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El silencio de Helena

viernes 7 de septiembre de 2018
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El silencio era hostil, casi perfecto.
Jorge Luis Borges.

Silenciosa, Helena hilaba en la rueca con los ojos puestos en el huso y la mente en la lejana Lacedemonia donde vivió con su primer esposo, el de la rubia cabeza, el Atreida Menelao, de quien había huido con uno de los hijos de Príamo, rey de Troya. Ofuscada por la voz de Afrodita, de hermosas mejillas, decidió dormir en el mismo lecho que Paris, príncipe joven y hermoso, en Ilion, la tierra de domadores de caballos. Recordó el viaje en la negra nave bajo Urano lleno de estrellas o iluminado por la ruta Helios. El girar de la rueca engrandeció el silencio que vibraba en las paredes de piedra de su estancia. Estaba sola, rodeada de aquel silencio espeso y abrumador, y en momentos como ese el arrepentimiento se le clavaba como estilete en medio del pecho. Se dijo: perra, maldita, merecedora de que la negra ker la sumiera en el profundo sueño de la muerte, pero ignoraba los designios que tendrían las inexorables Moiras para ella, mujer bellísima, de carne débil.

Comprendía la torva mirada de Andrómaca, de oscura piel cetrina, mujer alta y elástica, de negra cabellera. El silencio entre las dos mujeres era conocido por todos y las razones también.

Detuvo la rueca al terminar de hilar el blanquísimo vellón de las ovejas de Troya. Se puso de pie y se acercó a la ventana abierta desde donde se contemplaba la costa que se diluía en el horizonte. Allí estaban ancladas, muy cerca de la reventazón del oleaje, las negras y cóncavas naves de los aqueos con el velamen arriado. En ellas se encuentran Agamenón y Menelao, dispuestos a llevarla de regreso a Esparta.

Un estremecimiento helado se instaló en la boca de su estómago. La sangre correría como río, y era posible que ella misma estuviera viviendo sus últimos días. Levantó la vista y se contempló en un gran espejo de estaño bruñido adosado en la pared frente a ella. Podía verse de cuerpo entero. El peplo era de lino finísimo, traslúcido, dejaba ver sus formas perfectas; la cara ovalada, blanca como alabastro, adornada de facciones armoniosas que resaltaban la negrura de sus rizos sostenidos por una diadema de oro, cayendo suaves sobre sus hombros altos y torneados. Su belleza, que le había significado gloria y castigo, era amada por reyes, en medio de una guerra que ponía en peligro a Ilion, tierra de domadores de caballos. El espejo le devolvía su propia imagen, razón del amor y deseo que provocaba. No sólo Paris frecuentaba su lecho; hasta el mismo Príamo, de brazos y piernas sarmentosas, había buscado las mieles de su cuerpo. Pero ninguno le provocaba placer más intenso que Héctor, su cuñado, que visitaba su lecho cuando Paris se iba en busca de efebos o doncellitas según le apeteciera.

Comprendía la torva mirada de Andrómaca, de oscura piel cetrina, mujer alta y elástica, de negra cabellera. El silencio entre las dos mujeres era conocido por todos y las razones también. Paris fingía no saber. Dejaba que Helena disfrutara los goces del amor a su antojo. Bendecida por Afrodita, merecía deleitarse con los placeres de la diosa.

Regresó los ojos al espejo, Paris lo había hecho montar en aquella pared porque adoraba contemplar su desnuda piel aceitada bajo la parpadeante llama de la lámpara de aceite. Helena había entendido que Paris estaba más enamorado de sí mismo que de ella. En cambio Héctor era diferente, carecía de esa belleza casi femenina de Paris, siendo dueño de un cuerpo viril y bien proporcionado. Un ligero estremecimiento la recorría cuando lo veía vestido para la guerra, con armadura y grebas de bronce, el casco empenachado con crines de caballo, el enorme escudo hecho de nueve capas de piel de buey y la gran pica de fresno que no podían cargar dos hombres juntos; lo recordaba yaciendo junto a ella vencido y exhausto por los combates amorosos. Héctor carecía de la sutil perversión de Paris, y lo superaba con su virilidad portentosa.

Cuando su acostumbrado sigilo desbordaba su imaginación, otro estremecimiento recorría la espina dorsal, era la profunda mirada de Andrómaca. Sabía que si ella era sigilosa, la mujer de Héctor era hermética, como odre sellado. Jamás cruzaban palabra, sólo aquella mirada que se clavaba en su carne y la hacía sentirse odiada hasta la muerte.

Regresó a la rueca con sus manos aladas, invadida por el arrepentimiento de haber abandonado a su primer marido, el rubio Menelao, quien junto a su hermano había reunido a todos los aqueos que se aprestaban a la lucha dentro de las negras y cóncavas naves, con los velámenes arriados esperando el acto que detonara aquella lucha cruenta de la que ella era culpable, y volvió a desear que la oscura ker la sumiera en el último sueño. El siseo de la rueca se mezcló con el silencio que espesó hasta convertirse en noche densa, sin luna ni estrellas y una pequeña lágrima corrió por sus mejillas.

Se escuchaba a los hombres de Ilion proferir maldiciones en contra de los argivos y los griegos. A poco rato los hombres rugían con el deseo inminente de acabar con los aqueos.

