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Una bocanada de aire antes

sábado 27 de noviembre de 2021
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La mano de mi amiga Vicky trema un poco cuando levanta la taza para darle un sorbo a su té humeante. Escucho el sorbo. Lo escucho bien.

Estamos sentadas en una cafetería, justo frente al supermercado donde ella trabaja, porque así lo convinimos ayer. A Vicky, hace unas horas, le ocurrió algo, y quiere contármelo. Podríamos platicar sobre muchos asuntos, pero ella no parece poder hablar de otra cosa. Así que decido escucharla:

“A esa hora”, dice Vicky, “a esa hora hay poca gente. No sé, digamos que son las tres o tres y media”. La voz de Vicky se hace discreta, casi un susurro. “Primero me llega un viejo con chocolatines y algunas verduras, bastante hablador el viejo, se queja de los precios y del clima, y paga con monedas. Después de un rato aparece una pareja con un bebé llorando en los brazos de la mamá, llegan con el cesto repleto de calcetines, talco, lociones, cosas así. Luego un hombre solitario con un paquete de cigarrillos y dos tarros de café. A todos ellos les sonrío y los despido tan amablemente como puedo. En la caja de adelante veo a Irma vendiendo una bebida fuerte a un grupo de adolescentes que hablan entre risitas y se codean. La conocés a Irma, ¿no? Yo te la presenté una vez. Irma es así”, dice Vicky, y hace una mueca reprobatoria.

Es flaco y narigón. Siento que me observa mientras movemos las cosas, y cuando yo lo miro, él hace esa sonrisa idiota y no dice nada.

Yo asiento con la cabeza.

“Como te digo, no hay mucha gente a esa hora. Pero hay algo en el ambiente, no te puedo explicar. No es el calor. Es como una electricidad, un remolino invisible, sin peso, algo que está por ahí y me marea y siento que voy a desvanecer; a veces me pasa, Pati, ¿a vos no te pasa?”. Su mano casi toca la mía sobre la mesa.

“Entonces escucho por los parlantes que me llaman a reubicación”, continúa Vicky, “me pongo de pie y voy hasta el fondo, donde me presentan al nuevo empleado, y juntos vamos quitando yogures viejos, después movemos los cigarrillos y los dentífricos, extrayendo algunos y poniendo otros, y llevando los arruinados al cuarto de desperdicios. Es un muchacho alto el nuevo empleado. Es flaco y narigón. Siento que me observa mientras movemos las cosas, y cuando yo lo miro, él hace esa sonrisa idiota y no dice nada. Debe tener como quince años. No sé por qué los traen tan tiernos ahora. Y me mira el culo, sabés, ¿querés que te lo diga directamente? Eso hace. Espera a que me agache y me lame la ropa con la mirada. A esa edad no saben disimular, y una no sabe qué decirles, Pati, vos sabés cómo son. ¿Qué les vas a decir?”.

Digo que sí con la cabeza y doy un sorbo a mi té.

“En fin”, dice mi amiga Vicky, se mete el pelo detrás de la oreja. “Después vuelvo a mi caja, limpio el tablón y me pongo a ordenar los billetes, los de diez aquí, los de veinte más allá, y así hasta llegar a los de doscientos. No hago nada hasta que llega esta señora de la que te hablo. La gente compra cosas extrañas, Pati”, dice Vicky, como si estuviera contando un secreto. “Vos no sabés cómo son. Cuando comencé en esto pensé que podía adivinar lo que las personas compraban. Quiero decir, podía entender la utilidad de sus compras. Pero no se puede con todos. La gente compra cosas extrañas, Pati, te lo digo en serio. Cosas dispares. Una vez llegó a mi caja un señor con una bolsa de perejil, un bote pequeño de lavandina y un whisky, lo recuerdo bien. Y a veces una quiere preguntar, sabés, para qué necesitan esas cosas, y te ponés a imaginar qué harán con eso, qué resultados puede tener mezclar whisky, lavandina y perejil, ¿podés explicarme? Después están los exagerados, los que compran montañas de cosas, montañas de papel higiénico, montañas de pan, de cebollas, de chorizos, de todo. Cuando empecé no era así, todo era más predecible, si cabe el término. Había cierta lógica en las compras, podías asociar los productos. Pero algo pasó, no sé, supongo que comenzó cuando pusieron la zona de electrodomésticos, allá en el fondo, y después la de lámparas y cocina, y no hace mucho pusieron cañas y campings. Ya te conté eso, ¿no? Pusieron campings y cañas de pescar a la venta, Pati, al lado de la pescadería”.

