la cabina. Los que no dejan de mirar al ministro succionar con su boca la bubis más llenita de la conductora. Ella rodea su cabeza con la más de las ternuras, como si fuera un bebito. Toca su calva con los dedos mientras él hace ese sonido de chupón de los infantes al comer. Cuando llega el operativo de rescate y salen a la luz los pormenores del incidente, que gracias al cielo no se debió a ningún secuestro, el alto funcionario lo único que indicó fue que un buen ministro de alimentación no debe permitir que se derrame la comida. Fue eso lo que lo llevó a la presidencia el año entrante.

Axel Blanco Castillo
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