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La prueba

sábado 12 de mayo de 2018
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Al despertar aquella mañana, Pedro no sintió nada especial. La misma pereza tristona de siempre, el mismo deseo de permanecer echado en la cama, la misma apatía contra la que luchaba cada día al despertar. Fue al abrir los ojos cuando advirtió que algo había cambiado. No las cosas de su dormitorio, que seguían siendo las mismas y seguían estando donde siempre, ni la sucia luz azulada del amanecer que cada mañana se colaba por las rendijas de su persiana rota. Era el modo de percibirlas. Las veía más grandes, y a la vez más lejanas. La propia almohada, sobre la que se encontraba, se extendía frente a él como una ondulante montaña blanca sobre la que se alzaba el pardo desfiladero vertical del cabecero de contrachapado. En el lado opuesto, en cambio, la almohada se hundía en un brusco precipicio hasta la llanura salpicada de pliegues de la sábana que se extendía hasta hundirse bajo la retorcida montaña que formaba el edredón. Fuera de la singular meseta que formaba la cama, a la que se unía la mesilla de noche como un apéndice, más allá de los abismos que la rodeaban, se alzaban las imponentes paredes verticales de las que pendían estantes llenos de libros, fotos y otros objetos. Lejos, muy lejos y muy grande, sobresaliendo sobre la cresta retorcida del edredón, se alzaba hacia los pies de la cama el viejo armario que guardaba su ropa. Era un espectáculo grandioso y aterrador.

¿Cómo podía haber llegado a pensar que esa repentina transformación podía ser algo positivo? Era un castigo, sin duda, un castigo por no hacer lo suficiente por ser hombre.

Intentó estirar los brazos, extenderlos hacia ese espacio dilatado en el que parecía empequeñecido. Pero al hacerlo era como si todo su cuerpo se estirase, como si algo empujase desde dentro todos sus músculos y toda su carne sin que el movimiento se concentrase en un punto determinado de su anatomía. Bajó la mirada hacia su cuerpo y lo que vio le repugnó. Sobre una viscosa sucesión de anillos carnosos y blanquecinos, se alzaban dos filas paralelas de diminutas patitas a las que el movimiento ondulante de su alargado cuerpo hacía elevarse y descender como si flotasen sobre pequeñas olas sólidas de carne viscosa.

No le hizo falta pensar mucho. “Me he convertido en un bicho”, concluyó, más sorprendido que asqueado. Lo primero que se le pasó por la mente fueron las ventajas que su nueva situación le reportaba. A decir verdad, nunca se había sentido a gusto con su forma humana. De algún modo no se correspondía con su verdadero ser, al menos con eso que él había experimentado como su verdadero ser. Era algo que había sufrido desde pequeño, en la escuela, cuando los profesores hablaban a sus alumnos de las cosas que deberían hacer para ser hombres, estudiar, esforzarse, asumir responsabilidades, tener ambiciones. A Pedro, el esfuerzo, la responsabilidad, el llegar a ser algo en la vida le agobiaba y, en el fondo, no le encontraba sentido. Quizás, en el fondo, siempre había sido un bicho, un bicho nacido con forma de hombre y obligado a ser un hombre, pero bicho al fin, bicho que sólo desea un lugar escondido en el que meterse y vivir. Tal vez, a fuerza de desearlo, a fuerza de aborrecer esa vida con forma de hombre que se veía obligado a llevar, la vida de un joven que se veía obligado a vagar de un lado a otro en busca de cualquier trabajo y que últimamente lo había conseguido como teleoperador, ganando lo suficiente como para malvivir en un piso alquilado con un par de compañeros de trabajo, la naturaleza, el destino, Dios o lo que fuese había decidido enmendar su error y darle la forma que verdaderamente le correspondía.

