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Gregory Peck

jueves 19 de abril de 2018
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Después de nuestras asignaciones en el pabellón 6, en el que se ubican las personas con padecimientos mentales, nosotros, los pasantes de la carrera de quinto año de Salud Mental, nos reuníamos en la taberna de Marioso, a tres calles al sur del hospital, a refrescarnos con algunos picheles de cerveza, sin llegar a embriagarnos, por si alguien era llamado de urgencia al nosocomio y no correr el riesgo de que nos ficharan y luego nos sancionaran con sacarnos de nuestras prácticas profesionales o expulsarnos de la carrera.

Entre todos había una camaradería de varios años, no así con Alberto, un estudiante de intercambio que realizaba su complementación académica en nuestra universidad. Nos acompañaba sin protestar, aunque ocupara una mesa distinta, no celebraba nuestros chistes y hasta llegaba a resultar incómodo con su actitud taciturna que, con los besos a la bebida de Baco, nos parecía más extraño. Pero tenía una disponibilidad que superaba en creces su particular personalidad y que todos le soportábamos de buen grado y que es muy celebrado por todo bebedor consuetudinario, como los aquí reunidos, nos parecía de arcángel: pagaba la cuenta de las bebidas ingeridas y una que otra comida.

Por ética, algo que nos repetían los doctores desde el primer año, no debíamos hablar abiertamente sobre los pacientes, a menos que se tratara de compartir experiencias sobre tratamientos o síntomas; caso contrario, todos estábamos vedados para hacerlo, por muy impactante o insufrible que haya sido el contacto con ellos. Pero Miguel, que compartía consultorio con Alberto, nos confió que esa misma cara de enajenado que le seguíamos viendo después de cinco cervezas la mostraba al paciente.

¡Todos tenemos la inquietud en la boca sobre el silencio de nuestro compañero, pero no se atreven a preguntárselo!

—¿Qué diablos le pasa? —pregunté.

—Seguro es un extranjero con modales raros —agregaba Manlio.

—Quizás la bebida no es de su agrado —señalaba Claudia, mientras revisaba su contenido.

—¡Ustedes son unos idiotas! —exclamó Karla—. ¡El hombre debe extrañar a su familia!

Entre las clases, las tareas y el hospital, casi nadie recordaba que antes de venir aquí teníamos familia, los turnos en el hospital y el estudiar para rendir las pruebas de acreditación profesional nos estaban dejando sin vida, y con el comentario de Karla asumimos la realidad con toda su crudeza: el hombre se estaba pasando de ser humano al echar de menos a su familia, algo con lo que el resto de sus compañeros no comulgábamos pero que al reconocerlo ni siquiera nos dejó un sentimiento de culpa; “ya habrá tiempo para la familia”, expresaba Alirio mientras arrasaba con su cuarta bebida.

Pero esto de aspirar a convertirnos en expertos de la sanidad mental nos recuerda que si la discreción es nuestro catecismo, la imprudencia, por esas ínfulas de portar una gabacha blanca y sentirnos superiores al resto de mortales, puede ser nuestra vocación, misma que no respeta a ningún colega.

Y una de esas tardes de marzo, en que el verano se hacía sentir más implacable y la excusa justa para excederse en la bebida y con los localizadores apagados por si ocurría una emergencia que demandara nuestra asistencia, Alirio se levantó de su silla y se le plantó frente a Alberto.

—¿Qué tienes? —le dijo.

El resto nos levantamos a devolverlo a su sitio, no queríamos importunar a nuestro benefactor con las imbecilidades de un miembro perturbado por la bebida.

—¡Oigan! —nos gritó—, ¡todos tenemos la inquietud en la boca sobre el silencio de nuestro compañero, pero no se atreven a preguntárselo!

—No lo molestes —dije.

Alberto salió de su enajenamiento y sonrió como si recién nos conociera.

—Déjenlo —dijo mientras abandonaba su espacio y se incorporaba al nuestro. El poco alcohol que el organismo disfrutaba en su torrente sanguíneo y que inyectaba al cerebro ese estado de bienestar desapareció como de rayo. Todos nos quedamos de una pieza por ese cambio de ánimo—. Es tiempo de dar vuelta a la página —agregó.

