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El secretaire de tía Paula

jueves 19 de noviembre de 2020
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Sobre una góndola zarca,
entre florecillas de Murano,
poemas perdidos
y sueños inconclusos,
surca el Mediterráneo
hacia los mares perpetuos.

Murió tía Paula y pareció que, salvo a mí, a nadie le importaba. Quizás, porque la ausencia la convertía en una anécdota, una ficción, un recuerdo marchito. Cada vez, se hablaba menos de ella. Pero si alguien lo hacía, no preguntaba: “¿Cómo estará Paula?”, sino: “¿Dónde andará la loca esa?”. Nunca encajó en el rompecabezas de nuestra familia conservadora, donde todo era tabú o misterio. En la maraña de prejuicios se sentía prisionera; necesitaba soltar al viento los pensamientos sin fronteras para poder subsistir. En casa era un sacrilegio opinar diferente. Ella, que así lo hacía, supo que su sino la empujaba a escapar.

Nos abandonó y la noticia fue una más en la rutina de sus hermanas, las señoritas longevas, a quienes los años, posiblemente, les daban una dimensión distinta a la mía sobre la muerte: un acontecimiento próximo, ajeno a todo dramatismo. ¿Sus existencias insípidas la percibían como la libertad que no tuvieron en la juventud? No lo sé. Sin embargo, no dejó de sorprenderme la frialdad con que me lo notificaron:

—Falleció y, según la carta, te dejó su secretaire. Tan chiflada como ella, de seguro, sales corriendo a buscarlo.

El secretaire de tía Paula… El escritorio que hacía estallar mi curiosidad infantil. Ella pasaba las horas sentada frente a él, redactando cartas y otras cosas. Las mismas horas en que yo, observándola, sentía que era la madre que extravié al nacer, en el piélago de un parto adverso. Mi padre sucumbió a la soledad en que había quedado y se fue a acompañarla. Ya con uso de razón y deseando tener una madre, como mis compañeras de clases, le dije un día:

Cada vez que volvía, se ganaba la reprimenda de mis abuelos, que no les quedó más remedio que fallecer sin poder doblegar el espíritu bohemio de su hija.

—Quiero que seas mi mamá.

Sonrió. Comprendí que mi tía era de una madera distinta a la de las mujeres de la casa. Capaz de entregarme su amor, cuando estaba a mi lado, pero sin dejarse amarrar por el compromiso. No era extraño que un día saliera a uno de sus viajes y olvidara que yo me quedaba esperando su regreso.

Recorrió el mundo, hizo innumerables amistades y tuvo amores variopintos. Cada vez que volvía, se ganaba la reprimenda de mis abuelos, que no les quedó más remedio que fallecer sin poder doblegar el espíritu bohemio de su hija. No tenía con quien compartir sus secretos; recurrió a mí, esperando que le prestara suficiente atención. Me convertí en la mejor de las oyentes, fascinada por las historias fantásticas que se extendían desde la Patagonia hasta los umbrales de Alaska, entre los mitos de las regiones nórdicas y los tesoros históricos de Europa, la cultura enigmática de Asia y las tierras misteriosas de África. Entre esos viajes se iban acumulando, en el secretaire, fotos, postales y suvenires. Una noche, terminó de deslumbrarme:

—Toma la llave. Sólo tú puedes abrirlo. Eso sí, jura que no le dirás a nadie que la tienes.

La confianza demostraba que yo era muy importante para ella.

En ausencia de tía Paula y con las tías haciendo la siesta, corría a hurgar aquella fuente de tesoros. Además de los recuerdos de los lugares visitados, estaban las fotografías. Así podía verla parada al borde de un río bravo y, al siguiente instante, en la cima de una pirámide, sobre el lomo de un dromedario o frente a un templo budista. Revisé sus escritos, leí sus poemas y las notas sobre sus amores y vivencias. Eso me llevaba a preguntarle:

—¿Estás enamorada, tía?

Respondía con carcajadas, hasta que volvió de un viaje a una isla caribeña y no fue más la hoja que se dejaba arrastrar por el viento. A mi pregunta, respondió quedándose pensativa. Luego, comentó:

—Ahora sí que la compuse, sobrina. Me enamoré de un poeta. Y yo no quiero vivir en su mundo y él no desea vivir en el mío.

