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Las memorias de don Simón

jueves 7 de octubre de 2021
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A Pablo Arroyo

—Mi padre adoraba las panochas —la mujer sudorosa, pesada, agita displicente su roto abanico. Parece perdida en otros mundos. Un minuto después, como quien descifra a destiempo un chiste que en el acto no había entendido, ríe de su propio comentario—: pero las de manteca de chancho, crujientes como estas, aunque de las otras también gozaba, ¡y vaya que gozaba ese chapetón incorregible!, sobre todo si eran de sus esclavas.

Rodríguez apenas si hace la mueca de sonreír.

—Por lo visto, no ha mejorado usted mucho en lo que a vestir respecta, maestro. Jonathás hasta pensó que era su merced un pordiosero más —dice con ligereza. El hombre guarda silencio.

De pronto, un repentino rubor entibia las mejillas de la mujer: se pilla a sí misma en su aspereza, en su honda lejanía. Hay una sequedad insolente en el trato que dispensa al visitante. Cierto es que los únicos hombres que han pasado por aquí en estos años han sido los mozos mandaderos en procura de los encargos de sus señoras y uno que otro viajero curioso. Pero ello no justifica tal indiferencia. Disuelve un terrón de azúcar en su café. Mas no lo prueba, pone la taza en la gran mesa cuadrada de cedro y camina despacio hasta la silleta de estera donde descansa su interlocutor.

¡Nuestro Bolívar! Dice bien, Rodríguez. Aunque hay quien quiere fragmentarlo en bandos de guerra y discursos patrioteros.

—¡Ay, Simón! ¡Tú por aquí, viejo! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? —reclina su rostro, con ambas manos sobre las sienes del anciano le levanta la cara, le besa la frente—. Prueba esto, no te hará mal —pone a su vista una bandeja de panochas recién horneadas.

—Dieciocho años, doña Manuela, la última vez que nos vimos era 1825, junio 27, y nuestro Bolívar vivía.

—¡Nuestro Bolívar! Dice bien, Rodríguez. Aunque hay quien quiere fragmentarlo en bandos de guerra y discursos patrioteros, como Páez en Venezuela, como Santa Cruz en Bolivia, como Rocafuerte acá, en verdad Simón fue uno y nuestro. Santander y Obando, en cambio, hacen de su odio a Bolívar timbre de orgullo. ¡Pobres diablos! Pero él era, y seguirá siendo, nuestro Bolívar. ¡Dígame usted si no!

Pícaras, Jonathás y Nathán se asoman por el postigo de la puerta de la habitación central, que permite una buena vista a la sala. La Morito, mocita de apenas trece años que ha llegado hace poco tiempo a servir a doña Manuela, trata de asomarse en un resquicio que queda entre las dos mujeres. “Salga pa’llá, muchacha entrépita”, la reprenden a dúo. Son las dos de la tarde.

—Tengo entendido que hubo mucha pompa en Caracas con la repatriación de los restos del Libertador. Páez aparece ahora como el más bolivariano de todos —suelta Manuela.

—Aquí ya no hay bolivarianos, ni verdaderos patriotas, mi querida señora. Para hacer repúblicas es menester gente nueva —sentencia don Simón. Frunciendo los labios, pregunta:—. ¿Paita siempre es así?

—¿Cómo, don Simón? ¿Polvorienta, apestosa a pescado rancio? Hay gente muy trabajadora, amable, y si lo dice por…

—No, triste.

—¡Ah, bueno! Esta zona, sí. Pero en el barrio de Maintope hay mucha actividad. Es un pequeño y santificado infierno de marineros y meretrices, con sus bares, sus saltimbanquis, sus guitarras. Pero es también de allí de donde recibimos lo poco que nos llega para subsistir.

Las negras en el cuarto se disputan el privilegio de la vista. Han acordado turnarse a intervalos de tiempo que miden en puntadas y zurcidos. Manuela, más que su señora, es su amiga y confidente.

—Cuénteme, querido Robinson: ¿qué ha sido de su vida todos estos años?

