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Libertad y sombra, dos caras de una misma metáfora

sábado 16 de enero de 2021
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Libertad. Ésta alude a todo un abanico de variables; todas ellas conectadas entre sí. Pero si uno toma el pensamiento deductivo para ir de lo general a lo particular, se puede ver con el fenómeno de la libertad que, en definitiva, significa una realidad completamente viva. Que pone su semilla siempre en un contexto previo, externo a uno —cuyos actores involucrados no son pocos—, y que con el movimiento del tiempo permea en círculos más estrechos —como son sociedades inmersas en determinadas culturas— para ir aterrizando en ámbitos más pequeños: la familia. Y finalmente, aposentarse dentro de la unidad más reducida de todas: el individuo.

En ese momento una realidad más bien abstracta se concretiza. Pisa tierra, y toma forma a través de una gran cadena tanto de potencialidades como de limitaciones en la persona. A raíz de ahí, irá conduciendo los pasos, a veces por caminos más angostos, con más obstáculos que posibilidades, y otras veces, caminos más bien espaciosos, con mayor libertad de elecciones y experiencias.

La libertad como sombra, siempre un paso por detrás. Y nunca dejándose de reflejar en la inmediatez de la creación futura.

De alguna forma él imaginaba que sería algo temporal. Y que, eventualmente su madre iría a recogerle.

La sombra que se había apoderado de Jorge era de un desmesurado tamaño. Y pesaba bastante. Tanta era su densidad que la menuda figura de aquel niño de cinco años quedó secuestrada por un aturdimiento tal que paralizó incluso la palabra.

Jorge dejó de hablar casi por completo, de forma abrupta. Las pocas veces que lo hacía, se podía entrever cómo se colaba el espesor de la sombra detrás de cada sílaba que salía de su boca, evidenciándose el cansancio en los huecos existentes de su lenta respiración. Hablar le pesaba.

Jorge era el menor de los otros seis niños que vivían en un pequeño orfanato fundado por una familia judía de la alta sociedad mexicana. Habían habilitado para ello una pequeña casa de dos plantas color rosa pálido un tanto desgastada, dispuesta de un sencillo y cálido jardín. Estaba ubicada en una angosta calle de único sentido.

El primer día una de las trabajadoras de servicios sociales acompañó a Jorge a lo que sería su futuro hogar. De alguna forma él imaginaba que sería algo temporal. Y que, eventualmente su madre iría a recogerle. Las pocas veces que hablaba, era para preguntar por ella.

Nada más entrar por la puerta recibió un caluroso recibimiento de Rosi, la mujer que iba todos los días a cocinar para los chicos.

—Dime, lindo, cuál es tu comida y postre favorito, que lo haremos para darte la bienvenida esta misma noche.

Jorge seguía inmóvil y sin soltar la mano de la trabajadora social. La apretó con fuerza. Y empezó a observar el lugar. Él siempre observaba.

Se aposentaron sus ojos primero sobre la pared de su izquierda. Estaba repleta de fotografías de los niños junto con adultos de diferentes edades. También había un marco marrón con grandes recortes y coloridas letras: “Sonreír alegra el alma”, “Respeto y cariño son la base de nuestra familia”.

Acto seguido miró con timidez a lo que sería su nueva familia: niños entre nueve y trece años —todos más altos que él, por supuesto—, sumidos en un videojuego que disponía de un solo control remoto para los seis.

No percibió la supuesta calidez que una familia brinda. Ni un sensible acercamiento. Más bien, el ambiente estaba impregnado de una fluctuante turbulencia, de espesas y desorganizadas emociones, todas dispersas y sin apenas contención. Razón por la que se respiraba brusquedad entre la relación de los niños. Reinaba la ausencia de aquello que ellos nunca conocieron con sus padres biológicos, y era precisamente esa ausencia el paralelismo que hablaba a gritos en los prologados silencios de Jorge.

Transcurrieron las semanas junto con las primeras lluvias otoñales y el inicio de las rutinas escolares. Rosi, junto con sus diferentes platos impregnados de genuino cariño al hacerlos, era la que más se estaba acercando a su corazón. Aun así, le costaba empezar a comer. Cuando ya estaban todos sentados en la mesa, él se quedaba muy quieto y buscando con la mirada cierta aprobación. Ella se acercaba y le ponía en su mano la primera cucharada, animándolo a empezar.

Jorge se pasaba horas sentado en el suelo del cuarto de la segunda planta, colocando pieza tras pieza de diminutas figuras que imitaban la forma de ladrillos.

Nunca antes había experimentado lo que es compartir una comida en familia. En su antiguo hogar, las veces que le daban de comer lo hacía solo, excepto las contadas veces que estaba su madre presente, y a la vez que le servía, no se podía guardar ciertos comentarios: “Ese cabrón siempre tirando el dinero… Jorge, cielo, hoy no te puedo servir más, que si no sobra comida para cuando regrese, ya sabes cómo se pone…”.

Realmente, muchas comidas tuvieron que servirse hasta que Jorge empezara a comer sin culpa. También para que repitiera. Aceptaba con la cabeza gacha, mas no se atrevía a pedirlo por él mismo.

A medida que fue cogiendo más confianza, se ponía al lado de Rosi cuando ella empezaba a cocinar a mediodía los sábados y los domingos. Observaba y escuchaba.

