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Un rasgo de José

martes 19 de mayo de 2020
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La vida en aquella oscuridad se había tornado rutinaria. La costumbre logró habituarlos de tal manera que casi podían verse las facciones unos a otros; se conducían por todos lados con la mayor facilidad, sin estorbarse. Los sitios de almacenaje para víveres se encontraban ubicados en el más profundo de los rincones y la plebe contribuía de la mejor manera posible para abastecerlos. Las directrices de conducta estaban claramente definidas y la sociedad tan bien organizada que no existían problemas lo suficientemente grandes como para no poder resolverse con prontitud. Sin embargo, José se sentía desubicado; le era absolutamente inconcebible el tener que desenvolverse durante toda su vida en aquella oscuridad, aunque tuviera alimento y gozara del aprecio de sus congéneres. Por eso siempre encontraba el momento adecuado para acercarse sin ser visto hasta la entrada del túnel misterioso al que ingresaban solamente los adultos, y no precisamente todos, sino los más fuertes y privilegiados que iban y venían ante la envidia de los que no tenían permitido el acceso. En varias oportunidades José hizo el intento de introducirse, pero siempre aparecía alguien de improviso que lo obligaba a esconderse y aguardar una mejor oportunidad. No cejaba en su lucha. Después de cumplir con sus obligaciones, en sus ratos libres, se acercaba sigiloso a la boca del túnel y observaba abstraído todos los movimientos de los que iban y venían, alimentándole la curiosidad y el deseo imperioso de introducirse en él y buscar hasta encontrar un sitio diferente donde pudiera ver algo desemejante a las tinieblas. Tenía cierto temor de que le ocurriera lo de la única vez en que logró adentrarse: después de caminar un buen trecho, admirando la perfección de la oquedad y con el corazón palpitándole aceleradamente, emocionado por el albur, tuvo que emprender el regreso a toda prisa debido a la intempestiva aparición de dos congéneres que venían bajando. Le fue imposible ocultarse y hubo de aceptar el rudo castigo a que fue sometido. Pero ahora estaba dispuesto a emprender de nuevo la aventura, a cualquier costo, y aprovechó el descuido de sus familiares para escaparse.

De pronto escuchó ruidos, voces, movimientos. El corazón le dio un vuelco y su primer impulso fue esconderse.

Se encontró caminando a paso rápido, en ascenso constante por aquella ruta que estaba seguro habría de conducirlo a la claridad de cosas diferentes, impresionantemente ajenas a su mundo habitual entre tinieblas. Anduvo durante largo rato; afortunadamente no encontró a nadie en su ambular y se llenó de alegría al observar el círculo perfecto de luz que le alumbraba desde arriba, invitándolo a salir. Cuando llegó, se sintió encandilado totalmente; le era imposible ver y estuvo a punto de volver atrás. Al rato de estar parado sin decidirse a hacer algo, sus ojos comenzaron a captar imágenes; un poco borrosas al principio, con claridad meridiana después. Quedó maravillado; jamás imaginó la existencia de algo semejante. Su vista se paseaba de un lado a otro examinándolo todo al detalle: los colores maravillosos de las paredes, el brillo del piso, el techo adornado por hermosa lámpara, el espejo, la puerta; esa puerta misteriosa que protegía otros secretos quizá más asombrosos que los que acababa de descubrir. Se animó a dar los primeros pasos y resbalaba; volvía a intentarlo y lo mismo, hasta que fue habituándose a la superficie por la que pudo caminar lentamente primero, con mayor desenvoltura después. Se decidió a trasponer la puerta y observó un largo corredor que desembocaba en un inmenso salón, adornado con muebles preciosos, cuadros con paisajes increíbles, mesas, sillas. Caminó con toda cautela, embelesado al máximo con el espectáculo que veían sus ojos por primera vez; de repente se llenó de euforia y corría como loco de un lado hacia otro con emoción grandísima, viéndolo todo, hasta que sus ojos se posaron en otra puerta que lo dejó perplejo; le parecía imposible que pudiera haber algo más todavía; algo nuevo, asombrosamente nuevo qué conocer. Con paso tembloroso se acercó y su asombro fue grande al ver la cama, la mesa de noche, la ropa. No cabía de gozo al sentir tal suavidad acariciando sus pies, y no pudo contener el impulso de restregar su cuerpo, de juguetear con todas aquellas montañas de prendas de vestir que le producían gran placer. Al rato, un poco cansado, siguió caminando, conociéndolo todo. Cuando estuvo de nuevo en el corredor, corrió y se subió al sillón. Desde ahí pudo ver otra puerta que lo hizo meditar: ¿sería esta la casa de las puertas? ¿sería posible descubrir algo mejor que lo visto hasta ahora? Bajó presuroso y se dirigió hacia allá; quedó anonadado por tanto manjar delicioso que se presentaba ante su vista y probó uno, otro y otro, hasta que se sintió totalmente lleno. Por su mente se cruzaron una serie de imágenes del lugar luctuoso en que había vivido, y sintió una profunda lástima por sus padres, por sus hermanos, por sus amigos. Se le hacía imposible concebir la injusticia que cometían algunos de sus congéneres al impedirles tomar el camino que conducía hacia aquella luz esplendorosa que él acababa de conocer; hacia aquellas cosas maravillosas que él estaba viendo, palpando, apreciando. De pronto sintió tremendas ganas de regresar, de contar todo, de ayudar a otros a salir de aquel rincón oscuro y lúgubre. Estaba dispuesto a luchar contra lo que fuera por ver felices a los suyos; por verlos progresar, por darles la experiencia que él estaba viviendo, con la que era feliz. De pronto escuchó ruidos, voces, movimientos. El corazón le dio un vuelco y su primer impulso fue esconderse; corrió y se metió debajo del sillón. Todos sus sentidos estaban en estado de alerta; vio unos pies enormes que se acercaban y tuvo el impulso de salir corriendo pero se aguantó. Creyó que el sillón se le venía encima cuando el señor de la casa se sentó en él para platicar con su hijo. Pensó aguardar un rato, pero al ver que la charla se prolongaba se impacientó y decidió abandonar su escondite. Presumió la posibilidad de correr hacia el túnel sin que lo vieran; esperó un momento con el corazón latiéndole fuertemente, y por fin se decidió: en carrera vertiginosa tomó rumbo al baño. Escuchó un grito: ¡Mira! ¡Una cucaracha! Un par de pasos fuertes le indicaron que era perseguido y pudo presentir cuando uno de aquellos enormes zapatos que había observado desde abajo del sillón tomó altura; quiso regresar a su escondite, pero no pudo. El zapato descendió con toda rapidez, y lo aplastó.

Antonio Cerezo Sisniega
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