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A luna llena

jueves 4 de febrero de 2021
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(Para Marcia)

Por encima de ellos, un ojo fijo, inmutable, los contemplaba. En vano era que intentaran hallar en él constataciones de nada. Era sólo eso y nada más, un ojo lleno de ausencias, un globo de neón colgado del cielo. Con un acto de voluntad supremo, desesperado, lograban imaginarlo otra cosa. Era una mirada luminosa. Los alumbraba, les acariciaba el pelo, los hombros. Les hacía una caricia apenas mojada, como de lengua húmeda. Sin dudas era extraño pensar así. No, eso no podía ser poético, se dijo la muchacha, que debía ser la más pragmática, o la menos inclinada a permanecer largo tiempo en sus ensoñaciones. Claro que peor hubiera sido comparar la luna “con un enorme queso roído de túneles”. Más de uno había dicho algo semejante, creyendo ser un auténtico original. Lo romántico, por otra parte, hubiera sido hablar de la luna como de una presencia misteriosa en el firmamento. Una cara femenina oculta tras las finas gasas de su sombrero. ¡Quedaba demostrado que no era una romántica! —se dijo. En todo caso, lo suyo no se trataba de un trastorno irremediable, a fondo y desenfrenado como lo de él. No se trataba de un romanticismo impenitente. No. No, la luna estaba allí, allá lejos, por encima de ellos. Era cierto. Y la noche era estrellada con todo ese montón de estrellas bajas y altas repartidas por el firmamento. Constelaciones de estrellas con su parpadeo rojo, azul, verde, naranja. Un chispazo y otro, y otro más. Y ellos dos, muy juntos. A veces se besaban, y a veces se sumían en un silencio profundo y misterioso en el que también brillaban estrellas fugaces.

—¿Ya quieres volver al hotel?

—Bueno. Vamos… —dijo ella, al tiempo que se echaban a andar tomados de la mano, mas como quien no tiene prisa por llegar a donde se dirige. Ella en verdad no la tenía. No la acuciaba, como a él, ese deseo. Allí a donde iban, muy bien podían esperarles un poco más. Tal vez, para complacerla, él simuló no estar apurado tampoco por llegar.

Aquel silencio que los unía, cómplice, en vez de apartarlos, pudo durar mucho o poco. No tenían conciencia de cuánto había durado.

Al cabo fue nuevamente él quien interrumpió el profundo silencio que los unía, más denso y cómplice que la noche, para decir:

—¿Y si el portero no está? ¿Si no hubiera portero?

—No importa —dijo ella sonriéndole, como si en verdad la idea no pudiera desasosegarla—. Esperaremos a la entrada… No sé.

—No seas bobita. Lo decía en broma

—¿Lo del portero?

—No. Digo, sí…

—¿En qué quedamos? —dijo ella—. ¡¿No?! ¡¿Sí?! Parece como si deshojaras una margarita imposible.

Ambos sonrieron a la vez.

—Oiga, compañerita —se creyó obligado a decir él, componiendo un ceño adusto que debía ser viejo, y la hiciera sonreír al menos. (La proposición de ser viejos cuando se es tan joven nos arranca inevitablemente una sonrisa)—. Sepa usted que para Menda no hay nada imposible… Ni siquiera margaritas. ¡Sobre todo: Margaritas!

Pese al tono festivo que él imprimiera a sus palabras, la joven apenas consiguió esbozar una sonrisa. Él tampoco añadió a lo dicho cosa alguna, pero su mano se apretó un poquito más alrededor de la de ella, procurando, sin embargo, no lastimarla. Aquel silencio que los unía, cómplice, en vez de apartarlos, pudo durar mucho o poco. No tenían conciencia de cuánto había durado.

—Entonces, ¿a qué te referías? —dijo ella finalmente—. Mejor dicho, ¿a qué cosa se refería el Señor Menda…?

—¡A las llaves, mi vida! Olvidémonos de la inconveniencia del portero, porque siempre tengo conmigo las benditas llaves.

No fue necesario que ella preguntara.

—Las de tu puerta, mi amor.

Por poco ella no pudo reprimir un conato de llanto, pero siguió aquel juego de metáforas que él le proponía siempre, en situaciones difíciles.

—¿Las de mi corazón también?

—Eso nada más que tú misma podrías saberlo.