Sin embargo, esta complacencia no duró mucho. Enseguida se sintió dominado por una sensación que conocía demasiado bien, el remordimiento que se apoderaba de él cada vez que pensaba en abandonar algo en lo que se había metido por intentar ser un hombre con responsabilidades y ambiciones. ¿Cómo podía haber llegado a pensar que esa repentina transformación podía ser algo positivo? Era un castigo, sin duda, un castigo por no hacer lo suficiente por ser hombre, por no esforzarse en creer lo que los hombres creen y buscar lo que los hombres buscan, por empeñarse en ser otra cosa distinta a la que le había tocado ser. Sí, un castigo… o quizás una prueba, una prueba para demostrar a los demás y demostrarse a sí mismo que era un hombre capaz de asumir responsabilidades y ganarse un futuro, un hombre como los demás.

Un brusco estrépito interrumpió sus reflexiones. Alguien, alguno de sus dos compañeros de piso y de trabajo, había golpeado la puerta. Debía ser ya muy tarde, la hora de salir para el trabajo. Pedro se alarmó. Su reacción instintiva fue levantarse corriendo para empezar a vestirse, pero al intentar mover su estirado cuerpo de bicho empezó a rodar por la pendiente de la almohada y cayó con suavidad hasta la sábana. Entonces fue consciente de todas las dificultades de orden práctico que su nueva forma planteaba. Se dijo entonces que bajo esa forma no era posible ser un hombre, que lo mejor era abandonarse a la nueva vida que se abría frente a él, hasta que de nuevo el viejo remordimiento familiar saltó en su conciencia como un resorte para decirle: “Tú te lo has ganado, tú y tu falta de ganas de ser un hombre… Ahora tendrás que ganarte tu forma de hombre comportándote como un hombre”. Y eso sólo podía significar hacer frente a sus obligaciones y responsabilidades sin usar como excusa las desventajas de su nueva forma de bicho. Pensó en todas las dificultades que se abrían frente a él y consideró que la más importante y la que antes debía vencer era la de comunicarse con sus compañeros de piso. Era fundamental hacerles comprender que él seguía siendo el mismo de siempre, sólo que bajo una forma distinta, que todo se trataba de una prueba del destino que debía superar para volver a recuperar su antigua forma de hombre. Intentó hablar, pero del diminuto agujero que parecía su boca no escapó ningún sonido. Debería recurrir a los gestos.

Empezó a arrastrarse por la sábana hasta el borde de la cama más cercano a la puerta de su habitación. Observó con horror el alto precipicio que lo separaba del felpudo en el que cada mañana, al levantarse, apoyaba sus pies. Dudó un instante, pero su ansiedad por salvar la situación fue más fuerte que su miedo y se lanzó al vacío. Cayó blandamente en el lanoso felpudo sin sentir el más mínimo daño. En ese momento la puerta se abrió de golpe y una descomunal figura de hombre apareció bajo el dintel. Era Marcos, uno de sus compañeros, un joven de veinticuatro años, alto y delgado. Desde el hiperbólico contrapicado desde el que Pedro lo observaba, había adquirido un aspecto amenazador y grotesco. Estaba ya vestido con zapatillas deportivas, uno de sus habituales pantalones vaqueros y una camiseta verde de mangas cortas. Los duros rasgos de su huesudo rostro permanecieron serios y quietos mientras sus pequeños ojos negros miraban la cama desecha y vacía. Después, lentamente, se pasearon por la habitación mientras murmuraba:

—Pero qué cojones…

Sanchís se alzó de hombros y se detuvo junto a la cama, con uno de sus viejos zapatos náuticos pisando el felpudo, a punto de aplastar a Pedro.

Se dio la vuelta y desapareció por el pasillo llamando a voces a Sanchís, su otro compañero. Sus pesados pasos de gordo precedieron a su aparición en la puerta, aún más colosal que Marcos a causa de su hinchado torso que las amplias camisas sueltas de colores claros que vestía acentuaban aún más. En su cara blanda y redonda se dibujó una tensa sonrisa de estupor. Entró en la habitación despacio, temeroso, aunque haciendo temblar el suelo con sus pasos, mirando a todas partes con sus grandes ojos castaños. Se paseó por la habitación con cara de sorpresa mientras Marcos lo observaba desde la puerta.

—Se ha ido —sentenció Sanchís.

—Dónde coño va a ir en plena noche… sin decir nada.

