Tenía varios pantalones que entregar este viernes. Algunos eran arreglos de altura y cortarles para crearles un nuevo ruedo, otros, ajustar la cintura en el área de la pretina debido a que eran más anchos de lo que serían sus portadores, y terminar de confeccionar el que usaría Pablo, mi amigo de colegio, de hacía ya unos veinte años. Pero llevaba casi una hora que no podía dar una puntada, debido a que la barra del prensatela a cada instante se desnivelaba porque el pin que usaba para adherirlo al cigüeñal interno lo tiraba a cada movimiento del pedal.
En momentos como este, se requiere de mucha fortaleza de no lanzar a la calle la máquina de coser y las telas, pero pensar que algunos ya me habían dado un adelanto considerable para hacerles el trabajo, y varios lo habían cancelado completo, servía de aliento para contenerme de semejante barbaridad.
Pero en serio, me estaba resultando difícil seguir con esta tarea. Y lo que menos uno desea en situaciones de este tipo es que los clientes lleguen y lo observen a uno con cara de leche agria o de chile Jalisco a presionar para que se les entregue su producto, eso sí es desesperante.
Otro elemento que me inquietó y temí que ocurriera es que más personas se presentaran a retirar sus encargos, y no quería mostrarme tan débil e inepto por no hacer funcionar un pedazo de hierro.
Por eso, cuando divisé que uno de ellos venía a paso presuroso, algo que podía hacer sin dificultad con sólo asomarme a la puerta balcón de la entrada, ventaja aparte de estar en esquina, lo que me servía para mirar de frente al norte, y de mi lado derecho al este, y en el opuesto al oeste, nada más que para ver al sur debía pasar la entrada y voltear atrás para ver los que se iban o se acercaban, me puse más tenso de lo que la circunstancia demandaba.
Él entró y no saludó, tomó asiento frente a mi faena de reparar la que me estaba arruinando el día, y me miró cómo esperando una oportunidad, la que no estaba dispuesto a concederle.
Seguí como si nada, valorando opciones de repuesto que suplieran la función que esta clavija no desempeñaba en la barra que pegaba la tela a la superficie de los dientes de la máquina, evitando que ésta se moviera al momento en que la aguja traspasaba la tela, sea para unir los lienzos o para reparar aquellas secciones que se encontraban deterioradas por roturas, desgastes, quemaduras, deshilados o perforados.
Otro elemento que me inquietó y temí que ocurriera es que más personas se presentaran a retirar sus encargos, y no quería mostrarme tan débil e inepto por no hacer funcionar un pedazo de hierro que me estaba interrumpiendo en mi labor, y consideré la idea de cerrar el taller y con ello evitar cualquier reclamo, pero para hacerlo debía echar al que ya estaba dentro cómodamente instalado con su mirada de halcón sobre cada uno de mis movimientos.
Voy a esperar a que se vaya y para ello, me dije, lo voy a desesperar con mi indiferencia, así como lo hacen conmigo en la oficina de correos cada vez que me avisan que debo retirar correspondencia de mi hermana en Italia, en que debo tomar un turno para tener oportunidad de hablar con el empleado, un hombre sin ningún interés por mis inquietudes y que me atiende como si mirara al vacío cuando me habla de las cartas terribles en su caligrafía que cada mes ponen en aprietos a los mejores traductores de extrañas escrituras similares a la de mi hermana, que lo único que hace es mandarme sus lindas fotos bajo la Torre de Pisa, o sus paseos con los gondoleros de Venecia y mojando sus rodillas a través de ventanas hundidas o sus recorridos en los exteriores del Vaticano, quejándose de que nunca alcanza los pases para el recorrido que ofrece la gendarmería.
—Ya no sigas —dijo con su voz extremadamente grave.
Hice a un lado su expresión y seguí en lo mío, pero la barra no aceptó sustitutos que coloqué como clavos y alambre para resolver lo del prensatela. Y terminé lanzando al suelo las piezas y destornilladores utilizados para mi maniobra.