—Pero yo recuerdo muy bien haberlas puesto en tus manos.

—¿Entonces por qué dudas?

—No es duda.

Volvieron a besarse lenta, dulcemente, antes de echar a caminar de nuevo sin rumbo fijo. Aquello a lo que él llamara su hotel quedaba en cualquier parte. Una suite con recámaras abiertas al aire del mar y a la noche estrellada, preferentemente. Unas veces donde los sorprendiera la noche, al amparo o desamparo del lugar; otras, en casa de uno u otro amigo. Pocas veces, y eso sólo durante el día, en la única habitación, oscura, sofocante, estrecha y con olor a humus que compartían los padres de ella en un barrio viejo de la ciudad.

—Es luna llena.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque sí.

—A mí, sin embargo, me parece que le falta un cachito todavía para llenarse.

—Inconforme que eres. Por eso lo dices.

—¿Por qué conformarse?

—¡Nunca estarás conforme con nada!

—Estoy conforme contigo.

La luz de la luna no llegaba hasta ellos sino trizada a través de las ramas del árbol que les servía de techo.

—Pero yo no soy nada, yo… —dijo él fingiendo ahora un aire de inconformidad con las palabras de ella.

—¿Que tú no eres nada? ¡Vamos! ¿Y desde cuándo se volvió Menda tan modesto?

Sorprendido en la madeja de su propio juego de frases, ella lo vio trastabillar.

—Mi modestia tiene sus límites, naturalmente —dijo él.

—¡A ver! Explíquese el señor Menda. Para que pueda entenderlo.

—Quiero decir que, no siendo nada, debo ser algo por lo menos. Y si soy algo, debo ser algo muy serio, tratándose de mí. ¿No crees?

—¡Ah, vamos…! Vamos…

—A donde tú quieras, mi cielo.

—¿Al cielo? —acertó a decir ella, y era, sin dudas, lo que sin proponérselo quería decir—. Llévame de aquí al cielo.

Él debió comprender mejor que ella misma el sentido verdadero que comunicaban sus palabras, pero siguió fingiendo que jugaban.

—¿Eso nada más? ¿Es todo cuanto quieres?

—No —dijo ella—. Tú, lo eres todo.

Al fin, debieron llegar a algún lugar. Y se tumbaron sobre un trozo de césped húmedo y fresco, que transpiraba el olor a tierra encubierto apenas con su verdor de pasto, por otra parte, oscurecido. La luz de la luna no llegaba hasta ellos sino trizada a través de las ramas del árbol que les servía de techo. Así y todo, los deslumbraba con su luz, cada vez que el vaivén de las ramas abría como una brecha momentánea.

—¿Tienes frío? —preguntó él mientras la abrazaba.

—No cuando estoy a tu lado.

—¿Sueño?

—Nuestras vidas son apenas un sueño.

—¿Un buen sueño?

—Cuando estamos juntos como ahora.

—Siempre estaremos juntos.

—¿Se acordarán de nosotros?

—¿Qué importa?

Ella asintió en la oscuridad, sin palabras, pero ya él había aprendido a verla y supo cuál era su respuesta.

—Bueno, duérmete ya. Verás cómo es de fácil.

—Tú también, ¿sí?

—Sí, claro, yo también —se besaron por última vez, o por primera vez.

—Hasta que amanezcamos, entonces.

—Siempre amanece.

No habrían podido saber cuánto tiempo les tomó quedarse dormidos, uno en brazos del otro. Así habrían estado hasta que sucediera aquel amanecer que con tanto fervor se prometieran mucho tiempo antes.

La ronda de vecinos que andaba a la caza de rateros —una verdadera plaga— dio con sus cuerpos allí tendidos.

—Hay que dar parte enseguida, para que vengan a ver.

—No corre apuro. Ya estos dos no van a ningún lugar.

Pero el que tal decía se equivocaba. La chica aún vivía, y con mucha suerte y un tris era posible que viviera aún para contarlo. Vivió. Y ahí está… para contarlo algún día todo. Es un decir, claro. ¡Siempre es un decir!

 

Esa muchacha está viva de puro milagro. La vida se aferró a ella. ¡Es muy joven! ¡Una niña! Ojalá logre reponerse.