Sanchís se alzó de hombros y se detuvo junto a la cama, con uno de sus viejos zapatos náuticos pisando el felpudo, a punto de aplastar a Pedro, cuyo color blanco le permitía camuflarse entre los mechones del mismo color.

—Tendría algún plan.

—Plan… qué plan va a tener este.

—Pues tú me dirás… la gente no se disuelve en el aire.

Sanchís giraba su orondo torso mirando a un lado y a otro de la habitación, haciendo bailar los bajos de su suelta camisa blanca sobre sus pantalones azules. Se acercó hasta la mesilla de noche y recogió el móvil de Pedro, comprobando que estaba apagado, lo que hizo saber a Marcos alzándose de hombros y arrugando la cara.

—Sea lo que sea tenemos que irnos, se nos hace tarde —interrumpió Marcos.

—Pero… habrá que avisar a la policía o decírselo a alguien.

—Es mayorcito para hacer lo que le salga de los huevos.

Sanchís fue hasta el armario y lo abrió, parecía nervioso.

—Tiene aquí toda su ropa… y todas sus cosas están aquí.

—Él es raro… vete a saber lo que se le ha metido en la cabeza. Tenemos que irnos, si cuando volvamos esta tarde seguimos sin saber nada llamamos a la policía.

Sanchís volvió junto a la cama, a punto de nuevo de pisar a Pedro, mirando nervioso a todos lados, aunque sin bajar la vista al suelo.

—¿Tú no has escuchado nada esta noche? —le preguntó a Marcos, con un ligero temblor en la voz.

—Yo caigo muerto en la cama, tú eres el del insomnio.

—No he escuchado nada… nada raro… y mira que apenas habré dormido un par de horas…

A pesar de su cerebro de bicho, Pedro fue capaz de pensar con rapidez. Sus compañeros estaban a punto de irse al trabajo. No había tiempo para intentar comunicarse con ellos. La única forma de cumplir con sus obligaciones de hombre era hacerse llevar por ellos al trabajo. Una vez en la oficina ya se le ocurriría algo para hacerse entender. Concibió entonces un plan, esconderse entre los calcetines y el bajo del pantalón de Sanchís. Comenzó a arrastrase entre los lanudos mechones del felpudo, lo que consiguió con más rapidez de la esperada gracias a sus numerosas patitas. Escaló sin dificultad el empeine del zapato derecho y se coló por la estrecha abertura que lo separaba del borde del pantalón. Al llegar al calcetín negro tuvo la prudencia de no hundir demasiado sus patas entre los hilos para no tocar la sensible carne del tobillo. Después se enroscó para poder sacar ligeramente la cabeza por el borde del pantalón. Sanchís no se había dado cuenta de nada.

Marcos y Sanchís salieron del piso y bajaron las escaleras de su bloque de viviendas. Pedro se aferró al calcetín para evitar caerse con las violentas sacudidas del movimiento. Mientras caminaban hablaban de su desaparición, sólo que la extraordinaria sonoridad que había adquirido todo a su alrededor le impedía a Pedro seguir la conversación en detalle.

El autobús llegó y Pedro volvió a esconder la cabeza bajo el pantalón. Decidió no asomarse durante el resto del viaje.

Salieron a la calle y empezaron a caminar deprisa por la acera. Debía ser tarde. Se detuvieron junto a la parada del autobús de la línea 36 al que subían todas las mañanas. Les tocó esperar. Pedro asomó ligeramente la cabeza. Aquel mundo anodino y familiar de asfalto, casas, gente y tráfico se le apareció de repente inmenso y al revés, hasta el punto de sufrir un leve mareo. Al mirar hacia abajo observó que Sanchís había apoyado su zapato en el borde de piedra de un terroso alcorque sobre el que se alzaba el grisáceo tronco de un árbol delgado y enfermizo. La visión de la tierra negra y húmeda por las lluvias recientes, despertó en él un intenso e incomprensible deseo de hundirse en ella. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para vencer la tentación. Algo dentro de él, lo mismo que cada mañana le quitaba las ganas de levantarse, le decía: “Ahí tienes lo que llevabas toda la vida esperando, un agujero en el que esconderte y no volver a ser un hombre nunca más”. Pero otra voz, más fuerte e imperativa, le contestaba: “Cállate de una vez, por tu culpa estamos así, convertidos en bicho… debes superar esta prueba y todas sus tentaciones… tienes que llegar al trabajo y hacerte cargo de tus responsabilidades como un hombre… no hay excusas, ninguna excusa, ni siquiera la de que hayas perdido tu forma de hombre”.