Asiento con la cabeza. Vicky da otro sorbo y sigue:

“Bueno, esta señora que te digo, no sé de dónde salió, es una señora menuda, digamos, muy delgada, usa una falda larga y una manta negra sobre los hombros, como esas mujeres de las procesiones. Tendrá unos cincuenta años o más. Tiene el pelo corto, medio canoso, los ojos sumidos, huidizos, y se la ve pensativa, taciturna, como dicen. Nunca la he visto, y mirá que llevo tiempo en este supermercado. Primero pienso que su cestillo está vacío, pero después veo que hay dos cosas. Coloca los pañuelos sobre la cinta, pero se tarda en sacar lo otro. Le da como vergüenza hacerlo, mira a un lado, mira al canasto, y finalmente lo deja sobre el mesón y la cinta comienza a moverlos. Al principio no le presto atención, porque hay mil cosas en las que pienso, y encima el nuevo empleado pasa de tanto en tanto por el pasillo y me deja una mirada encendida, y siento que hace de todo por mirarme el trasero; a veces yo…”, dice Vicky, y tensa las manos. “No sé. No sé qué decirte”.

Yo asiento y guardo silencio.

“Pero después los veo”, continúa Vicky. “Frunzo el ceño, pensando en la utilidad de esas dos cosas, como hago siempre, ya te dije, la disparidad de las compras y todo eso. Miro a la señora, pero ella lleva sus ojos hacia otro lado. Y son cuchillos. Cuchillos y un par de pañuelos. Es todo. Paso los pañuelos por el lector, pero me quedo con los cuchillos en mis manos. No sólo son cuchillos, son herramientas de carnicero, enormes y dentudos como una sierra. Están atados en su base con un adhesivo de la marca. Los reposo entre mis manos y leo el precio. Ocho pesos. Eso me hace fruncir más el ceño. No hay forma de que esos cuchillos valgan ocho pesos cada uno. Le doy varias vueltas a la cosa, y veo mi rostro en el metal, una imagen destellante, fugaz. De dónde los sacó, señora, le pregunto. Ella lleva una mano hacia las hileras, pero no dice nada, su mirada rehúye la mía, me doy cuenta. Miro los cuchillos nuevamente, los llevo hacia un lado y finjo examinarlos. Y no sé qué hacer, Pati, esas cosas no valen ocho pesos, alguien erró al envolver las etiquetas, a veces pasa, o se confunden al imprimirlas. Entonces un hombre alto y rechoncho, con su cesto lleno de cervezas, se pone detrás de la señora. Nos miramos. Irma no tiene a nadie en su caja, así que le pregunto. Irma, le digo, pss. Irma voltea. Doy dos pasos hacia ella y le digo: Mirá este precio. ¿Vos creés que valen eso? Irma se reclina, frunce el ceño igual que yo, pero no puede más que encogerse de hombros. Después mira a la señora y hace un gesto de no saber explicar nada. Vuelvo a mi caja y me quedo mirando los cuchillos todavía más, sus mangos amarillos, sus dientes curvos, su punta aguzada. El señor rechoncho, un poco impaciente, se dirige hacia la caja de Irma, pero al pasar mira a mis tetas, luego me mira a los ojos y de vuelta a mis tetas. La señora se mete el pelo detrás de la oreja y se concentra en la salida, y después en los cuchillos que siguen en mis manos. ¿Qué harías vos, Pati? Y ya te dije que a veces vienen ganas de preguntar para qué carajos van a usar las cosas que compran, pero es contra el protocolo, ¿o no? Entonces prefiero pensar que la señora ha tomado los cuchillos por el precio, porque era una promoción o algo así. Pero no tiene nada más en el canasto. Me rasco el brazo y paso la etiqueta por el lector, y trago saliva. Son veinticinco pesos, le digo. La señora saca una monedera, cuenta algunos billetes y me paga. Pone todo en una bolsa con movimientos rápidos, vertiginosamente, y camina hacia la salida. Allí se detiene. Delante de ella la circulación de autos es abrumadora y el viento hace aletear sus ropas. Mira a los lados, a su bolsa, y decide ir hacia la izquierda, calle abajo, hacia los parques, con un paso tan lento como apacible. Es una señora menuda cargando una bolsa de plástico, nada más”.

