Nota del editor
Este relato del escritor Marcos Tarre Briceño —una de las más destacadas figuras de la narrativa negra en Venezuela— obtuvo mención publicación en la Semana Negra de Gijón en 2005, año en que se celebraba el centenario del equipo Real Sporting de Gijón, por lo que la temática del certamen giraba alrededor del fútbol.
El cielo brillaba, azul intenso. En alguna parte irradiaba el ardor del sol, las copas de los árboles daban vueltas, por debajo del giro de los pájaros y del planear suave de los grandes zamuros negros. Las aguas marrones del Caquetá le llegaban como un rumor a sus oídos, por debajo o por encima del agudo pitido… ¿Era el Caquetá? ¿O sería El Caguán? Contemplar el cielo y el vuelo de las aves le daba una gran paz, una tranquilidad que desconocía, pero que entendía, quizás deseaba. Sabía que estaba tumbado de espaldas, su cuerpo pegado a la tierra fresca, negra y húmeda, compenetrado a esa tierra, un poco aquí, otro poco allá… Sabía que se llamaba Juan Jairo, que tenía doce años, que en septiembre cumpliría trece y que Douglas, su hermano, lo mandaría a buscar. Pero, ¿en dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Cómo llegué acá? Intuía que esas respuestas eran fundamentales, necesarias para comprender… ¿Comprender qué? No podía recordar… No quería recordar. Sólo la frase le vino a la mente. Los pelados… Los pelados… Tampoco lograba reconstruir la bendita frase… Se la habían repetido tantas veces que ahora no recordaba. Pero sí cantaba en su cabeza la voz clara, calurosa de la madre, aun cuando lo regañaba. ¡Juan Jairo, pon atención a lo que haces! Pero no poder recomponer la voz autoritaria le preocupaba vagamente en estos momentos. Sabía que antes sí que era importante, pero ahora no… ¿Por qué ahora no? Quizás ya no era tan grave, porque Douglas, en unos pocos meses, lo mandaría a buscar. Tuvo la duda si Douglas de verdad lo buscaría. Se lo prometió, le dio su palabra. Unas lágrimas afloraron. Instintivamente trató de reprimirlas, recordó que no debía llorar, pero enseguida entendió que más nadie estaba por ahí para verlo, acusarlo, reprimirlo o castigarlo, así que dejó salir sus lágrimas y le hizo bien, sacudió el pecho, la cara, las manos, mientras grandes lagrimones bajaban por sus mejillas. Se permitió llorar el tiempo que quiso, hacía tanto tiempo que quería llorar. La intensidad del sol lo obligaba a cerrar los ojos, pero cuando lo hacía, seguía percibiendo la claridad, acompañada de los gritos, las órdenes, los primeros terribles días, la mañana aquella, cuando su nuevo amigo Restrepo se atrevió a protestar, y el comandante, sin mediar palabra, se sacó la nueve milímetros de la funda y le pegó un tiro en la frente. Y luego les ordenaron enterrarlo, eso sí, sin llorar, porque ¡los hombres no lloran, carajo! Recordó que en ese momento, mientras Mikel y él arrastraban a Restrepo a la rudimentaria fosa excavada, pensó, recordó tanto a mamá, le hacía tanta falta, sobre todo que le leyera y releyera, una y otras vez, las cartas, ya arrugadas de tanto manoseo, de Douglas, cuidadosamente guardadas cada una en su sobre. Se llevó la mano a la cara para limpiarse la nariz, y se extrañó al descubrir la camisa verde oliva, de mangas largas, sucia, desgastada, en vez de sus cómodas franelas… ¿Por qué estoy vestido así? Trató de recordar… el gran fogonazo blanco, el vacío… Ocurrió un gran destello, eso sí lo sabía. ¡Juan Jairo, concéntrate, pon atención, por el amor de Dios! Recordaba perfectamente la voz de su madre, sus cinco sentidos le decían que estaba cómodamente echado en la tierra blanda, sentía los grumos de barro endurecido entre sus dedos, veía el cielo y los árboles, ahora más tranquilos, olía la tierra removida, olía a vegetación, a paja seca, a hierba cortada, a todos esos olores que conocía tanto, aunque no podía negar que también reconocía otros olores en el aire, fuertes, artificiales; hasta tenía ese sabor amargo y cálido en la boca, en los labios; se escuchaba respirar y botar el aire, con fuerza, sabía que su pecho subía y bajaba; que se llamaba Juan Jairo, que tenía doce años, que pronto su hermano Douglas le mandaría el pasaje. Cuando la madre le leía las cartas cerraba los ojos, fruncía el ceño y se concentraba. En esos momentos ella nunca tuvo que regañarlo o llamarle la atención. Es una ciudad grande y limpia, con un puerto, hacia el mar, que es inmenso, por todas partes hay esculturas raras, plazas y museos. Aquí