Alirio ocupó nuevamente su silla, el resto lo imitamos y un silencio sepulcral se apoderó de los presentes, y escuchamos con claridad que en ese momento sonaba, a todo volumen en la rocola, Van Halen con “Jump”.

Karla se animó a disculparlo si no se encontraba cómodo con el grupo.

—¡Tonterías! —respondió—, esto no ha sido por ustedes.

—¿Es por tu familia? —atacó Claudia.

—No, la verdad es que una de las razones para ser un estudiante de intercambio era huir de ellos; se imaginarán, entonces, cómo la estaré pasando aquí, ¡esto me resulta mi propio paraíso!

—¿Alguna mujer u… hombre, quizás? —inquirió Alirio.

—¡No te pases! —le gritó Karla.

Y nuevamente Alberto sonrió.

—¡No te enojes! —le reprochó Alirio a Karla.

—¡Es que las preguntas que haces, animal! —dijo ella.

Alberto inclinó el vaso en su boca y bebió largo y tendido hasta agotar el líquido. Puso el vaso en la mesa y pidió otra ronda, aunque el resto no habíamos vaciado ni el tercio de la cerveza.

—No discutan, amigos —dijo Alberto—, y lo mío no tiene nada que ver con cuestiones de mujeres, quizás con un hombre, sí.

—Ves —intervino Alirio mirando a Karla—, debes respetar la diversidad sexual.

—Tampoco es en ese plano mi tema —apuntó Alberto—, no es algo gay.

Manlio, que estaba de mirón, rompió su silencio para manifestarle su apoyo y el del resto a su condición.

—Pues les agradezco su solidaridad pero, insisto, no es sexual.

—¿Entonces? —pregunté.

—Es muy largo de explicar —me dijo.

—Tenemos tiempo —mencionó Karla.

El mesero se acercó a entregar las siguientes bebidas y Alberto se acomodó en su asiento.

—Verán —dijo—, antes de salir de mi país hice un internado en el Hospital General y, claro, me enviaron al pabellón de los pacientes con alguna demencia y me asignaron a un hombre que recién había asesinado a otro en un centro comercial. La familia y la defensa alegaban locura, pero el hombre, llamado Marcial, se rehusaba a aceptar ese alegato e insistía en presentarse como una persona que ejercía con claridad sus facultades mentales, mentiría si no les comparto que esa discrepancia con su abogado y sus parientes inmediatamente me hizo pensar a favor de sus congéneres y fallar en contra del asesino, ya que en mi país se castiga con pena de muerte a los homicidas y no me resultaba lógico que alguien aceptara abiertamente su sano juicio y además criminal confeso, siendo consciente de su destino final.

”Por lo tanto, mi labor era del todo fácil, nada más certificar que mi paciente se encontraba a todas luces enfermo y que cometió el crimen sin la certeza moral y legal acerca de las consecuencias que la misma le acarrearía de llevar a cabo semejante hecho.

”Pero no pude hacerlo.

Su pausa sirvió para que lo bombardeáramos a preguntas mientras él despachaba su bebida lentamente y atento con la vista a nuestras reacciones a sus palabras.

Claudia: “¿Era tu familiar, un conocido o pariente de alguien?”.

Karla: “¿Te estaban presionando los familiares del occiso?”.

Alirio: “¿Estaba drogado o como nosotros cuando lo realizó?”.

Manlio: “¿Te sentías incompetente para establecer su condición?”.

Yo: “¿Tuviste miedo?”.

Alberto canceló su ingesta y me clavó sus ojos llenos de un terror que me sacudió la piel y temí, por pudor, que los demás lo hubieran notado. Él suspiró y alzó su vista; creí que se trataba de una distracción suya, pero sus ojos vidriosos explicaron ese movimiento.

—Vamos, Alberto —intervino Karla—, si no pudiste hacerlo, significa que no le salvaste la vida, ¿cierto?