—No debería hacerte caso —dije sudando.
—Yo no me refería a la máquina —dijo sonriendo—, me refería a mi pantalón. Que no continúes en su confección por el momento.
Me levanté extrañado porque Pablo había insistido en que se elaborara a la brevedad posible su vestuario y ahora el señor no quería más su pantalón.
—¡No tienes idea de la preocupación que he cargado por tu culpa! —dije molesto.
—Pues ahora tendrás que darme las gracias.
Hizo lo mismo que yo y se disponía a salir cuando recordé algo.
—¡Espera!, tú dijiste que necesitabas eso para completar un traje, pero, ¿para qué necesitabas usar traje si de lo que te ocupas en la hacienda de los Magaña es de su ganado?
Pablo regresó al asiento y me invitó a imitarlo.
—Era para una boda.
—Tú ya estás casado, tus hijos no terminan la escuela y tus amigos son los míos y no he oído algo de eso.
Pablo descansó su espalda en el respaldo de la silla y mostró una actitud de buscar algo con la mente.
—¿Sabías que volvió al pueblo Quevedo? —me preguntó.
—¿Quevedo? ¿El compañero del colegio, el del carro?
Pablo asintió.
Quevedo, Pablo, Vanesa, yo y otros más, estudiamos, por esas curiosidades de la vida, juntos desde el jardín de niños hasta terminar la secundaria.
—¿Cuándo?, ¿por qué no me dijiste?
—Él me pidió que no lo hiciera.
—Vaya amigo que resultaste ser, Pablo, más traidor que tu apóstol homónimo abandonando a los fariseos luego de perseguir a los cristianos.
Volvió a sonreír. Pablo era así, ante los agravios te devolvía una franca sonrisa que terminaba incomodando hasta el punto de querer disculparse por haberle maltratado (pero qué bueno que nunca lo hice).
—¿Y puedo saber por qué?
—¿Sabías que volvió Vanesa?
Quevedo, Pablo, Vanesa, yo y otros más, estudiamos, por esas curiosidades de la vida, juntos desde el jardín de niños hasta terminar la secundaria. Éramos muy unidos incluso con las familias de unos y otros, nos visitábamos en vacaciones, hacíamos excursiones a la playa, en fin, nunca faltaron los pretextos de las tareas de grupo o los juegos del equipo de nuestra sección de futbol y baloncesto para reunirnos. Pero crecimos y lo hicimos en algún momento de una manera hasta que es común en los amigos de disgustarse, nosotros lo llevamos al nivel de pelearnos, pero lo superamos, o al menos eso creí hasta hoy.
—¿Y por qué debía saberlo si te lo habían prohibido contármelo? ¿O no?
—Cierto, precisamente, por esa actitud.
—Tú ya lo superaste y me has dado prueba suficiente de ello y yo nunca dudé de ellos, Pablo, pero vienes a contarme que ellos han llegado al pueblo y sus excelencias no quieren que me enterara, digo es para… ¡un momento! ¿Por qué los dos? ¿Acaso están juntos?
Pablo me miró y en su silencio entendí la respuesta.
En el último año del bachillerato, Pablo, Quevedo y yo nos enemistamos al punto de casi liarnos a golpes, pero quien ayudó a reconciliarnos fue Pablo; desde entonces, tengo una profunda deuda no reconocida con él (y lo hago para no darle alas de que es un gran amigo, porque a veces no lo es).
Y todo fue por culpa de Vanesa.
Sí, por ella.
