Mi esposo está comiendo en la cocina. Siempre que eso sucede, yo me refugio en este cuarto, que es el cuarto donde dormimos. Nuestra casa es muy pequeña, y todo lo que nos separa es un angosto pasillo y este delgado muro. Hace unos momentos oí que abría la puerta. Y por el sonido de los embalajes supe que llegaba con más comida de la habitual; en el restorán lo aguardan con todo preparado, y él debe apenas recoger la comida, pagar y volver a casa. Desde aquí escucho el rugido de su cuchillo fragmentando un hueso, el apetito excitando a su silla vacilante. Esto se viene repitiendo desde hace un tiempo. Él nunca me lo ha dicho con franqueza, pero una mujer sabe cuándo su marido desea comer solo, sabe acerca de su pudor por comer tanto y con tanto estrépito. Entonces tenemos una rutina convenida. A esta hora él llega para almorzar, y yo cierro la puerta del cuarto y finjo que no oigo nada. Pero no me es posible. Escucho muy bien todo lo que sucede, y hasta puedo adivinar los alimentos que está devorando. Una hortaliza hervida desaparece cerca de su boca y algunas gotas rojas caen al piso, luego parece hartarse del cuchillo, lo arroja sobre la mesa, levanta con las manos el pedazo de carne y lo va despedazando a dentelladas, y puedo imaginar la grasa manchando el contorno de sus labios, la lengua subiendo y bajando, las tiras pálidas moliéndose en su boca abierta. Mi esposo come demasiado. Pero hubo un tiempo en que los dos almorzábamos con tranquilidad, en el sosiego de los descansos, tejiendo los días y los sueños. Fue después de la tormenta que él comenzó a comer así. Los truenos lo asustaron y eso pareció cambiarlo. Después vimos en la televisión lo que el agua había hecho con las casas de la gente, y salió a comprar comida. Lo demás ocurrió muy rápido. Sus brazos y piernas comenzaron a hincharse y a ocultar sus coyunturas, su vientre cubrió lo que un día habían sido ejemplares muslos, y su respiración se hizo corta, fatigosa hasta el resuello. De ahí que ahora no salga de casa más que para comprar comida y aperitivos. Escucho que abre otro plástico, quizá el que contiene el arroz. Eso de comer con las manos fue un hábito que adquirió con el tiempo. Al principio podía maniobrar con los cubiertos, pero pronto sus manos se inflaron y entorpecieron todo, y ahora apenas maneja el cuchillo en el más rudimentario de sus usos. Algunos terrones de arroz caen al suelo y oigo cómo él se apresura a recogerlos y a llevarlos a su boca. Nunca desperdicia nada. Huelo un aceite sazonado, tal vez un queso frito en cubos; las paredes son muy delgadas y eso me concede una inmejorable apreciación. Siento de pronto que mi apetito crece. Abro la puerta algunos centímetros, deseo espiar, verlo por mí misma, pero la bisagra cruje fastidiosa. Mi esposo deja de comer abruptamente. Sin dudas está mirando hacia el pasillo, alarmado, sorprendido por mi atrevimiento. Después de unos momentos los plásticos vuelven a sonar, más desconfiados esta vez, deliberadamente sutiles. Pero ahora algo está pasando. Hay un estrépito viniendo de algún lado. Me cuesta entender esta injerencia en mi atención. La madera suena tres veces y se calla, luego vuelve a sonar en los mismos intervalos. Alguien está tocando a nuestra puerta. Mi esposo se levanta de su silla y camina hasta el umbral. Se oye rechinar la otra bisagra. Sin dudas la puerta está abierta, y alguien está de pie en el corredor, pero mi esposo no dice nada; no escucho nada. Todo queda en silencio un momento hasta que la madera se cierra, y ambos recorren el pasillo hasta la cocina. Las sillas raspan el piso, otro plato es puesto sobre el mantel, más agua se vierte en otro vaso, y los embalajes vuelven a reducirse, a susurrar. Ellos se sientan a la mesa, se disponen a comer. La otra persona raspa la porcelana con sus cubiertos, acumula los alimentos sobre su tenedor antes de llevárselo a la boca. Los movimientos de mi marido los puedo adivinar con más claridad. Sus manos lentas están abriendo el último envase, el que seguramente contiene la sobremesa. Hay una sorpresa de delicia entre ambos cuando descubren el manjar. Mi esposo toma un puñado del postre y se lo lleva a la boca. El caramelo se escurre por su mentón. La otra persona sigue comiendo, mastica prolijamente, se detiene de a ratos para tragar, da un sorbo al vaso con agua y luego procede con más gusto, quizá hasta sonriendo. Abro la puerta un poco más, pero el metal vuelve a crujir. El silencio que viene desde la sala, además de ser brusco, ahora es doble. Los imagino con sus bocas a medio llenar, mirándose entre sí y luego mirando hacia el pasillo. Doy un paso sobre el pasillo, reposo mi talón sigilosamente. Quisiera poder flotar. Me pregunto si me dejarán sentarme a la mesa para comer el postre. Ya no puedo desatender esta orden de mi apetito, siento que debo comer algo dulce, algo que facilite mi digestión. Doy otro paso, y otro más, y llego al final del pasillo. Cuando asomo la cabeza en la cocina, los veo quietos, erguidos en sus sillas, observándome con invariable fijación. El desorden en la mesa es peor del que imaginé, pero ahora nada se mueve. Poco a poco me voy acercando hacia ellos, avanzo pegada a la pared, casi de puntillas, sintiendo el frío de la casa sobre mi espalda. Y después de dar un repentino paso hacia el centro, los voy mirando con más atención; no se mueven. Alcanzo la silla cabecera y tomo el respaldo, me aferro a ella. Levantarla sería grosero, así que la voy extrayendo centímetro a centímetro, pero al hacer eso no les quito un ojo de encima. Ellos también me miran en silencio, incapaces de detenerme, y yo me digo: no hagas nada brusco, no dejes que haya ningún estruendo que arruine todo, ya casi termina. La silla raspa el piso por un instante, algo que apenas se oye, hasta que permite un espacio por el que deslizo mi cuerpo. No tardo en caer sobre el respaldo. Entonces revierto el empuje, haciendo que mis piernas se pierdan bajo del mantel; pongo los brazos sobre la mesa. Los miro y digo: estoy lista para comer.
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