Alberto asintió.

—El problema es que él quería morir —dijo.

—Pero si quería morir —expuso Manlio— era igual un enfermo, en condiciones óptimas de salud nadie desea morir, eso ocurre con enfermos terminales, personas depresivas o ahogadas por las presiones diversas de la sociedad.

—Eso pensé, también —respondió—, pero Marcial no coincidía conmigo.

—¿Y qué hizo? —preguntó Alirio.

—Se suicidó —dijo.

Ahora estábamos a mitad de una canción de rap que gusta a todos por su enorme contenido sexual y cuyo video transmitido en la pantalla no tiene limitaciones en reafirmarlo con varias chicas bailando a traje de baño en un parqueo lleno de autos lujosos y de último modelo, lo que aproveché para mirar de reojo a raíz de las últimas palabras de Alberto.

Él me dijo que se mataría por lo que no hice y para que todos supieran que era un criminal pero cuerdo.

Manlio, para retomar la conversación y terminar de romper el silencio que se impuso por la revelación de nuestro compañero, apuntó que eso no hacía más que confirmar el estado en que se hallaba el convicto y que él, por alguna razón, no la había descubierto: los enfermos mentales son astutos para confundir a los expertos de la salud sobre sus deficiencias, hoy pareciera que hasta los pacientes se vuelven profesionales en sus padecimientos, concluyó.

—¿No te estarás culpando? —interrogó Claudia.           

—Sí —agregó.

—¡No tiene sentido, Alberto! Él de todas maneras iba a morir, él ya había tomado una decisión.

—Él lo hizo después que supo lo que había informado a las autoridades del hospital —resopló Alberto—; debido a la sospecha de demencia fue llevado allí y no a una prisión; si complacía su petición, él era transferido a una celda y, al no ocurrir eso, Marcial murió como un prisionero de un hospital.

—¿Por qué? —pregunté.

—Por su nombre.

—No te entiendo —dije.

—Él me dijo que se mataría por lo que no hice y para que todos supieran que era un criminal pero cuerdo.

Tomó su vaso y al agotarlo pidió más bebidas. Ahora sonaba Juan Gabriel con su tema “Querida”. Y nuevamente el bombardeo.

Alirio: “¿Lo denunciaste?”.

Claudia: “¿Qué pensó la familia?”.

Karla : “¿Qué hay de los deudos?”.

Manlio: “¿Lo dictaminaron loco, luego de eso?”.

Yo: “¿A qué se dedicaba? A veces sus decisiones vienen de sus acciones pasadas”.

Abruptamente dejo de beber y, limpiándose la boca con su manga, me espetó una pregunta:

—¿Te gusta el cine?

—¿Qué? —repregunté extrañado.

—¿Vas a menudo a ver películas?

—Conozco algo pero no soy un experto —agregué.

—¿Gregory Peck?, ¿y ustedes? —invitando a los demás a participar.

—¿Qué hay con él? —intervino Claudia.

—Yo —dijo sorbiendo un poco la cerveza y carraspeando— tampoco sabía mucho de él, pero escuchen —aquí empecé a notar que él estaba ebrio ¿o era yo?, no estaba tan seguro, porque, ¿cómo puede un ebrio identificar a otro? Pero su habla o mi escucha ya no eran los de unos sobrios—: ¡Marcial era actor!

Nos miramos extrañados o incrédulos, a esta altura de la reunión no comprendíamos la lógica de su historia.

—Seguro —dijo— pensarán que estoy borracho —y comprenderán que refutar o afirmar esto para alguno de nosotros no tenía sentido—, ¡pero no lo estoy! ¡Marcial era actor y lo recuerdo muy bien!

—¿Y qué con eso? —participó Alirio—, ¿se conocía con Gregory Peck?

Alberto lo miro sorprendido y luego carcajeó.

—¡No!, ¡y ambos ya murieron! —dijo.