El otro retiene el aire unos segundos hasta que exhala, en gesto profundo:

—Un permanente ensayo, mi señora. Me la he pasado ensayando a formar republicanos, con nuestra lengua, con nuestros libros, con nuestras ideas, con nuestros poetas, con nuestra geografía. Pero poco de bueno me ha dejado mi terquedad. ¿Alguien entenderá un día qué es la educación popular? ¿Alguien se dará cuenta de que las escuelas-talleres no son el depósito de la escoria social? ¿Alguien reparará en que los campesinos, los artesanos, los esclavos, los indios, son la mayoría de la población y tienen tantas capacidades y merecen los mismos derechos y tratos que las élites que nos gobiernan? Dar la mano al caído para que se levante es obligación de la sociedad… educación popular… educación popular…

—“Popular”, palabra proscrita del discurso de estos gobiernos. Ellos prefieren hablar de congresos, de constituciones a la europea, de leyes novísimas, de la herencia independentista que dizque defienden, de la legitimidad de sus prácticas. He allí una de sus palabras favoritas: “legitimidad”. Sonante, empalagosa, incriminadora, cada vez que alguien con ideas igualitarias amenaza sus dominios aparece la vocecita engolada en defensa de la legitimidad. Cuán cierto es que lo popular no gusta mucho, no es legítimo, dirían.

—Como si no fuera legítimo salvar de la ignorancia a millones de compatriotas que gimen desde las penumbras. ¿Qué piden?: un poquito de luces, un empujoncito, escuelas y libros, educación y trabajo, sólo eso bastaría, porque hay tanto talento en las gentes laboriosas que habitan el mediodía de América, que en cuestión de pocos años, créame, tendríamos ciudadanos cultos en repúblicas firmes que reclamarían un lugar de honor entre las naciones del mundo. Yo lo vengo diciendo desde hace mucho, mucho tiempo. Pero parece que no tiene caso.

—¿Pesimista, Robinson? Esa dudosa cualidad no se la conocía, señor mío. Así le habrán golpeado las desdichas.

—¡Uhm!… ¡Qué le digo! ¡Salvíficas panochas, beatíficas y tiernas panochas! Tomaré otra, Manuela, que al embarcarme a Guayaquil no sé cuándo vuelva a probar bocado. Y no es pesimismo, verá usted, es más bien decepción. Soy un incomprendido arrebatado por ideas que otros califican de exóticas e impracticables, “loco”, me llaman acá; “vagabundo”, allá. Acaso tengan razón, me digo, pero al rato se me pasa el desánimo, ¿sabe?, y me acuerdo de los proyectos avizorados y escritos y ya está, vuelvo a la carga, con la lanza en el estribo, cual buen llanero, o con la plumilla en los dientes, metáfora que mejor me acomoda. Claro, no con el ímpetu de otros tiempos por los achaques propios de esta edad: ya son 74 años y muchos golpes he llevado, ciertamente.

Sobre la mesa hay documentos muy importantes para mí, Manuela. Hay cartas, manuscritos de obrillas a medio hacer, bocetos de proyectos sobre instrucción pública.

Rodríguez se levanta con moroso ademán de su asiento, cruza sus manos y las hace descansar en su vientre. Luego, las junta en su espalda. Traza una diagonal hasta la esquina izquierda que da acceso a la cocina, al fondo de la sala, donde cuelga una colorida hamaca.

—¿La tejió usted?

—No, es obra de una de las más obstinadas bolivarianas de Guayaquil, mi comadre Refugio Cáceres. Me la obsequió después de Ayacucho.

El visitante camina hacia la otra esquina, gira dos veces sobre sí mismo, lento, siempre con las manos juntas. Se detiene frente a un armario con platos y cubiertos.

