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Siberia

sábado 21 de abril de 2018
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Me alegró ver aparecer un minibús. Era tarde y llevaba media hora caminando por ese barrio gris y desolado, esperando que algo me acercara al centro, sin otra compañía que un perro negro que había preferido seguirme —vaya uno a saber por qué— a seguir escarbando desperdicios en un improvisado basural.

Subí al vuelo, sin preocuparme mucho por el aspecto desastroso del pequeño vehículo. Al final, no importaba que le faltaran los faros delanteros o que sucios retazos de plástico cubrieran varias de sus ventanillas. Me bastaba con llegar pronto a casa, no demasiado congelado, de preferencia.

Al acomodarme en el único asiento libre, alcancé a escuchar las últimas notas de una canción y un par de versos, particularmente dramáticos: “tomaré hasta morir, tomaré hasta morir”. Maldije en mi interior la patológica inclinación de los choferes por la música chicha, la radio oficialista y los programas deportivos.

Nada que hacer. No encontré ninguna palabra, ni razón alguna para atravesar la distancia que nos separaba.

Estaba por reclamar cuando una nueva estridencia estalló a mi lado. Era la misma melodía empalagosa que volvía a la carga: una salva de sintetizadores y una voz femenina, sorprendentemente dulce en medio del ruido. A centímetros de mí, un borrachito balbuceaba la letra, aferrado a una suerte de aparato que vomitaba la canción a todo volumen. “Amigo, sírvame una copa, una copa llena…”, repetía mi incómodo compañero, haciendo eco a la cantante (años después, cuando ya no importaba, supe que la voz pertenecía a Yarita Lizeth, inmensa estrella popular).

El tipo parecía inofensivo. De escasa estatura, un traje demasiado grande lo empequeñecía aún más. El traje era negro, por cierto, y a pesar de su aspecto descuidado y raído, todavía transmitía algo de elegancia, como un eco lejano de mejores tiempos. En cuanto a su edad, no pude determinarla, pues su voz resultaba mucho más joven que el rostro, extrañamente marchito.

Pensé en la manera más eficaz y discreta de callar a mi pesado acompañante. ¿Convencerlo de que había llegado a su destino? ¿Quitarle el maldito aparato? ¿Zarandearlo un poco? Me detuvo cierto temor a ganarme los reproches de los otros pasajeros, que permanecían silenciosos en la penumbra, impasibles frente al escándalo.

Fue entonces que vi sus lágrimas. Llorando, su voz pastosa se había convertido en un susurro imperceptible: “él ha despreciado todo mi cariño y se fue con la otra”. ¿Qué se dice a un hombre que llora? No lo sé, nunca lo supe. Desconcertado, sólo atiné a mirar a otro lado. Afuera, todo parecía congelado. La quietud de la ciudad que duerme.

Mi inesperado acompañante pasó la canción cuatro, cinco veces, interrumpiendo su canto de vez en cuando con algún sollozo… “Ya no me interesa lo que diga la gente, si ando borracha es por su amor”… Me sorprendí imaginando palabras de consuelo o gestos de simpatía. ¿Qué me sucedía?

Nada que hacer. No encontré ninguna palabra, ni razón alguna para atravesar la distancia que nos separaba. Este ocasional compañero estaba a mi lado, pero daba igual, era como si estuviera en medio de Siberia, viajero solitario en una estepa infinita.

Bajé en el centro, vacío y glacial a aquella hora. Los otros pasajeros mantenían la misma expresión distante y un terco silencio. En la calle, un par de indigentes gritaban cosas sin sentido.

Aún pude escuchar, apagado por la distancia, el verso final. Sonaba como una promesa: “tomaré hasta morir, tomaré hasta morir”…

Ernesto Bascopé Guzmán
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