Y nuevamente pidió más cervezas. Pero lo que nunca había ocurrido en reuniones previas, sucedió ese día, todos coincidimos en que ya estaba bueno de beber, pero insistió molesto en que quería más para poder terminar su historia. Como bebedores añejos no nos quedó más remedio que acompañar en su deseo al relator.

—Casi termino —dijo—, escuchen —su voz parecía cansada, se le notaba agotado en extremo, como si en el ejercicio de recordar terminara exhausto también—: Marcial era la voz al español de Gregory Peck.

—En ese caso —apunté—, era un actor de doblaje.

—¡Sí! ¡Era eso! —reconoció Alberto—. Cuando Marcial me lo contó no entendía eso de los estudios de grabación que contrataban personas para interpretar en un idioma los diálogos de los personajes. Él interpretó a varios actores, ¿saben?

—¿A cuáles otros? —inquirió Alirio.

—No los recuerdo, él mencionó varios, pero del único que pude acordarme fue de este porque hizo La profecía, ¿la recuerdan?, ¿en la que era embajador y padre de un niño adoptado, porque el suyo nació muerto y resulta que la criatura era el anticristo?

Todos asentimos, quizás por costumbre o por imitación y no parecer fuera de línea, pero yo sí recordaba la película. Una de las mejores de terror de 1976 y cuyo tema musical, “Ave Satani”, compuesto por Jerry Goldsmith, ganó el Oscar de la academia de Hollywood, un dato que muchos ignoran, pues normalmente recuerdan las maravillosas canciones románticas o de Disney que han sido reconocidas pero que pocos saben que una melodía a Satanás ya fue oscarizada. Cuando pienso en esta cinta me río del miedo que sentí cuando la vi por primera vez, porque no hay escenas horripilantes que le pongan susto a uno, pero escuchar el soundtrack mientras aparece el perro cuidando a Damián, era para poner los pelos de punta, y eso se debía a la composición coral de “Ave Satani”.

—Yo sí me acuerdo —dijo Karla—, pero no me dio miedo.

Imaginarán mi reacción a que una chica no sufriera cuando escuchaba al coro recitar en latín “un salve a Satanás” con sus expresiones de bebemos sangre, comemos carne y más, pero a ella eso le resultaba simple.

—Me dio más terror El exorcista —continuó—, cuando Regan baja y sube las escaleras como araña o cuando se le voltea la cabeza, o también al escuchar su voz de ultratumba, ¡eso era de María santísima!

Intervine molesto por su falta de coincidencia con mis sentimientos y le pedí a ella que se callara, para que continuara el necesitado de hacer catarsis.

—Él era la voz del embajador Robert Thorn de los Estados Unidos en el Reino Unido —agregó—, pero antes hizo otras películas como Días de gloria, Los cañones de Navarone, ¿o tal vez vieron Moby Dick o Matar un ruiseñor?

Todos negamos, menos Karla, quien mencionó que había leído los libros de las últimas películas que mencionó y que los prefería ante cualquier adaptación cinematográfica de libros considerados clásicos de la literatura universal. No pudimos menos que sonreír ante su rechazo a las letras llevadas a la gran pantalla.

—¡No importa! —continuó—. Marcial Torres era la voz de Peck.

Luego todos pusimos cara de asombro como si antes no lo hubiera reafirmado, esto de estar entre ebrios tiende a resultar cansado cuando se ponen en el plano de repetir hasta la saciedad lo que ya te han conversado.

—Ahora ya sabemos que Marcial era actor —dije—, pero ¿por qué mató al hombre?

—Porque el estudio de grabación lo suplantó y la persona que hizo el doblaje no respetó los matices vocálicos esenciales para su interpretación —agregó Alberto—, y Marcial no soportó la voz chillona que le pusieron al doblaje de Cape Fear.

Todos se vieron a las caras como buscando una señal para comprender la información del extranjero.

Cabo de Miedo es de 1991 —dije—, la dirigió Martin Scorsese, con Robert de Niro, por cierto, la última cinta reconocida de Peck…

—…¡Pero él siguió trabajando en proyectos televisivos! —me interrumpió Alberto—, ¡y el estudio prescindió de él, contratando otros talentos!