Nostálgica, me hablaba sobre él y su romanticismo, de lo mucho que disfrutaban juntos en aquella isla y lo maravilloso que eran los amaneceres al lado de la persona amada. Imaginé que, en algún momento, me llevaría con ella para conocerlo. Nunca me dijo el nombre. Sus travesías se volcaron hacia un solo destino: La Habana. Cuando no supe más de ella, presumí que se había rendido a la pasión, la poesía y los paseos por el malecón. Yo, en plena adolescencia e influenciada por las novelas románticas que leía, la creí dueña de un amor infalible…

—¿Me dejó su secretaire? —pregunté—. ¿Debo ir por él a Cuba?

—Nada de eso, mijita. Tienes que traerlo de Venecia, si es que acaso puedes.

—¡Venecia! —exclamé.

Comencé a hacerme preguntas. ¿Por qué allá y no a Cuba? ¿Qué había sucedido? ¿Acaso la relación no llegó a buen término? ¿Qué la había arrastrado tan lejos? En cuanto a mí, una cosa era ir por el secretaire a una isla relativamente cerca, y otra trasladarme al viejo continente, a tantas millas de distancia, cuando la fortuna nos había jugado algunos reveses económicos. Estuve a punto de olvidarme del secretaire. Cuando recordé los mágicos momentos que me proporcionó en el pasado y las cosas que estaban guardadas en sus gavetas, no lo pensé más.

Llegué a Venecia una mañana de verano. Con maleta en mano, recorrí sus calles empedradas y sus puentes, hechizada por todo lo que veía: la fascinante arquitectura, el pulular de pobladores y turistas, la Plaza de San Marcos, con su basílica y sus palomas, las góndolas cimbreantes debajo del sol y el canto de la ciudad antigua. Toqué a la puerta de un edificio, carcomido por el paso de los años. Me recibió una señora que hablaba el español con un marcado acento italiano.

En el vaporetto, me abordaron las imágenes: tía Paula y su sonrisa de flor abierta, inclinada sobre el secretaire, plasmando su letra diminuta.

—Tú debes ser la sobrina de Paula —dijo, antes de darme un fuerte abrazo.

Luego de una larga conversación, me llevó a un salón decorado con muebles de estilo y papel tapiz. La mujer me dejó a solas. En una esquina, el secretaire, a pesar de los rigores del tiempo, se mantenía casi intacto. Sentí, en ese momento, cuánta falta me había hecho tía Paula. Recordé las lágrimas de decepción cuando me convencí de que ya no volvería. La tristeza no me abandonó hasta que salí de casa y formé mi propia familia.

Comencé a revisar las gavetas. Cuántas fotos viejas, cuántos poemas, cuánta soledad plasmada en sus escritos, cuántas cartas devueltas…. Entre sus nostalgias, emergió el testimonio de su felicidad: una foto con el cubano que trastocó la vida bohemia que ella le gustaba, ambos sonrientes y en la complicidad de un abrazo. La dicha plena con el mar de trasfondo. Luego, para mi desconcierto, tropecé con la carta de sus hermanas: “…ya nuestros padres no están para que te apoyen. Somos unas mujeres decentes que no les damos cabida a las libertinas, como tú. No te molestes en regresar, nosotras podemos mandarte tus cosas a donde nos indiques…”. Quizás, sin esa carta, tía Paula me hubiera llevado a vivir con ella.

El viaje estaba planificado para pocos días. Decidí aprovecharlo organizando las cosas y visitando algunos lugares de interés. Pasé muchas horas escuchando a Fara hablar sobre la amistad entre ellas. Se conocieron en un viaje, después de que Tía decidiera acabar una relación que le amputaba la libertad que le era tan propia, aunque eso le rasgara el alma. Frente a la tristeza, Fara pensó que sería una buena idea invitarla a su casa:

—Anota la dirección, Paula. Tal vez, puedas pasar un tiempo conmigo.

Nunca imaginó Fara que el hechizo de Venecia atraparía a aquella turista hasta el final de su existencia. Me despedí de ella un atardecer. El sol aún extendía su túnica sobre el mar. En el vaporetto, me abordaron las imágenes: tía Paula y su sonrisa de flor abierta, inclinada sobre el secretaire, plasmando su letra diminuta, trazando sueños para compartirlos con el amor de su vida, alejándose de él para no acabar la pasión que los unía, a fuerza de hastíos y desavenencias, contando las monedas para elegir su nuevo destino, vendiendo cristales de Murano y máscaras de carnaval, escribiendo sus versos en el Café Florián, atravesando los canales en góndola, mientras añoraba su tierra y a su hombre, a los que nunca volvió…

En el avión, me embargó un tumulto de emociones. ¿Era el mismo que había atrapado a tía Paula por Venecia? Sentí el deseo de devolverme, sin mirar atrás… Me esperaban en casa.

Olga Cortez Barbera
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