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Serendipia

sábado 17 de octubre de 2020
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(Al Chino de mi otra esquina)

I.

Resulta que al inicio de la madrugada Yaritza sintió que le estaba lloviendo una tierrita. Ella dormía pegada a la pared, alejada de las otras siete por cierto pudor y también para evitar la acezante respiración y las tetas grandes y colgantes como lechosas en mata, con sus areolas casi negras, de Nubia, la rubia oxigenada que discretamente la acosaba. Ahora sentía la tierrita que le iba cayendo, pero no quería abrir los ojos. Nunca le gustaba abrir los ojos a la celda. Temporal, decían todos. Su abogado, entre otros, que se pronunciaba contra pago. Después de todo, ella era, con mucho, la más inocente de allí. Sólo imputada, qué palabreja, por robo, mientras que las otras, avezadas, habían engordado a fuerza de homicidios. O eso decían, pues nunca se sabe. Así que se dejó llevar por el sueño que volvía y volvía y volvía hasta que sintió que le caían pedazos de algo, pedazos de bloque, para ser precisos. Las otras mujeres se habían despertado y permanecían encogidas en sus colchonetas, mirando hacia la pared donde estaba Yaritza. Sus murmullos, que pueden llamarse murmullos, aunque parecen voces normales, mencionaban la posibilidad de un temblor, así que Yaritza miró hacia el techo de acerolit y la bombilla apagada a ver si había algún movimiento. Y no. Sin embargo, se paró como mejor pudo y arrastró la colchoneta hacia donde estaban las demás. Expectantes.

El calor aumentaba conforme se unían todos aquellos calores y olores corporales.

Al rato, cayó otro bloque, que se deshizo en pedazos, y ya había allí un boquete. Un boquete oscuro. Y ruidos como de roeduras. Roeduras de un acure gigantesco. De unos ratones gigantescos, confabulados para romper la pared y meterse en la celda de las ocho mujeres, damas, que decía el policía Rubén Darío, que es gocho hijo de nicaragüenses. Y entonces el boquete se fue agrandando. Todo un túnel, pues, y de allí salieron, como aparecidos, los siete hombres. Altos, bajitos, negros, mestizos, aindiados, blancosucios, gorditos, flacos. Emergieron como si estuvieran surgiendo de la propia tierra. Gnomos.

 

II.

Por un momento, hubo silencio. Mientras todos se ubicaban. En aquel calor, sudando todos un líquido aceitoso, el polvo gris se iba asentando sobre las pieles, dándoles un raro color. Y se miraron: ellas, las hijas de Eva, semidesnudas: pantaletas solamente algunas o pantaletas y sostén o franela y pantaletas. Y ellos, los hijos del hombre, completamente vestidos y como listos para salir, hasta con bolsitos tricolor iban algunos. Y luego quiénes son ustedes y qué buscan. Bueno, madam, dijo uno, el más lanzado, un tal Rafael, según después se supo, lo que nosotros queremos es llegar hasta la calle, ya sabe, en plan de fuga, y llevamos como seis días sacando los bloques. Pero no sabíamos que aquí había otro calabozo. Calabozo no, corrigió otro. Más bien celda. Y todos se fueron tranquilizando, se pasaron cigarrillos, invitaron a fumar a las mujeres que ahora se sentían tan seguras que no se les ocurrió tapar sus desnudeces. Pero, hijo, dijo Severiana, otra de las ocho, por aquí no van a llegar a la calle sino hasta dentro de siete días más, o diez, por la medida chiquita, porque lo que sigue es una oficina, y después hay un baño, ¿no vieron nunca esta parte?, ¿no hicieron un plano? Y no. Claro que no lo habían hecho, así que se sentaron a pensar y descansar, desalentados, pues vieron que todo lo que habían hecho era malo. Era domingo.

 

III.