Rosi hablaba sin parar: le contaba la rutina de sus quehaceres diarios, desde que se despertaba a las cinco de la mañana para salir a comprar las tortillas recién hechas al puesto de la esquina hasta que llegaba al orfanato en el autobús de las once y cincuenta. Pese a que él apenas emitía palabra alguna, se sentía cómodo con ella porque era de las pocas personas que no le presionaban para hablar. Y tampoco le preguntaba muchas cosas —claro que el psicólogo que atendía a los niños hacía mucho énfasis, tanto con Rosi como con los distintos voluntarios que les frecuentaban, en que estaba terminantemente prohibido intentar hablar del pasado con ellos, ni mucho menos preguntarles qué había pasado en sus casas para que la institución pública de protección de familia tuviera que intervenir y apartarles de sus padres. Ese asunto lo podía tratar exclusivamente el terapeuta.

La terapia de Jorge era, inicialmente a través del juego. Y en ese tema, había algo que le obsesionaba especialmente. Las tardes en que los demás estaban jugando al fútbol en el jardín, Jorge se pasaba horas sentado en el suelo del cuarto de la segunda planta, colocando pieza tras pieza de diminutas figuras que imitaban la forma de ladrillos. No paraba hasta crear una torre o estructura parecida a un edificio. Disponía de una paciencia extraordinaria para alguien de su edad. Alguna que otra vez, Martín, de once años —el que más interactuaba con él—, subía y destruía todo el laborioso trabajo que llevaba ya hecho. Cuando se venía abajo la torre, le causaba considerable ansiedad: la poca cohesión interna que le daba construir sólidas formas se desquebrajaba junto con las piezas. Y enseguida comenzaba de cero.

Tanto las dos cuidadoras que se turnaban en la semana, como Rosi, no lograban entender la actitud de Martín hacia Jorge. Por un lado, era el que más estaba pendiente de él e incluso a veces le ayudaba con trabajos escolares, pero al mismo tiempo tenía esos repentinos y agresivos impulsos. En uno de los altercados, acabó con Jorge en un ataque histérico de llantos. Eso, y el constante desafío a figuras de autoridad por parte de Martín, no lo ponía fácil para los demás.

El psicólogo les explicaba que debían tener paciencia y, sobre todo, ser bastante firmes con él. Explicó que los vínculos con los progenitores tanto de Jorge como de Martín estuvieron marcados por una extrema y agresiva ambivalencia. Martín no sabía aún conectarse de otra forma. Y Jorge… Jorge estaba atravesando un estadio todavía más primario.

Estaba empezando a retomar contacto con el mundo de los símbolos, para poder establecer una relación de identidad con la realidad, que ahora asemejaba en puras abstracciones y desordenadas emociones. El lenguaje se hallaba prisionero de una turbia sombra, que él se esforzaba por alcanzar obsesivamente en sus juegos.

El invierno ya acechaba, y también los exámenes finales del colegio.

Seguían las terapias semanales; las comidas de Rosi, y en menos de tres meses habían renunciado y contratado a cuatro cuidadoras. Este hecho era delicado para Jorge, ya que sentía pánico por que un día Rosi no volviera.

Con ella era con la única que se atrevía a salir un rato después de la comida al parque que estaba a diez minutos caminando. Los lugares amplios y abiertos le causaban excesivo miedo; provocaban un torbellino de sensaciones primitivas que se apoderaba de él —un enorme vértigo de quedar diluido en un espacio sin delimitación, sin sostén, sin cobijo; asemejaba a lo que él vivió durante toda su infancia. Y como no hablaba, ni mucho menos tenía conciencia de lo que pasaba en su interior, el cuerpo lo hacía por él, por medio de somatizaciones: irritaciones cutáneas, sarpullidos…

Entonces, algo vio Jorge en él. Fue uno de esos momentos en que bastan segundos para que algo externo a uno produzca un nexo interno.

Claro que poco a poco (y por recomendación del psicólogo) le sugirieron a la cocinera que, en esas salidas mientras los demás jugaban a carreras, escondite, fútbol, baloncesto… llevara el juego de Jorge de los ladrillos. Y funcionó, le hacía sentir más seguro. Días después, también le llevó un cuaderno de dibujo para colorear. Fue la primera vez que soltó ese juego por otra cosa. Y de ahí en adelante pasaría mucho tiempo hasta que volviera a preguntar por su madre.

Fue un martes lluvioso de enero cuando una parte fundamental de la sombra de Jorge finalmente lo alcanzó para mirarlo de frente a través de los ojos de un nuevo integrante del orfanato: Juan Carlos, tan sólo un año menor que él, por lo que era con el que más se identificaba.

Era el momento después de la merienda que los niños disponían de un rato libre antes de ponerse a hacer los deberes. La mayoría corrió a la televisión y al videojuego habitual, mientras que Juan Carlos se quedó en una esquina, con la mirada perdida… y sin saber bien cómo actuar. Era demasiado reciente su llegada.

Entonces, algo vio Jorge en él. Fue uno de esos momentos en que bastan segundos para que algo externo a uno produzca un nexo interno. En el caso de Jorge, para reconectar con aquello que una vez le fue abruptamente arrebatado: el lenguaje como puente hacia el otro, que quedó partido a la mitad por un insostenible dolor, quedándose él encapsulado en una extraña y solitaria dimensión difícil de penetrar.

Quizá se vio reflejado en el desamparo que mostraba su nuevo compañero… o quizá nunca sabremos con seguridad el cómo… pero a partir de ese instante Jorge se acercó a él y la palabra, al fin, le atravesó.

Su sombra se hizo un poco más pequeña, dando un paso hacia atrás, dejando al descubierto un fragmento de libertad que empezaba a asomar por las rendijas de la metáfora en que esta historia se ha visto envuelta.

Y la voz de la narradora ya no fue requerida desde que el protagonista recuperó la suya.

Alicia Trujillo Aragón
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