—Sobre la mesa hay documentos muy importantes para mí, Manuela. Hay cartas, manuscritos de obrillas a medio hacer, bocetos de proyectos sobre instrucción pública, tratados, manuales de enseñanza, algunos periódicos europeos que traje conmigo hace años. Hay un texto que redacté en París cuando enseñaba lengua castellana en la academia que fundé con don Servando Teresa de Mier. Pero, sobre todo, están mis memorias. Me he pasado los últimos cinco años de mi vida escribiendo como un penado a muerte, cada noche, con el hambre y las fiebres sonriéndome encima del hombro. Mil quinientas cincuenta y nueve cuartillas bien apelmazadas: he allí el producto de la empresa. Esos papeles son, como usted y como yo, mi cara amiga, unos sobrevivientes. Por poco y los pierdo en Lima, ¿sabe?, en un horrible incendio que carbonizó la mitad de mi archivo hace seis meses. El azar o la providencia —a estas alturas no lo sé— quisieron que se salvaran. Pero no quiero seguir tentando a la suerte. Además, no es la primera vez que escapan del fuego. Antes, en Valparaíso, una casera molesta con mis demoras en el pago las tiró de sopetón en un cuesco de aceite y amenazaba con prenderles yesca si no satisfacía sus requerimientos. Necesito tenerlas bajo buen recaudo. Usted ya imaginará que en las memorias de un bolivariano exiliado, medio anarquista, medio socialista —de cuya sumatoria resulta como producto un sedicioso—, poco o casi nada amable habrá para quienes hoy tienen el poder. Si cayeren en manos de esa gente sería tan fatal como que sucumbieran en las lenguas del fuego. Usted sabe cómo he vivido, cómo ha sido este ingrato reto de servir al público sin armas. Ellos saben cómo defenderse de sables y trabucos, pero no cómo hacerlo ante las ideas; por ello, para combatirlas no esgrimen razones sino sables y trabucos. Algo que se paga caro en estas tierras, al parecer, es pensar, y pensar para bien de la masa, del pueblo. Todo eso he intentado retratarlo en la magra tinta de esos papeles.

—¡Qué de cosas dirá usted allí de nuestro Bolívar!

—Del Libertador de Colombia digo mucho tanto como de sus sepultureros. Aunque algo de ello lo escribí en la Defensa de Bolívar, la mayor parte de lo que aquí cuento es inédito. Por ejemplo: ¿sabía usted, Manuela, que Bolívar gustaba de cantar arias de óperas francesas o romanzas italianas acompañado al piano por un cura jacobino rioplatense en un burdel francés? ¿Qué, estando en Milán, nuestro Bolívar se sintió deshonrado y retó a duelo de espada a un patiquín español que habló mal de las mujeres caraqueñas? ¿Oyó usted alguna vez hablar de los ejercicios pictóricos de aquel enfebrecido joven en Bilbao? ¿De su exigente método de estudio? ¿De cómo cotejaba y anotaba los textos de los clásicos en latín con las mejores traducciones al francés o al inglés? Con todo, no es sólo Bolívar el protagonista de mis prosas.

El anciano, poseído de súbito por una insospechada energía, caminó hacia la mujer.

—El conocimiento práctico que adquirí en mis viajes por Europa y por los Andes, desde hace medio siglo, me ha permitido acumular millares de experiencias que pudieren resultar de interés para otros, o, a lo menos, eso espero. Encontrará en mis memorias una pequeña biografía de Alejandro Petión y otra de mi admirado Manuel Cortés de Campomanes, un estudio comparado del clavicordio y el virginal, trabajos de astronomía maya y colombofilia, de brujería catalana y mitología escandinava, del veneno de las tarántulas y la alquimia celta, de la educación aborigen americana y la jurisprudencia abasí, de la escritura incaica y los sistemas de regadío del Antiguo Egipto, de agricultura y de botánica, de hidráulica y de carpintería, de jabones y tintas caseras, de un curioso juego de pelota con las caderas que practicaban los mayas y de unas increíbles historias de selenitas, de los patacones que tanto gustaban a nuestro Bolívar y de los tamales de choclo morado, de mi suerte como comisario bizcochero o impresor de bandos piratas en Filadelfia, del exterminio de los taínos y de la postergada pero indetenible abolición de la esclavitud en el Nuevo Mundo… Mis experimentos de ingeniería y de química, mis estudios del lenguaje, mis traducciones, mis amistades, algún poemilla de ocasión, mis amores… todo, todo, o casi todo lo que he ponderado relevante en mi vida, está allí. Mi propósito es que se conozcan mis ideas por mis escritos. Es el epítome de los empeños de una vida.

—Sorprenderá usted a los lectores, como a mí con tan apasionada introducción. Ya ansío leer su libro, don Simón. ¿Tiene editores? ¿Cuándo lo veremos publicado?

Manuela, no me queda mucho por vivir. Quizás meses, un año, tres… ¿Quién puede saberlo? No será mucho tiempo, comoquiera que sea.

—¡Ah, querida Manuela!, es eso de lo que vengo a hablarle —el hombre, que pareció perder la fuerza inicial, se sienta en el banco, pensativo, silencioso, hasta que vuelve en sí—. Bolívar siempre repetía que era usted quien dosificaba sus ímpetus, era su bálsamo, quien ponía orden a ese torbellino de ideas que bullían en la cabeza del genio sin par. “Manuela es la guardiana de mis papeles, mi salvadora”, decía. Si usted merecía tal honor era por innegables prendas.

