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Paredón

martes 25 de junio de 2019
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“camina el muerto abajo
hacia los pájaros”
José Berroeta

2:00 pm

Hubo otros mundos con calles de adoquines, a las que luego reemplazaron las vías de asfalto. Después vinieron las manchas de aceite quemado que la lluvia no borraba, ni el excremento bajo la suela de los zapatos, o la sangre de los cuerpos que caían.

Hubo otros mundos de ceniceros llenos. Aceras por las que no se podía caminar. Toponimias. Mar, cerro, montaña, caminos de tierra donde al amanecer el rocío moraba sobre las botellas vacías y los perros que hurgaban la basura; perros que luego lamían la nata de sopa vertida en la calle, y después la carne de los muertos.

El hambre les ha hecho las voces profundas como los grandes. Juegan más allá de su memoria.

Hubo otros mundos de luz y de sombra. Hay ahora este solo espacio átono. Este final que conjuga en gerundio el abatimiento.

Hay en este confín algunos niños inocentes, que ríen y se persiguen entre los carros yacientes en la autopista, herrumbres fósiles cubiertas de briofitas. El hambre les ha hecho las voces profundas como los grandes. Juegan más allá de su memoria:

—¡Paredón!, ¡paredón!

Uno de ellos se corta el muslo trepando un carro blanco de cuadros amarillos y negros. La manilla de la puerta se torna roja. Los otros niños lo ven y corren despavoridos. El herido se queda allí cerrándose con los dedos un abismo en la piel, que no tendrá retorno.

Algunas guacamayas de plumaje opaco empiezan a acercarse y a picotear la herida. Están impacientes.

 

5:50 pm

A diez para las seis de la tarde suena la alarma en toda la ciudad. Van a cortar la energía eléctrica, hasta las ocho de la mañana del día siguiente. Así ha sido siempre. Es la forma de asegurar la vida a todos, interrumpir el contacto con ese éter magnético que destruye al mundo mientras lo hace mover.

La sordina de la alarma ha dejado de intimidar a las guacamayas. El toque de queda las incluye a ellas, y huyen en bandada a las terrazas abandonadas de las torres más altas. Hubo mundos con árboles y se escribían poemas sobre ellos.

Hay que correr a la barraca y escuchar el parte del día. Estamos vivos. Cada día más cerca del sueño. A la par que las bocinas en la calle y las radios en las casas, se jura fidelidad y paz, a costa de la vida propia. Todos se toman de la mano y sonríen. Es el ritual. El apagón es tan silencioso como la noche.

La noche se llena del ruido de motos. Luciérnagas mecánicas que rondan por la ciudad.

La ciudad se llena de tizones y aroma a sardina en brasa. Cada mes las entregan, junto a hojas de plátano y carbón vegetal. Una sola comida en casa.

Afuera hay letrinas comunales. Cuando una comunidad recibe el visto bueno de su inspector de paz, envían un carro vactor que limpia las letrinas. Los inspectores de paz permiten a algunos, por enfermedad, tener bacinillas en sus cuartos.

La noche se llena del ruido de motos. Luciérnagas mecánicas que rondan por la ciudad. Son los vigilantes de la paz, sombras dentro de la sombra.

Cada día más cerca del sueño.

 

7:30 am

Hay este mundo en el que nadie se ocupa de los muertos. Primero dejaron de llamarlos por sus nombres. Luego dejaron de enterrarlos y ya ni siquiera hizo falta contarlos. Hace tiempo cayeron muchos. Antes que llegara la paz.

Al amanecer en las bocinas suena alguna canción marcial de antaño, según la consigna del día. Las quebradas se llenan de gente, mientras la guardia matutina de los inspectores de paz no deja de avistar las calles. Si llegan a circundar una barraca es para llevarse a alguien. Los niños, entonces, se emocionan.

—¡Paredón!, ¡paredón!

A ellos les está permitido nombrar el miedo. Corren en enjambre al patio de la Casa Comunal de la Dignidad que haya en esa zona y se tumban al piso en el huerto abandonado, a merced de los nematodos. Luego el estornudo de las pistolas. Quien incumple el juramento de paz y fidelidad, lo paga con la vida. Alrededor nadie se inmuta. Cada cual tiene su oficio.

El ruido de la pistola acerca a las guacamayas y comienzan a picotear el cuerpo. Las hembras prefieren el rostro. Los machos, los dedos. El chillido de las bandadas es grande; puede ser ese día el único estruendo que rompa la rutina de la liberación.

Las sobras que dejan las guacamayas son tiradas a los perros que custodian las Casas Comunales de la Dignidad.

 

2:18 pm

Hay esta membrana del universo, en la que la cercanía del sueño borra las identidades para ser totales. Las personas se llaman por los pronombres, según en ese momento estén más próximos o lejanos de su interlocutor.

—Tú.

—Ustedes.

—Uno (nadie pronuncia el primer pronombre personal del singular; sólo quien habla por las bocinas y la radio al final de cada día).

Hubo mundos de disquisiciones, antes que la paz llegara. Luego las palabras eran medios innecesarios; señas arbitrarias que ponían énfasis en las cosas que separaban y no en las que unían. Las palabras sólo sirven para que yo comunique a todos, al unísono, el parte del día.

No se conjuga el futuro. No se forman los verbos en subjuntivo. La totalidad del sueño es en modo indicativo.

Hay ocasiones que las guacamayas no dejan que en la calle se escuche la alocución de yo. Entonces desde las motos se les dispara, para amainar a la bandada. Aun así, ello no debe interrumpir el ritual del juramento.

Algunos con el pulgar se recorren las líneas de la mano. Esta clavija suelta en la lengua, que no termina de enterrar su memoria milenaria de hermosos sonidos. Yo, yo, yo, yo, yo… yo solipsismo, narciso, unísono, proscrito, incesante… pero los dientes se aprietan para socavar la intención. Los vigilantes de paz están atentos a quienes cierran el puño, o se aprietan los labios con los dientes.

En el aniversario de la paz y la dignidad, algunas perífrasis son dichas a viva voz.

No se conjuga el futuro. No se forman los verbos en subjuntivo. La totalidad del sueño es en modo indicativo. Yo puede usar el subjuntivo y el futuro, para señalar a los enemigos y conjurarlos. En la barraca, los niños se emocionan y aplauden.

—¡Paredón! ¡paredón!

Las guacamayas ya saben lo que viene, se van posando en la tierra; baten las alas sin que sea posible distinguir el color que alguna vez tuvieron, a esperar la carne que se cruje entre el aire y el suelo. El último vértigo de la plenitud.

Francisco Ramos M.
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