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El rampante pony de Nelsito

martes 4 de mayo de 2021
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La curiosidad saltaba por mis ojos de niño, alimentada por las palabras fantásticas reventando como cohetes navideños en la boca de Nelsito. La alegría desbordada que nos producía saber que existía un caballito de nuestro tamaño, y no precisamente de palo, como el que esa tibia tarde cabalgábamos, nos llenaba de gozo.

—Pony se llaman —me decía Nelsito, mientras con sus manitas abarcando el aire dibujaba su silueta; hasta me enseñó el lazo que tenía preparado para capturar uno. Sin vacilar, me ofrecí a seguirlo como su fiel compañero de aventuras. Entonces, con innumerables relatos de caballos y sorprendentes hazañas de jinetes, Nelsito continuó instruyéndome día a día—. Mira, no solamente los he visto; sino que además tengo chequeado uno que siempre sale por aquel lado de la quebrada. Ahora, si me ayudas a atraparlo, lo montaremos juntos y será por siempre de los dos.

Llegado el día, por fin vislumbré la figura de aquel majestuoso ejemplar ascendiendo del arroyo, justo como me lo había pintado Nelsito. Nos sorprendió en un divertido juego de pelota con otros niños; abandonando rápidamente el pasatiempo, corrimos a casa de la abuela para sacar los aparejos con los cuales haríamos la captura.

En dos actos Nelsito superó los cuatro escalones de la improvisada barrera que nos protegería del cabreado animal.

Con extraordinaria destreza, pronto le rodeamos. Nelsito, por un lado, le hacía insistentes lances con la abertura dibujada de un lazo tratando de atrapar su cabeza peluda, mientras éste le correspondía con violentos cabezazos de animalito brioso. Por mi parte, también había logrado ponerlo bastante molesto, después de hostigarlo por un buen rato. Fue así como, en un encuentro fortuito de miradas, mis ojos tropezaron de lleno con los suyos. Brotados e intensamente amarillos, dejaban escapar todo el enojo causado.

Entonces, tarde comprendimos que no éramos del agrado del aquel hermoso pony. Herido en su altivez, emprendió una veloz carrera en contra de sus molestos acosadores. Las boticas chillonas de Cauchosol de Nelsito, certeras me marcaban el camino de escape. Tres años de más, en su corta existencia, hacían la diferencia al correr de regreso a casa de la abuela. Al tiempo, el iracundo animal, batiendo su testa al aire intentando darnos alcance, cerraba la retaguardia a todo galope.

En un santiamén llegamos hasta la puerta de la casa, descubriendo de golpe nuestra mala fortuna de hallarla cerrada. Sin tiempo siquiera de pensarlo, nos refugiamos en el antejardín de la abuela. Entonces, en dos actos Nelsito superó los cuatro escalones de la improvisada barrera que nos protegería del cabreado animal. Lo que a mí me tomó tres y al animalito endiablado un solo brinco. Así, reunidos de nuevo los tres en distinto escenario, pero con la misma urgencia que nos asistía desde un principio, continuamos con nuestro rol de asustadizos escapistas, y él con su inapelable papel de perseguidor injuriado. Casi lograba darnos alcance al final del jardín, cuando Nelsito temerario se arrojó desde lo alto del muro del huerto, nuevamente hacia la calle; la misma hazaña logré yo, creyendo habernos librado del malhumorado animal. Pero un instante después, espatarrado panza arriba, cayó del cielo nuestro resentido caballito.

Así las cosas, el pequeño trotón, Nelsito y yo, entramos en un círculo vicioso de perseguidor y perseguidos, girando en carrusel alrededor del jardín. Finalmente, Nelsito logró aventajarnos los metros suficientes como para que la abuela, enterada de todo, presta le abriera la puerta rescatándolo de este modo. No obstante, a mí me costó unos cuantos giros más al ruedo con la bestia resoplándome sus barbas al cuello, hasta que milagrosamente la alargada mano salvadora de la abuela me sustrajo por la camisa, arrebatándome de aquella improvisada faena infantil.

Sin pérdida de tiempo, corrí a refugiarme debajo del comedor, donde ya me esperaba a salvo Nelsito. Alzado sobre sus dos patas traseras aquel enorme ejemplar, ofuscado, continuaba dándole cachazos a la puerta, causando abolladuras en el metal con su gran cornamenta retorcida; desafiándonos como un rival enceguecido. Desde nuestro escondite, gritábamos: “Abuela, por Dios, no le abra a ese caballito enojón”. Después de eternos minutos y varias estocadas de la abuela torera, propinadas certeramente desde la barrera de la ventana sobre el lomo fiero del animal, éste por fin desistió de su obsesivo empeño por nosotros. Así, muy asustados y temblando bajo el mantel, terminamos Nelsito y yo, renunciando a la idea de atrapar al rampante pony, con ojos de chivo ahorcado.

John James Galvis Patiño
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