también celebran la fiesta de san Juan. En el trabajo me va bien, ya metí mis papeles para regularizar mi situación. Me dijeron que eso ahora tarda poco, también estoy ahorrando para el pasaje de Jairito… La frase que no quería oír volvió a su mente. Los pelados van primero… Los pelados van primero… La Voz le recordó las interminables faenas, las marchas, los ejercicios, cavar letrinas, los servicios, las guardias, los maltratos, las humillaciones, los insultos, contemplar de lejos los fusiles de asalto, sin tocarlos… Los pelados tienen que ganarse el derecho a usar armas… Los pelados van primero… No quiso seguir escuchando. Abrió y cerró los ojos. En el fondo de sí sabía que no podía quedarse indefinidamente tirado ahí en la tierra. Pero estaba tan tranquilo, se sentía tan cansado… ¿A quién le importaría si se quedaba un poquito más? Total, hasta el propio comandante le dio permiso, bueno, no se lo dijo directamente… Pero no dejaba de sentir una natural curiosidad por saber, entender, ¿qué hago aquí? ¿por qué escucho todas esas voces? ¿por qué tantas imágenes cruzan por mis ojos? ¿Estoy despierto o soñando? ¿Por qué me siento así, como raro? Esas voces… Sólo quiero oír a mamá. Más ninguna… Creo que ya ni me recuerdo bien de la voz de Douglas… Sólo mamá… Y la escuchó, revivió sus terribles gritos, sus desgarradoras súplicas cuando vinieron los farrucos preguntando por Douglas. Está en Europa, contestó ella, retorciendo las manos contra el pecho. ¿Cómo así? Preguntó el jefe de escuadra… Está en Europa desde hace meses, trabajando allá, patrón. El hombre soltó una risa mala cuando lo agarró por el brazo. Venía por el mayor… Será que entonces nos llevamos al pelado, mi doña… Sentía el apretón de la mano en su antebrazo, agarrado firmemente y una inmensa pena por los ruegos de la madre, arrodillada frente al jefe de escuadra. Pero esa no era precisamente la voz de su madre que deseaba escuchar, así que lo dejó y prefirió volver a su investigación… ¿Qué hago aquí? ¿En dónde estoy? Responder esta última pregunta era sencillo. Todo le indicaba que estaba en el campo, que conocía bien, que le era familiar, aunque sabía que estaba lejos del conuco y del rancho, pero este sitio era muy parecido… Pero eso le llevaba entonces a la primera pregunta. Nunca antes, en la huerta, en el sembrado de yuca, se había tirado así, de tal modo, sobre la tierra. Sí, claro que hubo muchos episodios, secándose al sol después de bañarse en el río, pescando sobre las rocas, parando los pelotazos de Douglas en la improvisada arquería, acechando conejos con su honda o cuando trataban de hacer muros de tierra para desviar la crecida del río. Pero no recordaba, no había sentido tal compenetración con la tierra, formar parte de la misma tierra, como ahora. Tengo que conseguir respuestas… Se llevó la mano derecha a la cabeza y vio de nuevo la tela verde oliva. Sí, es como el uniforme del comandante, claro que el suyo es más nuevo, el verde es más intenso, pero es el mismo… Entonces estoy uniformado… ¿Será sólo la camisa? Trató de mirarse el cuerpo. Subiendo un poco la cabeza logró verse un pie descalzo, la vieja bota de goma, a dos metros, y el pantalón verde oliva también… Estoy uniformado. Lo sabía, claro… Los pelados van siempre primero. Eso lo situó en una realidad que prefirió evitar, aunque fuera por unos segundos. Evocó con perfecta claridad la voz de la madre, leyendo la carta, el párrafo especial que Douglas le dedicó. En el Parque de Isabel La Católica está el estadio de fútbol. Se llama El Molinón, es precioso, grande, muy moderno, con gradas rojas y blancas, como la bandera del Perú, porque así es el uniforme del equipo, de rayas rojas y blancas. El equipo de aquí se llama el Real Sporting de Gijón, es de segunda división, pero tiene una escuela de fútbol. Pondré a Jairito en clases, para que se perfeccione… ¿Y quién sabe, hasta puede hacer carrera ahí? Me dijeron que en el equipo hay argentinos y brasileros… Jairito podrá ser el primer colombiano y ganar muchos pesos. Desde que se fue con los farrucos no jugó con la pelota, no más fútbol. Las estrictas reglas del frente se lo prohibían, hasta que hubiera probado su valor y fuera un combatiente… Los pelados no tenían derecho a jugar fútbol, los pelados no tenían ningún derecho… Los pelados van siempre primero porque son desechables, gritaba la Voz, no valen nada… Entendía que eso del uniforme y lo del Frente VII Jacobo Prias Alape, de