Una trigueña de rostro ovalado y nariz aguileña, pómulos apenas pronunciados y una cabellera esponjada a ras de cuello, sin desdeñar sus labios carnosos y pestañas que, con abrirse, casi te picaban el rostro, y de su cuerpo de bailarina de ballet, los tres nos prendamos un día y le declaramos nuestro amor, ignorando que el otro se nos había adelantado o estaba pendiente aún de realizarlo. Al final, Vanesa creyó que le estábamos tomando el pelo y no aceptó a ninguno, y para cólera mía por la traición de mis grandes amigos, le reclamé a Pablo, quien en el acto se disculpó por su atrevimiento, pero que a él también le gustaba la susodicha, y en cuanto a Quevedo, casi le rompo el alma, porque él me quitó la oportunidad de tener su cariño, porque estaba enamorado como burro de atar por ella…
—¿…puedes hacerlo? —escuché la parte final de su pregunta.
—Espera, ¿hacer qué?
—¿Que no escuchas lo que te digo, hombre?
—¡Oye —contesté—, si vas a molestarte porque deseo una repetición, el que está mal eres tú!
Pablo volvió con su sonrisa que a veces me la creía pariente del sarcasmo, y sin contrariarse lo dijo:
—Si puedes hablar con Quevedo.
—¿Visitar a su excelencia, después que no quería que me enterara de su compromiso?
Él asintió.
—¿Y qué voy a ganar con ello?
Él se encogió de hombros.
—Él lo pidió.
—¿Y por qué no puedo visitarla a ella también? —cuestioné.
—Si te quedan ánimos, cierto, ¿por qué no?
—A lo mejor será porque lo prohíbes.
Se puso en pie y recogió el tiradero que hice, lo puso en el mueble de la máquina y se despidió con un ademán.
—Pareciera que vas triste —y lo detuve con mi frase.
El tiempo estaba burlándose de mí y aún no me decía el motivo de verme. Pensé que se trataba de buscar algún consejo o de ofrecerme una disculpa por no invitarme a su boda.
—Triste, pero por ellos. Ambos viven con las familias que les conocimos de jóvenes, ya es tiempo de dejar en paz a los padres, ¿no lo crees?, por eso la naturaleza hace crecer a los hijos, no para que se queden fregándolos toda la vida.
Y se marchó.
Volví a lo mío y cómo si esperase un milagro, repetí lo que ya había hecho para reparar mi herramienta de trabajo, pero como era de esperarse, no funcionó, mientras miraba impotente el ingreso de dos sujetos a reclamar sus prendas previamente canceladas en su totalidad, ¡fastidio!
Era hora de cumplir con las cuestiones sociales.
La casa de Quevedo no distaba de un kilómetro del parque central, y de éste me hallaba a quinientos metros al sur, por lo que decidí caminar a la salida del taller. La vivienda estaba junto a la calle de los Próceres de la Independencia, separada por una verja que protegía unos geranios y claveles, y claro, la entrada de madera de caoba que daba un toque distintivo con su fachada de lajas de terracota.
Toqué y en el acto estaba su madre, una señora simpatiquísima de pelo blanco recogido por una diadema, haciéndome pasar a encontrarme con mi llamante.
Los saludos de rigor y los temas inevitables de los antiguos compañeros salieron con mucha naturalidad. Pero el tiempo estaba burlándose de mí y aún no me decía el motivo de verme. Pensé que se trataba de buscar algún consejo o de ofrecerme una disculpa por no invitarme a su boda.
—Es cierto —dijo a mi interés por aclarar mi visita—, disculpa. Lo que ocurre es que mañana salgo de viaje…
—…no tenías por qué despedirte de mí —interrumpí para ser gracioso.
Me miró de una forma en que mi chiste le pareció incomprensible. Y para superar el momento incómodo agregué:
—¿Decías?
—Sí, eh, ¿aún eres sastre?
—¿No te lo dijo Pablo?
—Sí, precisamente, por eso le pedí que te avisara que quería verte.
—Pues, heme aquí (seguro quiere que le arregle ropa, ¡que se vaya al diablo! También los sastres tenemos dignidad y porque venga de otro país no me va a humillar, no señor, los sastres somos gente de respeto).