—Aún no entiendo, Robinson. Es cierto que así me estimaba mi amado Bolívar. De hecho, conservo los papeles que él me dio en depósito. Eso es lo más sagrado para mí, pues se trata de documentos importantísimos. Pero, insisto, no entiendo.

—Manuela, no me queda mucho por vivir. Quizás meses, un año, tres… ¿Quién puede saberlo? No será mucho tiempo, comoquiera que sea, de modo que debo resolver varias cosas y una de ellas es la publicación de estas memorias. Mi deseo es que salgan a la luz después de mi muerte, y para ello, necesito que hasta entonces estén en manos de alguien de mi entera confianza: alguien como usted.

—¿Por qué no quiere que sean publicadas ahora, si usted mismo dice que no le queda mucho tiempo por vivir?

—Hay cosas allí que no deben ser dichas ahora, pues irían en perjuicio de personas a las que estimo. De hecho, mi petición es que las guarde por diez años, al cabo de los cuales se las entregará a la persona cuyo nombre y dirección está escrito al reverso de la última cuartilla. Él sabrá qué hacer con ellas.

—¿Y por qué no se las envía directamente a esa persona, maestro?

—Él no las puede tener ahora. No debe tenerlas.

La mujer estaba visiblemente incómoda.

—Haga usted el esfuerzo por hacerme este servicio. Se lo pide un amigo de la causa.

—¿Pero quién le dice a usted que no moriré antes que su merced y que sus papeles, con los de Bolívar, no se perderán?

—La ley de las probabilidades, mi señora. Hay una generación de diferencia entre nosotros. Además, es usted mucho más devota que yo, de modo que sus plegarias son mejor recibidas por el Altísimo que las mías.

—No creo ser precisamente un relicario en pasta como para tener prebendas celestiales, mi señor. Además, ¿no me ve?, reumática, gorda, sobreviviendo a migajas.

—Sé que usted vivirá mucho más que yo, Manuela. Yo me vine de Europa por Bolívar. Pude haberme quedado a vivir con cierta holgura en España o en Francia como maestro, o traductor, o tipógrafo. Pero no, la fuerza que irradiaba Bolívar era tal que no dudé en aceptar su invitación de venir a educar a los nuevos republicanos. Y aquí me quedé, por él. Aquí también moriré, pero me queda el consuelo de haberle sido fiel al Libertador de Colombia. Manuela, no se engañe, es usted el último pedacito de Bolívar que hay en el mundo.

—No el único, usted también tiene su pedacito, maestro.

—Debo confesarle que llevo varias noches sin dormir agobiado por la misma pesadilla: siempre el fuego, siempre mis pobres papeles reducidos a cenizas, siempre el esfuerzo de años sacrificado en una inclemente pira.

—Es curioso que le tema tanto al fuego un reputado fabricante de velas —dice Manuela, que al fin vuelve a sonreír—. Descuide, Robinson, este bracerito es inofensivo. Y, sí, acepto, cuidaré de sus papeles. Diez años, ni más ni menos. ¿Y quién cuidará de mí, amigo, en todo ese tiempo? Dos expatriados, eso somos, viejo. Usted que va para Guayaquil y yo que no volveré más allá, porque ni me dejan ni puedo. Ya ni recuerdo cuál es mi patria.

—¿Y qué es la patria, a fin de cuentas, Manuela? Yo no tengo ni patria, ni hogar, ni familia, ni nada, como bien dijera Bolívar. Yo soy de América. En Quito trataré de hallar quien edite mi Sociedades americanas, que en Lima no pasó de la introducción, pese a las promesas que me hicieron. Guardo la esperanza de obtener algún beneficio económico de esta obra. Esto se queda con usted —Rodríguez se puso en pie muy decidido, y le dio a Manuela un bulto sellado de papeles, que ella recibió estrechándole la mano como un varón, tal como hacía en sus juegos de infancia.

“Ya se va”, Jonathás codea a Nathán que estaba distraída bordando un encaje. La Morito las mira fastidiada, sentada en la cama.

Ah, casi lo olvidaba, lea el manuscrito sólo cuando sepa que ya no vivo. Y lo sabrá, porque pienso volver a Paita, a morir cerca de usted.