Al final, todo no pasa de un decir o muchos. Hace ya tiempo que hemos naufragado en un mar de palabras sin significado. Es horrible, ¿no? Los hechos sobrepasándose a sí mismos, abrumándonos. ¡Y no hay palabras…! Palabras adecuadas… —se lamentó la que entregaba la guardia a quien venía por ella, después de despedirse de su sustituta. ¡Son demasiadas cosas las que hay que ver y oír aquí!… cuando se está de guardia! No es que antes fuera ningún paseo, pero ahora… Hemos llegado a un punto que nunca pude imaginar antes. Puede que se trate de todos los años que no tenían entre las dos criaturas. Porque no pasaban de ser unos muchachos, a quienes la vida debía reservarles incontables sorpresas. ¡Todas buenas, presumiblemente! Una es médico, y eso, y ya debía estar acostumbrada a lo peor, pero ver perderse así dos vidas, jóvenes… ¡Que apenas estaban empezando! Bueno, tal vez ella aún logre rehacer su vida. Lo que le queda de vida. Sí. Es muy joven aún y debe tener toda la vida por delante. ¡Tú me entiendes! Los padres de él no tenían consuelo. ¿Quién iba a tenerlo desde luego? Aun de muerto era hermoso el muchacho. Parecía un actor de cine, no es exageración. ¡Y como te decía, tan jóvenes! La muchacha no se queda atrás. Muy linda también. Parecían dormidos. Cuando conseguimos reanimarla, lo primero que hizo fue preguntar por él. No, lo primero fue preguntar si ya estaban en el cielo, y enseguida preguntar por él. Porque, naturalmente, si estaban en el cielo tenían que estar juntos. ¿Dónde estaba él? Se volvió loca de la desesperación. Más adelante, con su ayuda se hiló todo con más o menos detalles. Entre los dos se las arreglaron para introducirse en un laboratorio, y sustraer de allí las sustancias que pensaban usar. La insistencia partió de él. Seguramente la idea toda fue suya. ¡Esta no era vida ni cosa que se le pareciera! —afirmaban, completamente de acuerdo. ¿Qué puede saberse de la vida cuando todavía no se ha tenido tiempo de vivirla, dime tú? Los dos eran de buenas familias. Muy pobres los de él, según parece, del campo. El muchacho no. Pues se introdujeron en el local y sustrajeron lo que necesitaban. Luego, él ideó un coctel con todo aquello. Algún tiempo lo estuvieron pensando mientras rodaban por ahí como dos piedras sin destino. Y finalmente, un día se decidieron a consumar juntos aquel acto. Se habían convencido de una cosa: ¡esta vida no valía nada! Lo mejor era marcharse lejos —juntos— hasta algún lugar donde a lo mejor algo había. No había otra salida. Y el cielo existía seguramente en alguna parte, y ellos se conformarían con poco.

La narradora se interrumpió unos instantes para beber un sorbo de agua.

¡Qué va, te digo que esto así no puede continuar! Y yo tampoco. No sé cuánto tiempo más aguante en este puesto de guardia de un hospital donde nada más se ven cuadros como este, y donde ni siquiera una aspirina tienes a la mano para darle a quien la necesita. Esa muchacha está viva de puro milagro. La vida se aferró a ella. ¡Es muy joven! ¡Una niña! Ojalá logre reponerse. La vida puede ser larga a veces. Perdóname por darte esta lata, como si tú también no tuvieras ya bastante. ¡Como si todos no tuviéramos más de lo que debe tocarnos! ¡La vida que es generosa a veces! ¡Derrochadora! —el hombre no estuvo seguro de que hubiera un toque de ironía en las últimas palabras de la amiga, pero sin dudas debía haberlo. Es que ya no podía más. Tenía necesidad de desahogarme, librarme de estas cosas que tanto mal hacen. Perdóname, no es justo. Es que no me siento nada bien. Hace ya días que siento como que he tocado fondo… Y este caso… ¡Gracias! ¡Gracias por oírme, Tomás! No sé qué agradecerte más, si el inmenso favor de pasar a buscarme, para llevarme a casa a estas horas, o el no menos inmenso favor de escucharme con tanta comprensión y paciencia.

Incapaz de contenerse más tiempo, la que hablaba rompió a llorar con unos sollozos que parecían remecerle el cuerpo, mientras él buscaba arrimar el automóvil junto al contén.

Rolando Morelli
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