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El matabachaqueros

martes 18 de septiembre de 2018
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“Pongo a Dios por testigo de que no podrán derribarme.
Sobreviviré, y cuando todo haya pasado,
nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos.
Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar,
¡Pongo a Dios por testigo de que jamás volveré a pasar hambre!”
Scarlett O’ Hara

El hambre es el peor consejero de los pobres. Los acorrala de tal forma que los convierte en aquello que aborrecen. En la plasta que algunas veces defeca la sociedad. Ranulfo no se dio cuenta de cuándo traspasó la delgada línea del bien. Cuando la corrupción llena todo, es difícil discriminarla de lo legal. Layla se enteró de los crímenes de su esposo cuando era demasiado tarde. El subinspector de homicidios tocó su puerta y le contó los pormenores. Su esposo había sido atropellado por una moto mientras cruzaba la calle. El parietal izquierdo impactó al concreto y murió, instantáneamente. Fue la única y última vez que lo sorprendieron asesinando a alguien. En realidad le describió a un hombre que no conocía. Resulta que vivió veintidós años con un profesor de bachillerato que mataba bachaqueros en el boulevard. Operaba cuando las calles eran incontrolables en las horas pico. Llegaba como cualquier cliente a preguntar precios y luego su mano daba tres estocadas con un cuchillo de mesa. La gente se agolpaba alrededor de la sangre, por el drama que implica ver a un hombre morir. Luego se hundía en el largo ciempiés anónimo. Caminando con una impasible calma. Nunca nadie había podido identificarlo, hasta ese día. Se creía que sus movimientos eran imperceptibles al ojo humano. Para la gente se convirtió en una clase de mito absurdo. El matabachaqueros. Así le decían. Era como el vengador de los consumidores. Aquel que volvería a poner el orden en las calles. El detective le mostró el cuchillo. “¿Conoce el arma homicida, señora?”. “Sí, es uno de mis cuchillos. Los que siempre pongo en la mesa para comer”. Layla rompió en llanto. “Cálmese, doña. Mire… lo siento mucho, de verdad. Pero necesito hacerle otra pregunta… Si no quiere contestarla ahora, lo comprendo…”. Layla escurría sus lágrimas con los dedos. Luego lo miró directo a los ojos y dijo: “Pregunte lo que quiera, detective”. Él tenía la mirada congelada hacia la cocina, paladeaba una idea desde hacía rato. “Usted me va a perdonar, señora, pero tengo que preguntarle… ¿sabía usted las operaciones de su esposo?”. A Layla le dio otro ataque de llanto y no pudo controlarlo. Se dejó caer en el mueble. Todo su rostro se humedeció de lágrimas y moco. El detective sacó un pañuelo. “Tenga, si quiere se lo queda”. “No”, dijo Layla. “Espere un momento, por favor, voy al baño”. Él aprovechó para caminar disimuladamente hasta la cocina. Abrió los gabinetes, la nevera, comenzaba a revisar debajo del fregadero cuando Layla lo sorprendió. “¿Qué vaina busca, detective? ¿A qué vino? ¿Quiere saber si yo era cómplice de mi esposo? La verdad, le diré algo… pensándolo bien… de cómo los bachaqueros nos sacan la plata, me gustaría decirle que sí. Que yo amolaba mi cuchillito y se lo prestaba todos los días a Ranulfo, para que lo llenara de sangre. Que le decía ‘papi, tráeme toda la comida que tengan esos coño ‘e madres’. Me gustaría decirle que sabía que Ranulfo ya iba por los cien muertos y yo lo apoyaba. Que me sentía la mujer más orgullosa cuando tiraba con un asesino en serie o con el mito ese del matabachaqueros, pero no. Nunca supe de dónde traía esa comida. Me convenció de que el gobierno comenzó a darles una bolsa al sector educativo. Yo me extrañé, pero me quedé tranquila. Por lo menos los niños no pasaron más hambre, imagínese a cinco carajitos raquíticos, dentro de una casa, llorando por comida. Esa vaina no se la deseo a ningún padre”. Layla se levantó del mueble y caminó hasta una foto de Ranulfo con toga y birrete. “Yo me casé hace veintidós años con un apasionado profesor de bachillerato. Un profesional que amaba lo que hacía, al punto de descuidar a veces las tareas de sus propios hijos. Dedicaba largas horas a planificar sus clases. Llegamos a discutir muchas veces por esa razón. Pero todo cambió. El país entró en una crisis tan grande que ya ni su salario nos alcanzaba. Luego la escasez. La maldición de esa guerra loca que tenía el gobierno contra los empresarios. Esa vaina de que ellos, como no estaban con el proceso, eran los únicos culpables de la situación. Creo que por esa manía de obligarnos a todos a ser revolucionarios, pagaron los más pendejos, las bodeguitas, los campesinos, y todos los asalariados, incluyendo mi esposo. Él estaba desmoralizado, sabe. La cabeza ya no le daba para la docencia. No dormía pensando a quién le podía pedir prestado para comprar comida. En poco tiempo se acabaron los préstamos y las ayudas de las buenas almas. Hasta su familia dejó de contestarle el teléfono. Trabajaba quince días para sacar una plata que nunca nos alcanzaba. Le dije que quería trabajar para ayudarle. Pero nunca me dejó trabajar. Lo comprendí, sabía que la causa de que se pierdan los chicos en drogas y en la delincuencia, es por falta de padres que los cuiden en sus hogares”. “¿Y usted cree que los bachaqueros tienen culpa de la escasez?”. “Ya le dije que ellos son unos bandidos, detective. Le aumentan demasiado a los productos, pero decir que son los culpables de todo, no lo creo. Si indagamos bien en sus motivaciones, entendemos que también son víctimas. Lo que sucede es que encontraron una forma egoísta de luchar contra la pobreza”.

El funcionario quedó conforme con la declaración de Layla. Le dijo que ya podía retirar el cuerpo en la morgue, pero que debía reconocerlo primero. Le ofreció acompañarla. “Espere aquí”, dijo una esposa triste, y casi sin ganas de vivir. Abrió el cuarto de los niños y todos dormían profundo. Le dio ganas de ser ellos, y no tener ese dolor en el pecho que la mataba, lentamente. Qué triste el día de mañana cuando ellos no encuentren a su padre y tenga que decirles la verdad. Ella se vistió de negro de una vez, no esperaría el velorio para cargar su pena. Salió y se montó en la patrulla. Adentro de la casa sonó algo. La tapa de un gabinete que se cayó. Tenía las bisagras dañadas. Fue el único lugar que no revisó el subinspector. Estaba repleto de paquetes de comida. Y algunos, extrañamente, tenían la impresión fresca de unos dedos llenos de sangre.

Axel Blanco Castillo
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