Las palabras de Héctor chocaban contra las paredes de su mente con eco ensordecedor: mañana irían al combate luego del sacrificio propiciatorio. Hacía unos momentos su cuñado había abandonado el lecho rumbo al tálamo que compartía con Andrómaca, madre de su único hijo, y Helena se dispuso a ponerse su mejor peplo, de heliotropo finísimo que resaltaba la negrura de sus cabellos y el blanco alabastro de su piel. Coronó sus oscuros rizos con una diadema de oro que reflejaba la danzarina luz de la lámpara. El espejo le devolvió el esplendor de su belleza oscurecida por el resto de la noche que se iba. Se dio vuelta para acomodar los pliegues de la túnica y se esparció por el recinto un delicado aroma de sándalo que le habían traído de la India lejana. De un pequeño tarro de cerámica decorado sacó un poco de kohl con el que se sombreó ligeramente los ojos a la usanza de las egipcias, y pintó de carmín su boca pequeña y carnosa. Cubrió de brazaletes sus brazos y un par de pendientes brillaban entre sus cabellos. Lucía bellísima, los esclavos la contemplaban boquiabiertos a su paso lento y cadencioso.

Despuntaba Helios cuando llegó al patio del palacio donde estaba todo listo para el sacrificio. Fue degollado un toro blanco, el mismo Príamo había cortado antes algunos pelos de la testuz para ofrecerlos a los dioses inmortales arrojándolos a las brasas en las que esparcieron también cebada con sal marina. Desollado el bovino, se colocaron los cuartos engrasados, con las entrañas encima, sobre las brasas. Los dioses quedaron satisfechos con el aroma del sacrificio y los hombres con la carne del toro y las previas libaciones de vino rojo hechas en bellas copas de oro. El temor a la muerte cercana se esparcía entre los comensales, pese a que los ánimos se caldeaban por la proximidad del combate. Se escuchaba a los hombres de Ilion proferir maldiciones en contra de los argivos y los griegos. A poco rato los hombres rugían con el deseo inminente de acabar con los aqueos.

Helena muy callada sentía sobre su ser la intensa mirada de Andrómaca que en esos momentos abrazaba a su hijo. Algo muy frío hizo que Helena palideciera. En cuanto se fueran los hombres quedaría a merced de su cuñada y no habría quien la protegiera. El viejo Príamo se iría al templo a suplicar a los dioses por el éxito de aquella guerra que ponía en peligro la vida de sus herederos, porque sus otros cincuenta hijos no eran merecedores de tanta gracia.

Los hombres partieron ajuareados con armaduras de bronce, cascos empenachados con crines de caballo y capas rojas que ondeaban con la brisa. El fragor de los carros de guerra, las pisadas de los corceles, el tintineo de las armas inundaron patios y edificios del palacio. Ruido que se fue diluyendo conforme avanzaban al campo de batalla. Helena se recluyó en sus habitaciones acompañada por sus esclavas, que caminaron sigilosas detrás de ella.

Estaba cansada de ese miedo visceral en agonía. Su belleza le obsequió placeres que tenían un alto precio, bajo el odio sordo que Andrómaca le profesaba.

Hasta las habitaciones de Helena llegó el estruendo del combate, el choque de los metales, los relinchos de los caballos, los gritos de furia o de agonía de los combatientes. Imaginó a Helios resplandeciendo sobre los enormes escudos, cascos, armaduras y armamento; la sangre y las vísceras derramarse de los vientres abiertos. Se estremeció. Criada bajo las estrictas reglas y la frugal vida de Esparta, nunca había podido entender el afán de los hombres por derramar sangre. Era mejor vivir pendiente de las placeres del tálamo. Por qué la muerte es la privilegiada, pensó, antes que un pensamiento temeroso se apoderara de su atención; el recuerdo de la torva mirada de su concuñada la hizo temblar como una hoja bajo la brisa.

El combate cesó al guardarse el sol, se silenció el ambiente. Ni los pájaros despidieron al día ni el viento agitó las ramas en los jardines. Sólo aquel silencio de hielo, de fría escarcha, cayó con la noche en sus habitaciones. Helena dejó ir a sus esclavas en la creencia que las Moiras habían tejido su destino y su vida era una lámpara a punto de apagarse y en nada podían ayudarla. Estaba cansada de ese miedo visceral en agonía. Su belleza le obsequió placeres que tenían un alto precio, bajo el odio sordo que Andrómaca le profesaba. Decidió no resistir, se abandonó a los designios inescrutables de las Moiras. Se quitó la fina clámide color heliotropo, las ajorcas, sandalias y diademas y sin más adornos se dispuso a esperar tendida en el lecho, quieta y callada, como una estatua de mármol pulido. El espejo le devolvió su imagen perfecta, aquella belleza reconocida en toda la Hélade, y apagó la lámpara para sumirse en aquel silencio que latía furioso dentro de su cabeza. La espera se hizo eterna.

Hasta que percibió unos pies descalzos acercarse poco a poco. Tembló como una hoja, como si la noche fuera el más crudo invierno; una presencia estaba encima de ella. La invadió un aroma de nardos, cayeron rizos pesados sobre el pecho, unas manos tibias se posaron sobre su cuello y sintió en la cara el aliento tibio, oloroso a menta. Andrómaca le decía:

—¿Creías que Héctor era el único que deseaba disfrutar tu belleza exquisita?

Marta Aragón R.
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