La madrugada iba avanzando y el calor se había vuelto más sofocante. Las mujeres repartieron el agua que recogían cada noche en botellones de refrescos y el agua estaba tibia. Fumaban mucho los que fumaban. Los frustrados fugitivos no se ponían de acuerdo sobre qué hacer, lo que no es extraño. El jefe, microprán, parecía ser Rafael, que, después se supo con más claridad, era un hombre como de 50, con un misterio de rosario de muertos, pero que lucía allí tranquilo y pacífico y cicatrizado en brazos y pecho. Todos le preguntaban. Las mujeres se limitaban a dar blandas opiniones. Y el calor aumentaba conforme se unían todos aquellos calores y olores corporales. Los fugitivos sacaron una botella pata de elefante repleta. Bebieron todos del excelso líquido, pasándose los dos únicos vasos. Entonces, empezaron las confidencias. Relatos de culpabilidad o inocencia. De abogados tramposos o no. De hijos en alguna parte con abuelos o tíos. De ingratas parejas que estaban allá afuera, aunque algunas no lo fueron tanto. De pronto, uno de ellos, más joven, más mestizo, más audaz, se lanzó a pellizcarle una teta a Yaritza, que era jovencita y las tenía mejor sostenidas porque aún no había parido. Las otras eran como figuras de la Madre Tierra: redondas y carnosas. Yaritza era más bien flaca. Así que el tipo le agarró una teta. Primero, un pellizco. Luego, una caricia larga y sostenida con el dedo índice circulando el pezón. Aunque las conversaciones continuaban, las voces comenzaron a ser pastosas. Todos estaban pendientes. Yaritza se incomodó al principio, pero después se acomodó. Se acercó más al contacto que le humedecía ya la pantaleta fucsia.

Sintieron que se abrían las puertas y no, no eran ángeles como aquellos que liberaron a Pedro de la prisión, según los Hechos de la Biblia.

Todos comenzaron a sentir cómo la piel se les volvía suave, suculenta, porque así sucede. Cierta emoción se iba aposentando en los bajos del vientre. Mujeres y hombres por igual. Tetas y tetillas sensibilizadas. Agitaciones. El sutil mangoneo sin manos del deseo inspirándose en las carnes desnudas o vestidas. Las conversaciones fueron decayendo como en un sueño de catedrales sumergidas. Mujeres y hombres se fueron acercando. ¿Cuánto tiempo hace desde que no te susurraron te quiero, te deseo, hazme el amor, o simplemente cógeme cógeme cógeme, métemelo que ya no aguanto más? Y el olor fue variando, el sudor fue volviéndose una especie de arroyo que corría por el pecho y desembocaba en los sexos ya destinados a la consumación. Oh, sí, el viejo ritual del himeneo en una celda llena de polvo donde la oscuridad se iluminaba de las chispas de los cuerpos. Una de las mujeres tuvo que ser el comodín, pues eran siete para ocho (o quizás ocho para siete), pero no importaba. Porque en aquella penumbra se valía todo. El murmullo sumergido se volvió concierto de gimoteos. Ah del placer. El dolor. El recuerdo de otros. Y que si mámamelo ponte en cuatro dame ahí ahí ahí también. Aquel era como uno de los cuentos que inventó un italiano durante otra pandemia. Porque había pandemia. ¿Pandemia? ¿quéjeso? En aquella celda erotizada no significaba nada eso de aislamientos sociales y guantes y tapabocas, porque lo significativo era dale que te pego.

 

IV.

Así que, cuando el amanecer apenas si apuntaba y ellos estaban embriagados de amor, rodando como piedras cuesta abajo en las cinturas, enamorados como ríos de montaña, más libres que cuando removieron los bloques, desbocados ahora en aquel pichaque de olores a semen y a sexos femeninos horadados con pulposos regodeos, sintieron que se abrían las puertas y no, no eran ángeles como aquellos que liberaron a Pedro de la prisión, según los Hechos de la Biblia, sino cuatro o cinco policías que, viendo lo que vieron, se estaban riendo mientras los alumbraban con candiles, porque en aquellos predios luz eléctrica no había y las linternas no tenían baterías.

Para hacer el cuento corto, les echaron agua fría con baldes y, desnudos como estaban, se llevaron a los hombres y dejaron a las mujeres entendiéndose hasta que llegó la fiscal y ordenó que les aplicaran la Ley sobre Buenas Costumbres y que durante siete días el doctor Febres Escarrá, que tenía la entonación gangosa, les leyera, a mujeres y hombres por separado, el Manual de urbanidad de Carreño a las doce del día, en vez de almuerzo. Eso, además de las otras penas judiciales que les tocaran por sus delitos pasados, presentes y futuros, incluyendo fuga y asociación para delinquir. Porque se consideró fuga mudarse a otra celda.

Dicen que el amor quedó por allí, como semilla de diente de león.

Milagros Mata Gil
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