El autobús llegó y Pedro volvió a esconder la cabeza bajo el pantalón. Decidió no asomarse durante el resto del viaje para evitar otras tentaciones. Desde su escondrijo sintió cómo sus compañeros hacían el mismo camino que, desde hacía cinco meses, él también hacía para llegar al trabajo, lo que implicaba coger dos autobuses y un metro. Después, casi a la carrera, los sintió llegar al edificio en el que estaban instaladas las oficinas. Cruzaron el portal y se metieron en el ascensor. En aquella quietud y silencio escuchaba el jadeo de Sanchís y el tarareo nervioso de Marcos, parecían animales asustados. El ascensor se abrió y echaron a correr por el pasillo. Llamaron a un timbre y algún tiempo después una puerta se abrió.

—Diez minutos tarde… ¿y Pedro? —Pedro reconoció la voz ronca y triste del encargado.

—No sabemos dónde está… —respondió Sanchís entre jadeos—, por eso hemos llegado tarde.

—Cómo que no sabéis dónde está.

—Pues que se ha ido, que esta mañana no estaba en el piso —respondió Marcos.

—Que se ha ido… vamos, que se ha largao sin decir nada…

—Ha dejado todas sus cosas en el piso, hasta el móvil —respondió ahora Sanchís.

Hubo un largo minuto de silencio.

—No sé… siempre ha sido un tío raro, en fin…

Entraron en la oficina. El histérico murmullo de decenas de voces sosteniendo conversaciones sin interlocutor le impidió a Pedro escuchar más.

Sanchís se sentó en su silla. El borde del pantalón ascendió sobre sus tobillos, dejando a la vista parte del estirado cuerpo de Pedro, aferrado a los calcetines negros. Desde su posición, Pedro pudo admirar con asombro el inverosímil aspecto que ofrecía el familiar pasillo de la oficina en la que trabajaba. Esa mañana, las estrechas celdas en que cada trabajador se aislaba con su ordenador y su auricular cubriéndole la cabeza formaba un inmenso desfiladero en el que sus compañeros, convertidos en gigantes, parecían titanes condenados a las ingeniosas humillaciones impuestas por dioses crueles y aburridos. Pero no pensó mucho en ello. Lo importante era hacerse comprender, hacerle saber al encargado que, a pesar de las excusas que le ofrecía su nueva forma, se las había arreglado para llegar al trabajo y cumplir con su deber. Seguro que entonces, cuando el encargado comprendiera lo que pasaba y reconociera el valor de lo que había hecho, recuperaría para siempre su forma de hombre. El problema era precisamente hacerse entender. En un primer momento pensó en intentar comunicarse con Sanchís, subir hasta la mesa escalando su cuerpo y una vez allí hacer algo capaz de hacer una persona, pero no un bicho, como escribir su nombre a ordenador. Sin embargo, pensándolo mejor, absorbido por su estresante trabajo, lo más probable es que su compañero no le diese ninguna oportunidad y que en cuanto sintiese a un repugnante bicho andando por su mesa lo aplastase sin contemplaciones. Al mirar de nuevo al pasillo y ver su mesa vacía, a unos diez metros de distancia, en el lado de enfrente, ideó un plan aún más audaz. Se arrastraría hasta su puesto de trabajo y trataría de encender el ordenador. Así sería imposible confundirle con un bicho. El problema en este caso era llegar hasta su mesa sin ser visto. Al menos un trecho del camino podría hacerlo ocultándose bajo las mesas, hasta llegar frente a la suya. Entonces debería cruzar el pasillo lo más rápidamente posible.