la FARC-EP, era su realidad, como también lo era la madre, allá en Peña Colorada, y también Douglas, muy lejos, en Europa, a donde iría pronto en un enorme avión de Avianca, para estudiar, jugar fútbol y tener “oportunidades” como decía la madre… Eso, que te fueras a otra parte, le habría gustado a tu padre, decía ella… Muerto años atrás, según la madre, fugado con una mujercita de Florencia, según Douglas. Nada de eso importaba ahora. En esos momentos, a pesar de sentirse cansado, débil, con algo de sed y la sensación rara de que su cuerpo no le pertenecía del todo, lo único que contaba es que podía quedarse un rato más ahí, en la tierra, con el visto bueno de todos. Después del gran chispazo blanco, al rato, cuando abrió los ojos, miró desde abajo el cuerpo y la cara del comandante, allá arriba. Percibió la intención de un combatiente de agacharse a su lado y el gesto del comandante, su orden tajante. Déjalo, no vale la pena. Sintió un alivio que lo dejaran en paz, que el comandante no le gritara, que pudiera cerrar los ojos. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que llegaron los otros uniformados. El tiempo, la verdad, no le importaba mucho en estos momentos. Eran tres, muchachos, muy jóvenes, muy nerviosos, con grandes cascos, correajes, uniformes camuflados y el Galil reglamentario del Ejército en las manos. Se le acercaron prudentemente. Uno tuvo uno horcajada, como si fuera a vomitar, y se alejó. Los otros dos lo rodearon, asustados, mirando, con los fusiles apuntando hacia él. Uno le acercó el cañón a la cabeza. El otro comentó. No desperdicies munición. Estuvieron unos segundos más en su campo de visión y se alejaron. Eran tan parecidos a él, tan parecidos a Douglas… Hubieran podido montar una partida de fútbol. Pero se fueron, lo dejaron solo y tranquilo sobre esa tierra que sentía tan propia, sobre ese barro que era como una cálida masa que lo cobijaba y acunaba. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que se fueron los muchachos de uniforme camuflado? Se debatía entre su energía y vitalidad, que lo impulsaban a levantarse, correr, curiosear, hacerse preguntas, buscar agua fresca para beber y limpiarse, algo para comer, dejar todo y regresar con la madre, aunque mil veces la Voz les advertía que la deserción se pagaba con la muerte; o quedarse tranquilamente ahí, esperando, en armonía con ese cansancio tan grande que sentía, esas ganas de dormir, de dejarse ir. Estaba claro que todo terminaría cuando decidiera entender, cuando aceptara lo que sabía inevitable, cuando de nuevo la Voz, con su desagradable tono mandón y autoritario, repetía una y otra vez los pelados van siempre primero en las patrullas por si la plaga nos tira una emboscada. Los pelados van siempre primero en las marchas por si hay quiebrapatas. Los pelados van primero… Hizo contacto consigo mismo, más allá de la tierra, y sintió que todo su pecho irradiaba dolor y se retiró como si hubiera tocado fuego. Se asustó y se alejó de esa terrible sensación. Pero no pudo evitar revivir el momento, horas o siglos antes, avanzando por la estrecha trocha, sudando, venciendo el miedo que paralizaba, empujados por los gritos del comandante, adelantados a la columna, cuando Mikel, Rosa Virginia y él dieron con los dispositivos explosivos. La primera explosión fue a su derecha, levantando tierra, chispas y humo. Atrás gritaron. ¡Quiebrapatas! ¡Minas, carajo! La segunda explosión convirtió a Mikel en un vapor rojizo. Atrás seguían gritando. ¡Al suelo, al suelo! ¡Son minas! Él fue la tercera explosión, el gran fogonazo blanco que lo hizo volar, mientras la metralla se incrustaba en su pecho, en su estómago, y su carne se desparramaba. Pero eso ocurrió antes… ¿Ocurrió realmente? ¿Cómo podía ser eso posible, si estaba tan bien, tan a gusto en esa tierra acogedora, sin gritos, órdenes, carreras, sin miedo..? Mamita, dime que no fue culpa mía, que yo sí puse atención… No mi vida, mi cielo, no fue culpa tuya… Ahora podía elevarse, despegarse con suavidad, su madre lo acunaba, acariciándole la cabeza, acurrucándolo en su regazo, y podía volar sin necesidad del avión e irse con Douglas, sin voltear a ver esa masa sanguinolenta que quedaba en el barro.
- La 45ª Feria del Libro de Buenos Aires o la dimensión global del libro - martes 30 de abril de 2019
- Los pelaos van primero - jueves 12 de julio de 2018
- La ola detenida, de Juan Carlos Méndez Guédez - sábado 11 de noviembre de 2017