Algo sustrae a mi amiga, un pensamiento detrás de su cabeza, está imaginando sucesos, lo sé, y no puede evitarlo.

Vicky termina su té y deja la taza sobre el platillo. Se limpia los labios con una servilleta y luego mira sobre mis hombros, porque el supermercado está detrás de mí. Apoya un codo en la mesa y se tapa los labios con dos dedos, en silencio. Hay algo en la mirada de mi amiga, no sabría decir, sus ojos se pierden en lo que contemplan, se abstraen, no están aquí. Le quiero decir algo. Le quiero decir muchas cosas. Le quiero decir que tengo un retraso de cinco días, por ejemplo, y que pienso teñirme el pelo de castaño, que tengo la plata para hacerlo. Pero ella no estaría interesada en eso, no ahora. Termino mi té y pedimos la cuenta.

En la puerta del establecimiento Vicky me pide que la acompañe a tomar el bus. Mientras caminamos hablamos un poco más, pero con menos palabras que antes. Algo sustrae a mi amiga, un pensamiento detrás de su cabeza, está imaginando sucesos, lo sé, y no puede evitarlo. Después de estar paradas cinco minutos sobre la acera, el bus de Vicky llega. Hay otras personas aquí, gente volviendo del trabajo, de la escuela, de todas partes. Algunas de ellas suben al bus y se embuten junto a Vicky, pero yo me quedo mirando los movimientos de mi amiga, miro cómo sube, cómo pasa el trinquete y camina por el pasillo en busca de un asiento y se deja caer en uno del fondo. Ella no gira para mirarme, en vez de eso deja un codo en el borde de su ventanilla y se acaricia el pelo, observando la calle, pensando. Eso es lo último que veo de mi amiga. El bus arranca y el olor espeso de la ciudad renace de nuevo entre los faroles y los extraños que me rodean, y entre todos estos muros de concreto interminable. Miro la hora en mi pulsera y sé que yo también debo volver a casa. Así que comienzo a caminar. Me hago paso entre la gente hasta llegar a la esquina. Giro y doy con una acera despoblada. Sigo caminando. Hay algunos negocios abiertos, hay luces en los escaparates, escucho voces cansadas y portones cerrándose, escucho la declaración de la noche cayendo por todas partes, en mis manos, en las fachadas, en el rugido del tráfico, todo es noche. Cuando me detengo, me hallo sin quererlo de nuevo frente a la puerta de la cafetería, que parece estar a punto de cerrar, porque no hay casi nadie en su interior, sólo la muchacha detrás de la barra, contando billetes, muy concentrada; no me ve. Voy hasta la ventana del ángulo, sigilosamente, y me quedo un momento aquí, viendo a través del cristal la mesa donde Vicky y yo estuvimos sentadas conversando. Puedo imaginarnos allí, nuestros cuerpos en las sillas, nuestros codos sobre la madera, hablando. Las tazas siguen habitando desordenadamente el mantel, junto a la bandeja de bocadillos, rodeadas de migas y de dos servilletas abolladas, manchadas de labial. Pienso que bastaría rozar esas tazas para que sonaran; porque son tazas brillosas, de porcelana, con las cucharillas acurrucadas sobre el platillo. Y las bolsitas de té, que yacen dentro de ellas, no son muy diferentes de un cuerpo arrugado, viejo, desnudo en este momento sobre una bañera, un cuerpo de hombre, con la espalda abierta dos veces por un cuchillo de mango amarillo empuñado por una mano de señora, quien deja ahora que todo se desangre sobre unas cortinas arrancadas por la sorpresa y por la caída, como se deja desangrar una bolsilla de té sobre un platillo; eso después de una gran bocanada de aire que tomó detrás de la puerta, una inhalación profunda que precedió al gemido; tal vez la misma bocanada que yo tomo en este instante antes de seguir caminando, porque las luces de la cafetería se van apagando, y todo se extravía en la oscuridad.

Giordano Hurtado Morón
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