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Matilda, por Antonio Cerezo Sisniega

sábado 14 de agosto de 2021
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Matilda se llama mi jefa. Mi amiga también, porque es la misma persona. Es decir, se trata de la mujer que engendró el mismo hombre y parió la misma mujer. Tuvo la suerte de nacer en el campo rodeada de innumerables tonalidades de verde, riachuelos limpios y cielo azul, pero la mala fortuna de codearse con indígenas cuyos ancestros fueron esclavos de españoles primero y de gente adinerada después.

Los indios trabajaban en inmensas fincas por la comida o en algunos casos por una moneda para comprar los mismos bienes que ellos producían con el sudor de su frente. A fuerza de palos aprendieron a ser obedientes y no contradecir al patrón en lo más mínimo, pues los castigos eran la pérdida de trabajo, vivienda y estabilidad para sus familias. Cuando el patrón decía “hoy va a llover”, el indio decía “sí, patroncito”. Si exclamaba “¡hoy ganarás la mitad de tu salario!” el indio bajaba la cabeza con el consabido “sí, patroncito”, y si se le ocurría ordenar “tráeme a tu niña de doce años porque ya está crecidita y es toda una mujer”, el indio obedecía sin chistar.

Matilda es una gran mujer. Trabajadora, querendona, amable, bonachona y todos los epítetos que se nos puedan ocurrir, además de gordita y por ello agradecida con la vida. Pero todavía tiene la mentalidad del indio, de esos personajes con los que convivió en su niñez y juventud: el síndrome de que el patrón es el que manda y no se le puede contradecir. Cuando una vez le dije “eso no se puede hacer porque va contra las disposiciones de la organización”, me contestó “son órdenes del jefe”…

La que está perdida es ella con ese pensamiento del siglo XVII o XVIII, pero ahora estamos en el XXI.

—Sí, pero vamos a quedar mal con todos —le dije, y respondió muy seria:

—Mirá, aquí trabajamos para los jefes y tenemos que hacer lo que ellos digan. No te perdás.

Puta, pensé, la que está perdida es ella con ese pensamiento del siglo XVII o XVIII, pero ahora estamos en el XXI. Tenemos derecho a reclamar nuestros derechos, exigir un trato humano, opinar, expresar nuestro punto de vista y no bajar la cabeza ante una orden incoherente y a veces ilegal de los jefes.

Pero no se trata sólo de incoherencias e ilegalidades. También de repeticiones de trabajo innecesarias que nos llevan a perder valioso tiempo y que a mí me produce, de repente, dolor de hígado o de cabeza al hacer documentos repetitivos, de esos que ordenan los jefes cada cierto tiempo y además lo piden con el agregado de “es urgente”.

—Pero mirá —le digo a Matilde—, eso ya lo hicimos la semana pasada.

—Sí, pero ahora lo quiere en forma de matriz.

—También hicimos una matriz la semana antepasada —le espeto ya un poco mosqueado.

—Ahora lo quiere con “antecedentes, objetivo y lo que se espera”.

Harto ya de tanta pendejada, le digo sí, está bien, te lo mando por correo en un ratito, y voy a mi máquina, busco los documentos relacionados, le cambio nombre a alguno, a veces el tipo de letra, paso un párrafo para arriba, otro para abajo, en fin, lo arreglo y lo envío. Matilde lo reenvía, el jefe queda satisfecho y ella cumple con atender, igual que los indios, los caprichos del jefe sin rechistar.

Por eso me alegré tanto cuando nos dijo “vamos a llamar al jefe financiero para que nos diga cuáles son nuestros derechos”.

—Puta, dije, ¡por fin! El siglo XXI está alcanzando a Matilda.

La plática fue constructiva. Participamos todos los del departamento y la conclusión fue hacer a las instituciones de la parte normativa y de control las respectivas consultas reclamando nuestros derechos.

Se hicieron notas para ambas instituciones argumentando, amparados en la ley, los derechos inherentes a los empleados y la petición concreta de que se cumplan.

Matilde la leyó y dijo:

—No pidamos eso. Lo podemos resolver por otro lado.

En mi mente se presentó de nuevo la imagen del indio sumiso que no protesta, no pide, no se manifiesta ante nada si todo está dispuesto por los “patroncitos”.

Puta, pensé, como si sólo fuéramos nosotros y no todos los funcionarios quienes se verían beneficiados. ¿Para qué, entonces, hicimos el gran show con el jefe financiero, discutimos, pedimos explicaciones, buscamos alternativas? ¿Fue sólo una paja mental, como diría mi abuelita?

—¿Qué de malo tiene —le dije— que quede normado por las dos instituciones cuáles son nuestros derechos?

—No —me respondió—, para qué vamos a pedir eso si no es necesario. Ya conseguiremos alguna ayuda para salir adelante.

En mi mente se presentó de nuevo la imagen del indio sumiso que no protesta, no pide, no se manifiesta ante nada si todo está dispuesto por los “patroncitos”. ¿Que los beneficios solicitados se pueden conseguir por otro lado? Lo dudo. Tal vez por algún tiempo, pero después, cuando por alguna razón no se pueda, quedamos desprotegidos. ¿Qué cuesta reglamentarlo?

—Si no estamos pidiendo limosna —dije mentalmente—, sólo queremos que la ley se aplique como debe ser. Con todo el derecho que como personas tenemos.

A petición suya se hicieron algunos cambios a las cartas y se le entregaron de nuevo con la idea de que recapacite. Ojalá las haga llegar donde corresponda y no las engavete, pero lo dudo.

A Matilda, la mujer gordita, trabajadora, bella, querendona, amable, bonachona, que conocemos, no la ha alcanzado el siglo XXI. Sigue viviendo con la idea de encontrarse en su pueblo bañada por la luz del sol, entre verdes refulgentes, rodeada de indios, y no ha podido sacar de su mente el síndrome indígena de que el patrón es el que manda y no se le puede contradecir.

Antonio Cerezo Sisniega
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