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Desguace Humano

lunes 18 de marzo de 2019
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La señorita Rodríguez hizo girar el cartel de la puerta que rezaba ABIERTO. Era un jueves cualquiera en el Desguace Humano y el olor inmundo y desagradable era exactamente el mismo que ayer.

¿A quién le habrá tocado hoy?, pensó.

La señorita Rodríguez llegó a casa después de cumplir con sus tareas como carnicera humana, y preparó un riquísimo estofado al horno con los gemelos del señor López.

Todo estaba pulcramente limpio, pero si no se daba prisa la carne no estaría lista para cuando los vecinos empezaran a llegar a la tienda reclamando como reos su pedido del economato. Se dirigió a la trastienda y, apartando con la mano las tiras de plástico —que servían para mantener el frío dentro—, entró en la cámara. No era excesivamente grande, un par de metros de largo por otros tres metros de ancho. Apenas podían caber dos personas ahí dentro, pero como ella era la única trabajadora no había problema. Una camilla de hospital coronaba la estancia. Encima reposaba aquel borracho… la señorita Rodríguez no recordaba su nombre, así que lo averiguó fijándose en la etiqueta de su oreja. Paúl López.

—Pobre hombre —dijo en voz alta aprovechando que estaba completamente sola.

 

Cada día, una nueva persona aparecía en esa camilla. Nada de elecciones dictatoriales por parte de un gobierno corrupto, ni de viles asesinos que mataban gente. Simplemente, y mediante sorteo, una persona era sacrificada cada día para que el resto del pueblo pudiera alimentarse.

Ya hacía tres años y dos meses desde que se los llevaron a todos, y únicamente la raza humana vagaba en la tierra, solitaria y culpable de la mayoría de los desastres que allí habían ocurrido. Entre ellos, que una raza superior, alienígenas o como quieran llamarlos, hubiera llegado a la Tierra al rescate de los animales y demás recursos. El planeta era ahora una especie de botella vacía que flotaba por los mares del universo, con ellos adentro.

 

Tomó a P. López y, con un gran cuchillo carnicero, le arrancó la cabeza de cuajo. No la tiró, pues todo se vendía y se comía cuando la hambruna hacía acto de presencia. Hizo lo mismo con el resto de las extremidades. Luego fileteó sus piernas como si de pechugas de pollo se tratara, y fue colocándolo todo en el mostrador. Tras limpiarse toda la sangre y cambiarse de mandil, los primeros clientes empezaron a entrar (si es que se le podía llamar clientes). Todos con su cartilla en la mano, iban recogiendo su trozo correspondiente. Así día tras día.

La señorita Rodríguez llegó a casa después de cumplir con sus tareas como carnicera humana, y preparó un riquísimo estofado al horno con los gemelos del señor López. Su hijo y marido reconocieron su trabajo: “Está buenísimo”, dijeron al unísono ambos.

Al día siguiente, la señorita Rodríguez salió de casa temprano como de costumbre. También tenía de costumbre no mirar los sorteos que se realizaban en la televisión todas las noches. Llegó al Desguace Humano un poco más temprano de lo habitual, por lo que aprovechó para sacar brillo a los cristales del mostrador donde se exponía la carne. Cuando fueron ya las diez y media exactas, se dirigió a comprobar quién sería hoy el desafortunado que tras deslizarse por un ascensor aparecería en esa nevera gigante.

Al volver a casa y bolsa en mano, llevaba un par de tobillos. Hoy utilizaría una olla a presión, y con un poco de sal y comino quedarían deliciosos.

La sorpresa fue brutal. Tuvo que mirar la etiqueta dos veces, pero las dos veces ponía lo mismo: INDIVIDUO: Paulo Rodríguez. EDAD: 48. Se trataba de su marido. Qué tarea más desagradable tenía ahora por delante; y no podía negarse a nada, pues era considerado un delito capital tanto negarse a ese trabajo como negarse a ser utilizado como mártir si te tocaba en el sorteo. Le tomó por los pelos y, en vez de utilizar un cuchillo como el día anterior, eligió un hacha. Una especie de cólera mezclada con la más pura de las locuras se había apoderado de ella. De un golpe le arrancó la cabeza, y lo mismo con el resto.

—Buenos días, señor Regan, aquí tiene, costillas de mi marido. ¡Que las disfrute! —dijo la señorita Rodríguez con entusiasmo enfermizo.

 

Al volver a casa y bolsa en mano, llevaba un par de tobillos. Hoy utilizaría una olla a presión, y con un poco de sal y comino quedarían deliciosos.

Y así fue. Se sentaron su hijo y ella en la mesa, y dispuestos a comer, él dijo:

—Mamá, ¿papá no tendría que haber llegado ya?

—Hoy creo que no vendrá a comer —respondió lacónicamente ella, pero con una sonrisa en la cara.

—Por cierto, mamá.

—¿Sí, hijo?

—Hoy la comida tiene una pinta estupenda.

Santiago Siracusa Santamaría
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