Me dejó unos momentos en el jardín interno de la casa y luego volvió cargando un bulto en sus manos, lo puso en la mesa en la que teníamos las naranjadas y lo descubrió. Era una máquina de coser de esas modernas, eléctrica, con diferentes puntadas y velocidades, con funciones de pegar botones, ojales, bordados, sujetadora de orillas, ruedos invisibles y luz incorporada para trabajos nocturnos, ¡era un lujo de herramienta! (¿me la regalará?).
—¿Qué te parece?
—Muy pocas he visto en estas condiciones, Quevedo, y…
—Te la vendo.
Parece que él interpretó equivocadamente mi reacción de frustración y la entendió como confusión.
—Es en serio, te la vendo —insistió—, la traje de allá y deseaba dársela a mamá pero ella no la quiere porque no puede hacer costuras y entonces me acordé de ti.
No pude menos que agradecerle el gesto de acordarse de mí y preguntarle el precio.
—Mil pesos y es tuya.
La máquina que me maravillaba escapaba a mis bajos ingresos, reunir esa cantidad significaría privarme por un año hasta de lo más elemental.
—Está muy bonita —dije—, pero en estos momentos no puedo asumir una inversión así.
¡Yo me arrepentí, me oyes, yo fui el que se arrepintió! ¡Y antes que me juzgues diré algo más: tú habrías hecho lo mismo!
—¿Sí? —preguntó extrañado—, ¡qué lástima! Me hubiera gustado que quedara en manos de un amigo.
—¿Amigos? —reclamé extrañado.
—Sí —dijo Quevedo—, y si es por no invitarte a la boda que dudas de mí, era porque temía que siguieras molesto, ya sabes, los tres le declaramos nuestro amor a ella y al final… Bueno, no quiero repetir la anécdota que casi nos lleva a los puñetazos con ustedes.
—Eso ya no me afecta —dije sin mucho convencimiento—, después de la graduación ya no supe de ella, nada más que se fue del país, igual que tú.
—Cierto, pero cada quien por su rumbo, y los dos en el extranjero volvimos a encontrarnos y bueno, con eso de que “donde hubo fuego…”.
Y la pregunta que me estaba guardando por fin salía sin mayores obstáculos.
—¿Pero ya no se van a casar?
—Sí, ya no, así que el asunto queda zanjado y ella queda libre.
—¿Ella se arrepintió?
Quevedo cambió las facciones de su rostro y una cólera oculta le partió la cara.
—¿Por qué habría ella de arrepentirse? —gritó—. ¡Yo me arrepentí, me oyes, yo fui el que se arrepintió! ¡Y antes que me juzgues diré algo más: tú habrías hecho lo mismo, aunque estuvieras derritiéndote de amor, aunque nunca más vuelvas a amar a nadie más en tu vida y signifique condenarse a no tener la compañía de una mujer en el mundo!
Francamente me sorprendió su respuesta y no tuve más remedio que levantarme de la silla e intentar despedirme.
—No quise molestarte, sabes… yo…
—¡Espera! —me detuvo— ¿no vas a preguntarme por qué?
—Es mejor así, no tengo derecho a saberlo.
—Da igual, siéntate.
Obedecí. Pero luego siguió otro lapso de silencio, casi tan largo como un arcoíris.
—¿Has visto películas XXX?
Él sabía que sí y, junto a Pablo, sobornábamos al de la taquilla para que nos permitiera ver esas cintas, debido a nuestra minoridad, y que solamente pasaban los viernes a las seis de la tarde en el cine del pueblo, porque el sábado en la mañana eran dobles de acción como las de karate, vaqueros o de guerra, mientras que el domingo era la matiné infantil con las de dibujos animados o las de Cantinflas, Capulina, Clavillaso o Tin Tan, y el resto de la semana quedaban los dramas, las de acción o las de terror, a las tres y cinco de la tarde y siete de la noche. Y sólo el viernes pasaban estas llamadas “sorpresivos” para adultos.