—En buenos trapos me veo, al fin de mi vida, sin botas decentes, sin casa, sin siquiera doscientos pesos de capital, y viviendo de prestado. Aquí soy un cero llenando un vacío, querida señora, un miembro de la sociedad humana que no obstante su edad quiere vivir de su trabajo. No acepto ayuditas ni limosnas, quiero pagar lo que como, por eso me voy a Ecuador.

—Yo también he vivido en la miseria por años, ni falta hace que me lo diga. Sé de qué me habla. Pero, aunque estoy de acuerdo con su merced y hago mío su orgullo, no despreciará estos bocadillos que meto en su faltriquera. Suerte que es ancha, como su corazón. Así lo hacía con Bolívar… Le serán de mucho bien: hay galletitas de mantequilla, higos negros y panochas. Ande, maestro, recuérdeme siempre.

—Lo haré, Manuela. Ah, casi lo olvidaba, lea el manuscrito sólo cuando sepa que ya no vivo. Y lo sabrá, porque pienso volver a Paita, a morir cerca de usted. Pero eso será luego, ahora procuraré llegar a Guayaquil y de allí seguir viaje a Quito para ponerme a trabajar. Espero que tanto usted como yo tengamos buen éxito en lo porvenir.

 

3 de junio de 1843. Diario de Manuela

Hoy, a las dos de la tarde, recibí la visita de don Simón Rodríguez, el maestro de mi Bolívar. Estoy rendida del cansancio, pues después de despedir al maestro, hube de hacer un resumen detallado de mi conversación con él a las muchachas. ¡Cómo si no supieran las muy bribonas de qué hablamos!, pero yo les sigo la corriente, porque me hace tan feliz la plática de estas mujeres que si no fuera por ellas ya habría muerto de pura soledad. Me atrasé con unos pedidos —el tabaco del muy gruñón de Morera, las galletas de mantequilla de Ana Teresa— por atender a mi amigo, pero bien que valió la pena, pues quizás no vuelva a verlo. Don Simón se fue, pero me dejó un tesoro: me ha pedido que resguarde, por diez años, el manuscrito de sus memorias. Yo sé cómo es este Simón, obstinado, terco, cuando fija una idea es difícil moverlo de allí, de modo que al final accedí a su extraña solicitud. Digo extraña porque… ¿Y su esposa? ¿Y su hijo? ¿Un amigo más a la mano? ¿No serían ellos los más indicados para cumplir la encomienda? Parece que el maestro no quiere exponer a ciertas personas a las posibles represalias de los gobiernos antibolivarianos de hoy, por el tenor de las cosas que escribe. Me ha hecho prometerle que no abriré el legajo hasta después de su muerte. Así lo quiere él, y yo que me muerdo los codos de la curiosidad por leer lo que escribió, así lo haré. Eso sí: tendré que aguantar un buen tiempo las cantaletas de Jonathás y de Nathán: que si su mercé no sabe qué dice el señor maestro de usté, que cómo me pintará a mi señor Bolívar, que si sería muy enamorado el maestro, tan serio que se ve, que cómo escribirá poesía, que si esto, que si aquello… y dale y dale a la lengua. Ya a esta hora se han dormido; yo estoy a punto de acostarme. Sé que pronto se me olvidará el asunto este de las memorias y pasarán los diez años. Para curarme en salud he metido los papeles bajo llave en mi cofre de caoba. Cuando Rodríguez se fue no pude evitar llorar: es que me parecía que con él se iba mi Bolívar, mi Simón. Mañana le pediré a Jonathás que riegue las violetitas.

 

Simón Rodríguez volvió al Perú, en 1853, y al año siguiente murió en Amotape, muy cerca de Paita, adonde pretendía llegar, ya bastante enfermo. Manuela, entretanto, agravó de sus dolencias reumáticas hasta el punto de no volver a caminar. Con todo, esto no fue impedimento para que siguiera viviendo del modo más digno: recibía a ilustres visitantes, escribía sus diarios, leía con voracidad, hacía sus famosos dulces caseros en un bracerito de hierro que tenía al lado de su sillón de ruedas. En 1856, contrajo una difteria bacteriana que finalmente le causó la muerte. La política de las autoridades de Paita era inexorable: quemar todas las pertenencias del enfermo para evitar más contagios. En el fuego, además de baúles con ropas, sábanas y otros enseres de doña Manuela y de sus criadas, crepitaba, se dice, un cofre lleno de papeles.

Orlando Yedra
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