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Causa probable

sábado 19 de septiembre de 2020
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Aquí estoy, observando lo que sucede. En la calle, la ambulancia, los paramédicos, el cuerpo sobre la camilla y la curiosidad de los vecinos. Los oficiales entran y salen de la casa. Estefanía da su opinión sobre los hechos al detective, y los científicos criminalistas espolvorean las superficies y toman huellas. Hay un cadáver y deben dar con la causa probable de la muerte. ¡Pobre Bernardo!

Nos conocimos en el Drugstore de Chacaíto, un sitio de encuentro en los años setenta, donde se vendían perros calientes kilométricos y cervezas de un litro. Sara y yo tratábamos de devorar, entre carcajadas, el “hot dog” extralargo, ahogado en salsas. Nosotras, disfrutando el momento con la belleza propia de la juventud y sin preocuparnos por la silueta. Bernardo abandonó su mesa y se acercó.

—¡No las creo capaces de acabar con eso! —exclamó.

—Ayúdanos, entonces —le propuse.

Sin pensarlo un segundo, se acercó y se presentó.

La duda llegó como una picadura de zancudo, en las vísperas del vigésimo aniversario de casados.

Comenzamos a salir y el amor nos abordó de inmediato. Bernardo estudiaba en la Escuela de Medicina, yo en la de Arquitectura, en universidades diferentes y distanciadas. Los encuentros se nos hacían cortos y las despedidas cada vez más difíciles. Por casarme con él abandoné la carrera y conseguí un empleo. De esta manera, Bernardo podía continuar sus estudios sin obstáculos. Para terminar los míos, había tiempo de sobra. El futuro era amplio y promisorio.

Bernardo se recibió con honores. Pronto fue contratado por una de las mejores clínicas de la ciudad y era reconocido como un excelente especialista. Entre la caravana de éxitos profesionales, los años pasaban. Yo, entre tanto, sin regresar a la facultad. A pesar de ello, me sentía bien: una buena posición económica y un esposo amándome cada día más. Nuestros aniversarios eran la excusa adecuada para recorrer el mundo. ¿Nos hacía falta algo? Sí, los hijos. Cuando nos enteramos de que me era imposible tenerlos, dijo: “Lo que no se tiene, no se añora”. Una vorágine de agradecimiento me unió a él, como nunca. Seríamos el uno para el otro. Nadie más. Comprendí, en ese instante, que sin Bernardo a mi lado nada tendría sentido. No pude percibir el cataclismo que me esperaba al convertirlo en el centro de mi existencia.

La duda llegó como una picadura de zancudo, en las vísperas del vigésimo aniversario de casados. Después de tantos años, yo no podía pretender que nos consumieran las mismas llamaradas de pasión. Los cambios en su actitud obedecían, por lo tanto, a las nuevas responsabilidades como director y socio de la clínica. Por eso, cuando me dijo que en esta oportunidad el aniversario lo celebraríamos en un buen restaurante, y no con un viaje, me extrañó. Aunque continué conversando con normalidad, algo ya no me dejó en paz.

Comencé a no dormir. El aguijón de la incertidumbre horadaba mi fe en él. ¿Por qué cambió de planes? ¿Acaso no me había dado cuenta de que Bernardo ya no era el mismo? ¿El motivo era una mujer? Pasaba las horas buscando respuestas. Por la mañana, como quien se aplica una pomada y calma el ardor de la picadura, me dije: “No, debe ser que está muy ocupado y sólo veo fantasmas”.

Pero la picadura se enconaba cada vez más. Comencé a sospechar de los horarios imprevistos, las salidas repentinas y las llamadas misteriosas. La duda me sumergía en el miedo a perderlo. Cuando me atreví a preguntarle, de la manera más sutil posible, sonrió mientras respondía: “¿Estás celosa? No creo que, a estas alturas de nuestras vidas, puedas desconfiar de mí”. Me abrazó, como de costumbre, pero no lo sentí igual. Me dejé arrastrar por las sospechas y supe lo que era atravesar el infierno.

Logré seguir desempeñando el papel de la esposa cándida que había sido, hasta ese momento.

Una tarde, llegó mi amiga Sara de visita. Sus ojos recorrían la sala como si fuera la primera vez que visitaba la casa o no deseara mirarme de frente. Esa actitud encendió otra alarma.

—¿Qué pasa, amiga? —quise saber.

—Nada, ¿por qué preguntas?

Yo, que la conocía demasiado, supuse que se debatía entre contarme y el dolor que pudiera causarme con sus palabras. Antes de que hablara, ya me sentía morir. Sin embargo, armándome de valor, disimulé:

—Cuéntame, chica. Sé lo que vas a decirme. Además, para eso somos amigas…

—Está bien. Por favor, que Bernardo no se entere de que yo vine con el cuento.

—Prometido.

—Ay, amiga, ¡cómo me cuesta! En fin. Lo he visto, en dos ocasiones, acompañado por una mujer. Me dio la impresión de que no era una de sus colegas. Tal vez no sea nada y me estoy yendo de bruces. Sin embargo, no está mal que averigües, por si acaso.