Claudia se puso en pie y antes de marcharse a liberar su vejiga, intentó consolarlo: ¡era un problema de envidia, Alberto, el celo profesional llevado al límite de eliminar a su adversario!

Y salió sin más a buscar privacidad para sus intestinos.

—Amigos —expresó Alirio—, voy a imitar a la compañera —y se fue tras ella; el resto, sin disculparnos de nuestro apesadumbrado compañero, los perseguimos a los baños. Hicimos lo que teníamos que hacer; volvimos antes que terminara de cantar Vicente Fernández sus “Mujeres divinas” y notamos que Alberto continuaba en la misma posición en que le habíamos dejado.

—No fue por un simple celo —expresó Alberto—, era por salvar su nombre.

—¿Salvarlo de qué? —interrogó Karla.

—De la destrucción de su legado —agregó.

—¿Cuál legado? —intervino Manlio.

No entiendo por qué mató a su relevo si nunca tuvo un reconocimiento público. No le quitaron nada que la indiferencia no le hubiera arrebatado ya.

Y él tenía razón. Los estudios cinematográficos se toparon con que sus producciones no gozaban de muchos espectadores fuera de sus países de origen y para comercializar las películas las subtitularon desde la época del cine mudo, pero no contaban con el alto analfabetismo de las naciones del hemisferio sur, y fue en esos momentos que surgieron los actores de doblaje como el mecanismo para superar esa dificultad con hombres y mujeres que pusieran el acento tropical que conectara con estos auditorios deseosos de emocionarse con los relatos fotográficos secuenciados. Pero lo más cruel para estos actores es que durante varias décadas vivieron en el anonimato y casi nadie sabía quiénes eran los verdaderos artistas que transportaban con sus voces la comprensión de las aventuras que presenciaban los ardientes cinéfilos, debido a que ni siquiera se les incluía en los créditos cinematográficos.

—Te mintió —le dije.

Todos callaron y por mera coincidencia la rocola se apagó también. Un murmullo constante cubrió la atmósfera, proveniente de las conversaciones de los demás sedientos de licor.

—¿Qué dijiste? —me enfrentó Alirio.

—El doblaje —expuse— inició en los cuarenta para el cine, y para la televisión, una década después. El actor que contrató la Metro-Goldwyn-Mayer para hacer el doblaje de Gregory Peck fue el mexicano Carlos David Ortigosa, no tu fallecido paciente, Marcial.

—Eso es correcto —apuntó Alberto sin sorprenderse por mi revelación—, sólo que te recuerdo que no soy mexicano y que algunas productoras no solamente respetaron el acento de España o México para hacer sus doblajes sino que el de otros países del mundo también.

Abochornado reconocí que él estaba en lo cierto.

—Pero, aun así —intervino Manlio—, no entiendo por qué mató a su relevo si nunca tuvo un reconocimiento público. No le quitaron nada que la indiferencia no le hubiera arrebatado ya.

La música volvió a sonar pero no identifico a la cantante, dudo entre Rocío Dúrcal y Ana Gabriel, pero ella es la voz ronca, ¿verdad?

Luego Alberto se incorporó, pensé que por primera vez iría al baño cuando los demás ya iban por segunda vuelta, pero me equivoqué —otra vez—, y en lugar de eso extrajo de uno de sus bolsillos un papel doblado dentro de una bolsa plástica transparente.

—Dejó esta carta para su lectura pública y que luego se me entregara —se la pasó a Karla—. Léela, por favor.

—Y la carta —dijo con mejor tono que el mío— expone lo siguiente:

Estimado doctor:

A usted le parecerá poca cosa que un hombre se afane en defender, bajo mis circunstancias de asesino confeso, mi estado mental, pero es sumamente importante finalizar mis días y que todos sepan que sí asesiné y sí lo hice en el pleno uso de mis facultades mentales.

