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Tres minificciones de Ronald Hernández Campos

sábado 8 de septiembre de 2018
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Creación

Pasar en soledad es lo más tedioso de encontrarse en el universo. Por aburrimiento, o por mantener la mente ocupada en algo, me gusta crear lo que no existe… Y en ese momento, la deidad ociosa se inventó un pasatiempo y le dio forma: creó unos seres toscos y violentos que le darían, posteriormente, muchos dolores de cabeza. Les dio el apelativo de humanidad, a falta de nombres peyorativos disponibles. Con el tiempo, la deidad encontró una distracción más llamativa que crear humanos: ver cómo ellos mismos orquestaban su destrucción. Entonces la deidad, satisfecha de su trabajo, descansó en el último día…

 

Repetición

para Agustín Arguedas Dávila.

El teléfono otra vez. Videollamada. Siempre lo mismo: estás mal de nuevo, hecho mierda. Yo, como siempre, en el mismo lugar: frente al celular, viéndote, escuchándote, condicionando mi tiempo a vos. Esta vez te oigo, ni siquiera me molesto en escuchar. Probablemente la queja y la lloradera de hoy sea por algo tan importante como que en la mañana, al levantarme, maté una cucaracha con el envase del café en la cocina y tiré el contenido (adiós a mi café de la madrugada): de nuevo extrañás al tipo que ni siquiera fue tu novio. Sigue sin importarme…

—Roy, ¿me estás poniendo atención?

Carlos esperaba una respuesta. Yo estaba viendo a la nada.

—¿Ah? Perdón, me distraje un momento…

—Te siento extraño; en fin, te estaba contando que otra vez me siento raro…

No me extrañaba que me dijeras que estabas mal. Ya me había acostumbrado a ser testigo de tu mierda de vida. Seguís tu queja y tu lloradera: en el fondo, tu miedo a ser alguien y mi desprecio por ser un paño de lágrimas descartable me hicieron querer colgarte más de un sinnúmero de veces. Pero me negaba a dejarte ir.

 

Los matrimonios de antes

para Zulay Campos Oconitrillo.

Mi tía abuela decía cosas que nosotras no entendimos; ella, luego de criar a tantas mujeres, se volvió sabia y se resignó a un destino. “Muchacha, en el tiempo de antes, los maridos tenían que tener quince años más que la mujer, porque el hombre tenía que educar a la mujer y aportar algo a la familia de ella: una vaca, una finca, alguna cosa”, nos dijo a todas, un mes antes de que la primera de nosotras se casara con un muchacho de la misma edad. La lógica de nuestra tía, si bien un poco anacrónica, terminó por imponerse: el matrimonio de mi hermana duró lo que dura un mal gobierno, además, lo único que recibió por “dote” fueron deudas, hijos y cuernos. Mi tía abuela siempre fue sabia: ella nunca se casó.

Ronald Hernández Campos
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