—¿Debo responderte o recordarte a Calígula, Emmanuelle, Nerón, Cleopatra, sigo?
Turbado se acomodó en la silla.
—Sí, es decir, ¿sigues viéndolas después de esos días?
Quevedo fue como un hermano junto a Pablo (de los que nunca tuve), pero después de tantos años no me iba a poner al día con mis vivencias y menos iba a sincerarme con alguien que no se parecía en nada a la madre Teresa de Calcuta.
—Una que otra vez, pero el trabajo y mi extraocupada vida solteril no me dejan.
—¿Y no la has visto en el cine, alguna vez?
—¿De qué o quién me hablas?
Quevedo se aproximó para evitar que su madre, que retiraba la ropa de los alambres, escuchara sus palabras.
—¡A Vanesa, tonto!
—¿En el cine? ¿A ella le gusta ver esas películas?
Me fui a dar una vuelta al cine, quién sabe, a lo mejor tenía cartelera Vanesa y luego le llevaría un ramo de rosas y le pediría un autógrafo.
Eso sí era sorprendente. Normalmente a las mujeres les molesta que uno mire abiertamente ese tipo de escenas, y que existiera alguna que no protestara por ello y de paso, las disfrutara también, pues, eso era sorprendente y hasta resultaba atractivo tener una cómplice, por si surgía el deseo de emular algunas de las situaciones vistas, en fin, ¿de qué se queja este hombre? Si Vanesa seguía conservando ese cuerpo torneado, sus senos puntiagudos y caderas resaltadas, y además era una de esas que gustaban de las XXX y éste la estaba dejando ir, el tonto no era yo, sin duda que lo era él y ni cuenta se estaba dando de lo que estaba dejando que se le escapara de las manos.
—¡Ella es la actriz! —dijo—, en el extranjero hizo carrera en varias de estas cintas.
La revelación me resultó de shock porque apenas pude dimensionar los alcances de su rol, y me dejé arrastrar por mis archivos neuronales acerca de esas películas en que sustituía a las protagónicas por Vanesa, pero Quevedo me sacó de ese ejercicio con su pregunta:
—¿Qué te parece?, sí, ¿nuestra Vanesa, actriz de cine adulto?, ¿lo creerías?
—Y por eso terminaron…
—¡Sí! —interrumpió—, ¿acaso, te parece poca cosa?
—¡No, claro, que no, es que es una actriz de esas y eso no se puede tomar a la ligera, hombre! —pero parecía que mi emoción revelaba otra cosa.
—Deberías ver sus películas, para que te sientas como yo, cómo la tocan, la toman, la someten y… suficiente, ya no más de eso para mí. ¡No podría con alguien así!
Iba a preguntarle por los títulos estelarizados, pero su madre, señora más que amable, se acercó a consultarme si me quedaría a cenar, pero me disculpé y opté por retirarme. Quevedo me acompañó a la puerta.
—Entonces, ya lo sabes, aquí queda —dijo.
Suponía que hablaba de Vanesa.
—Aquí estará la máquina, por si te animas, habla con mi madre para el negocio.
Se lo agradecí e intenté parecer muy sincero. Y como estaba cansado y con la máquina arruinada, me fui a dar una vuelta al cine, quién sabe, a lo mejor tenía cartelera Vanesa y luego le llevaría un ramo de rosas y le pediría un autógrafo. Porque no siempre se conoce una actriz y no tengo duda de que ella sea muy buena; después la invitaría a salir, y si puedo, le declaro mi afecto imperturbable de años. Porque recuerden, yo sí estoy enamorado de ella. Y por favor, no me juzguen, ¿acaso no harían ustedes lo mismo por volver al amor de su vida? Además, todo lo que ella hace en las películas es fingido, ¿cierto? Bueno, al final lo que importa es el amor y lo que ella haga en esas escenas me debe tener siempre sin cuidado, ya que es su trabajo y ella siempre fue muy responsable con el suyo, porque trabajo es trabajo, ¿o no?
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