Ningún cargo será negado por el escribiente y no me importa tener la comprensión de los demás, ya que al exponer mi asunto lo hago con la firme convicción de preservar mi legado de actor de doblaje del artista norteamericano Gregory Peck, trabajo por el cual nunca fui reconocido, más allá de cancelarme monetariamente y suponer que me daba por satisfecho, por parte de la industria cinematográfica y por el estudio de doblaje al que vendí mis habilidades histriónicas.

De esta manera pongo fin a mi carrera e irónicamente a mi vida, aunque ya antes, al separarme de mi labor, la empresa me había condenado al ostracismo, lo que significó de igual manera la terminación de mis días.

Pero al descubrir que alguien más se haría cargo del doblaje de un intérprete de la estirpe de Peck, un actorzuelo que carece de la formación dramática necesaria para realizar estos papeles y que con su trabajo mancharía mi trayectoria, opté por eliminarlo como se haría con una plaga que contamina nuestra casa.

Hasta aquí todo está bien. Pero luego mi familia y mi abogado, en un intento por desnaturalizar mi acto, deciden contra mi voluntad presentarme por un loco y jamás acepté ni aceptaría tal mote, debido a que al hacerlo rebajaría el nivel de mi empresa, aunque la vida se me fuera en ello.

Hoy el mundo descubrirá al hombre que se metió con su voz en sus hogares a contarles los dramas y las tragedias que viven los actores que interpretan los personajes y a gritarles que existen muchos como yo, hombres, mujeres, niños y ancianos que prestan su voz a esos extranjeros para entretener a nuestro público, ignorados en nuestro talento y creatividad, minimizados por aquellos que los vemos de cuerpo entero en la pantalla.

Si moría como un loco, todo concluía, pero al hacerlo de manera consciente, lo hago para rescatar a los que hacen posible que los espectadores se identifiquen aún más con sus admiradas estrellas fílmicas. Y la próxima vez que vayan al cine y oigan las películas en su idioma, recuerden que uno de nosotros está allí.

Aquí mi voz

Marcial Torres.

Karla dobló nuevamente el papel, lo metió a la bolsa y se lo dio a Alberto.

—Luchaba por su nombre —dijo Alberto— y no puedo dejar de pensar que estuve a punto de echarle a perder su propósito, aunque para lograrlo tuvo que hacer cosas que posiblemente nadie haría.

Su última palabra me palpitaba en la memoria. ¿O sería el alcohol que estaba surtiendo efecto?, ¿qué haría para perpetuar mi nombre?

Claudia y Karla se levantaron al unísono, se despidieron y creí que habría una frase memorable por la conversación. Pero lo único que hicieron fue recordarnos que no olvidáramos pagar el plato de costillas ahumadas que despachamos a medio encuentro.

Alirio tomó la iniciativa en reconocer nuestro avanzado estado de ebriedad y que era necesario cancelar el consumo. Alberto nos confesó que no portaba ni un centavo. Manlio me miró sorprendido y entre dientes le exclamó que no se preocupara, que hoy sus amigos nos haríamos cargo. Juntamos el contenido de nuestros bolsillos y con centavos pudimos sacar apenas el transporte en los camiones públicos.

Empezamos a caminar para ubicarnos en las paradas de los transportes que nos llevarían a casa, bajo una luna en tajada, y nos despedimos de Alberto, luego de avanzar unos cien metros.

—Nos fregó el extranjero —dijo Alirio.

—¿Y vos le creíste toda esa historia de alma purgada? —preguntó Manlio.

—Pues parecía creíble —agregué.

—Creo —intervino Alirio— que todo eso fue una soberana tomadura de pelo y que nos quiso ver la cara.

—El muy maldito —volvió Manlio— se salió con la suya.

—Logró su propósito —dije.

—¿De qué hablas? —me enfrentó Manlio.

—Hablo de que perpetuó su nombre en nosotros; no nos olvidaremos con facilidad de Alberto después de este día, amigos.

Y nos paramos asustados a repensar lo que había ocurrido, pero fue imposible concentrarnos y extraer una moraleja, por culpa de nuestras vejigas y las cervezas que nos dieron ganas de orinar.

Luis Alfredo Castellanos
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