Bajó del tobillo de Sanchís sin que nadie se diera cuenta y moviendo su cuerpo anillado y sus patitas sobre las desgastadas baldosas del suelo, logró sin dificultad ejecutar la primera parte del plan. Se detuvo bajo la mesa de Carolina, cuyo torso ocultaba el escritorio, y que se había descalzado su sandalia derecha y agitaba nerviosa su pie desnudo mientras hablaba. Observó el pasillo. Estaba vacío y todos sus compañeros de trabajo concentrados en sus tareas. Sólo necesitaría un minuto o quizás menos para cruzarlo. Se decidió. Salió de su seguro escondite, pasó junto a la rosa sandalia abandonada de Carolina y llegó a la zona del pasillo iluminada por la blanca luz lechosa de las lámparas. Forzaba los poderosos músculos de su nueva anatomía para imprimir más velocidad a su desplazamiento. El tiempo se estiraba de una manera infame y, aunque debía avanzar deprisa, siempre parecía faltarle un trecho infinito. De pronto, un alarido rasgó el enloquecido murmullo de la oficina.

—¡Un bicho, un bicho!

Pedro no quiso mirar a ningún lado y siguió arrastrándose hasta su mesa. Sin embargo, el revuelo de sillas moviéndose, pasos y voces que le rodeaba le confirmó que le habían descubierto. Se detuvo, alzó su pequeña cabeza y la giró a su alrededor. Decenas de gigantes con un aire siniestramente familiar le rodeaban, mirándole con fascinación y asco.

—¡Pero qué pasa ahí! —gritó a lo lejos una voz ronca y airada. Algunos gigantes, asustados, se retiraron y volvieron a sus puestos, los demás siguieron mirándole y cuchicheando entre sí.

El encargado se inclinó un poco más, mirando atentamente el alargado cuerpo blancuzco de Pedro, cuyos anillos se agitaban impotentes y nerviosos.

Los sonoros pasos del encargado se acercaban. El círculo se abrió y su redonda cabeza agria asomó entre los demás gigantes. Sus estrechos ojos de tiburón brillaban furiosos e impacientes. Su frente se arrugaba en una expresión de ira apasionada. Sus cortos pelos grises se agitaban revueltos, como electrizados.

—Y esto qué coño es.

El encargado se inclinó un poco más, mirando atentamente el alargado cuerpo blancuzco de Pedro, cuyos anillos se agitaban impotentes y nerviosos. Pedro, consciente del peligro que le amenazaba, pensó en hacer una última tentativa y comenzó a avanzar hacia su mesa.

—Esa es la mesa de Pedro, ¿no? —preguntó el encargado.

Alguien contestó que sí. Pedro se detuvo, quizás…

—Qué curioso, el mismo día que desaparece aparece un bicho junto a su mesa.

—A lo mejor es él, se ha parado cuando ha escuchado su nombre —dijo alguien con una voz apagada y tímida, como si dudase en hacer su chiste, aunque hizo reír a unos cuantos.

Pedro intentó levantar su parte delantera e inclinarla hacia el lado del que procedía la voz.

—Y ahora qué hace…

—Pedro, Pedro, ¿eres Pedro? —era la misma voz, más firme y segura de su éxito. Las risas atronaron alrededor de Pedro.

—Ya está bien de perder el tiempo —cortó el encargado.

—¿Qué hacemos con Pedro? —preguntó otra voz, una voz temblorosa de mujer, y que más que en broma parecía hablar intuyendo lo que iba a suceder con el indefenso bicho que se agitaba en el suelo.

—Pues qué vamos a hacer.                                                                   

El encargado levantó su pie derecho sobre Pedro, haciéndolo caer con toda su fuerza contra el suelo y restregando la suela de sus zapatos contra la baldosa con una saña cansina y rabiosa. Al levantar el pie el bicho había quedado reducido a una repugnante masa informe y amarillenta en la que apenas se reconocían los restos de una diminuta cabeza y un montón de patitas rígidas dispersas.

Juan José Sánchez González
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