¿No era nada? El insecto de la incertidumbre se convirtió en alacrán. Con todo, logré seguir desempeñando el papel de la esposa cándida que había sido, hasta ese momento. “¿Cómo te fue hoy, querido?”. Aproveché la primera oportunidad para revisar su celular. En los contactos, el nombre de Estefanía Casas confirmó mis sospechas. Dolor y ofensa, mala combinación. No pude evitar que el reptil de la venganza reptara sobre las paredes del corazón. Mi desquite tenía que ser impecable e implacable.

¡Cianuro! El método más vulgar y usado a lo largo de la historia criminal. En verdad nada insólito pero, en las circunstancias, totalmente válido. De algo debían servir las horas pasadas frente al televisor, tiempo en el que mi amado esposo recogía los laureles de su desempeño profesional. CSI, Criminal Minds y Detectives médicos eran los instrumentos que me ayudarían a ejecutar el crimen perfecto. El precio justo por la deslealtad. Nada de mis huellas dactilares, ADN o células epiteliales. En todo caso, mi imagen de esposa abnegada no conjugaría con actos de esa especie. Por eso, decidí llevar a cabo el plan.

Con los guantes quirúrgicos de mi cónyuge, tomé la llave de la gaveta del escritorio y abrí la alacena de medicamentos. El cianuro terapéutico, el mejor de los aliados. Esa noche, la de nuestro aniversario, que pudo haber sido maravillosa, lo esperé vestida para salir a celebrar esa veintena de máxima felicidad. Transcurrían los minutos y no llegaba. Comenzó a corroerme la impaciencia. El deseo de venganza era mayor que el remordimiento.

Al fin, sentí el auto que se apagaba, los pasos apurados y la puerta que se abría. Me besó y me invadió la ira. “Tómalo con calma, no debe percibir que algo anda mal”. Él simulaba estar muy contento. Como me sucedió con la visita de mi amiga Sara, intuí que, detrás de esa pose, trataba de ocultar la traición. Sirvió licor en un par de copas. Sonó el timbre. Las colocó sobre la mesa.

—¡Vamos a celebrar! —exclamó, mientras se dirigía a la puerta.

¿Celebrar qué? Aproveché el momento para mezclar la dosis letal en una de las copas. Escuché un murmullo de voces y la puerta al cerrar.

—¿Quién es? —pregunté.

—Te tengo una sorpresa, y sobre eso quiero hablarte. Creo que ya es hora de que conversemos. Te habrás preguntado por qué no salimos de vacaciones este año. Hay momentos en que se deben tomar otras decisiones, como esta que estoy por comunicarte. Espera un poco. Quiero que conozcas a alguien.

Entonces, apareció ella.

Observo las consecuencias de mi venganza, y no me produce placer.

No tuve dudas. Era Estefanía Casas, con la lozanía y la sonrisa de valla publicitaria. ¡Qué desvergonzados! Mi esposo sirvió otra copa y se la entregó. Luego, él y yo tomamos las nuestras. “¡Brindemos!”, dijo. “¡Sí, brindemos!”, confirmé. Las copas regresaron a la mesa, totalmente vacías. Consumado mi propósito, me sumergí en un lago de paz. “Te mereces esto y más”, pensé, mientras les sonreía. Sólo había que esperar un poco. Mientras tanto, me dediqué a escuchar.

—Como te decía, mi amor, tomé una decisión. Cambiar de regalo en esta fecha tan especial. Por eso la invité a ella. Estefanía es una promotora de casas en venta. En los últimos tiempos, me ha ayudado a decorar lo que acabo de comprar y donde vacacionaremos próximamente. Por eso no hubo viaje. Creí que un apartamento frente al mar, como ha sido siempre nuestro sueño, te gustaría mucho más.

Las palabras me sonaban confusas, no eran las que yo esperaba oír en los últimos minutos. Se iluminó mi entendimiento y pude cuantificar la magnitud de mi error. En tanto ellos desenrollaban planos y fotografías, yo braceaba en medio del horror. “¡¿Qué hice?!”. Una crueldad estimulada por miedo al abandono. “Estefanía Casas…, un nombre al lado de una referencia”. Tarde para rectificar. De pronto, Bernardo se levantó del sillón. Me miraba con ojos descomunales. Quiso alcanzarme y no pudo.

Ahora todo está como yo lo planifiqué. Las huellas de mi esposo en los objetos usados en el “supuesto crimen, —como se dice en las noticias—, mientras no se compruebe la veracidad de los hechos”. Observo las consecuencias de mi venganza, y no me produce placer. Al contrario, me invaden el arrepentimiento y la vergüenza. Bernardo, mi Bernardo… ¡Cómo llora! No por el remordimiento, como imaginé que ocurriría, sino por causa del dolor. Sufre, sí, pero libre de todo pecado. Y yo, alejada de mi cuerpo, en este limbo inaccesible, donde nadie puede escucharme, me desgarro, porque me atormenta la idea de que los detectives no puedan encontrar una causa que me incrimine y, a él, lo libere.

Olga Cortez Barbera
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