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Caza

jueves 20 de enero de 2022
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Me veía reflejado en el gran espejo de la recepción del hotel. Estaba justo enfrente, sentado en un amplio y mullido sofá en el que me hundía, disfrazado de cazador, grueso como un elefante. El traje me lo había comprado mi padre y me caía informe porque no estaba destinado a un cuerpo imposible como el mío y porque su tejido nuevo y rígido todavía no se había hecho a mis formas. Me hacía sentir ridículo. Sólo me consolaba que de cuando en cuando algún cliente del hotel pasaba entre donde yo estaba y el espejo y me hacía desaparecer por décimas de segundo de la realidad.

Mi padre se encontraba en un extremo del recibidor, en la barra de la cafetería, charlando y bebiendo cerveza con sus dos amigos con los que habíamos ido. Uno de ellos, Juan, era casi canijo, estaba completamente calvo y tenía un bigote corto y ancho como si se lo hubiera pintado con un corcho quemado. El otro, Eusebio, era alto y delgado, tenía el pelo muy tirante hacia atrás y unos ojos saltones como de besugo. En la distancia los veía beber y reír, volver a beber y volver a reír interminablemente.

Yo, mientras, intentaba anular el tiempo ojeando las revistas de caza que había en una mesa al lado del sofá. En ellas aparecían por todas partes animales muertos. Parecían catálogos de cadáveres. Los cazadores los exhibían con orgullo poniendo unas veces un pie sobre ellos cuando estaban en el suelo, otras manteniéndolos en el aire cogidos por las patas o suspendidos de algún tipo de garrucha cuando eran muy voluminosos, y las más de las veces mostrando sólo su cabeza disecada presidiendo algún salón o biblioteca. Así transcurrió un tiempo infinito en el que por momentos me estaba poniendo malo porque sentía muchísimo calor —en aquel hotel hacía un calor sofocante, quizá para compensar el frío del exterior—, las piernas se me estaban congestionando y la ropa me incomodaba cada vez más y me producía picor por todo el cuerpo. Tenía unas ganas enormes de subirme a la habitación para meterme en la cama y relajarme, pero mi padre no acababa nunca. Por fin, cuando ya empezaba a desesperar, mi padre y sus amigos se debieron de cansar, apuraron la cerveza que les quedaba y se despidieron hasta el día siguiente. A continuación mi padre vino hasta mí.

Al día siguiente nos levantamos en medio de la oscuridad mucho antes de que despertara la mañana. Fuera del hotel, en pleno campo, hacía un frío paralizante.

—Vámonos a dormir. Tenemos que madrugar —me dijo.

Me levanté y fuimos hacia el ascensor.

—Si quieres, mañana me quedo aquí —dije mientras esperábamos al ascensor, en un último sondeo con la esperanza de que se hubiera arrepentido.

—De ninguna de las maneras —contestó—. Hemos venido a lo que hemos venido.

Al día siguiente nos levantamos en medio de la oscuridad mucho antes de que despertara la mañana. Fuera del hotel, en pleno campo, hacía un frío paralizante. Con movimientos torpes por el sueño y la baja temperatura nos subimos a un todo terreno cargados con los trastos para la caza. El coche arrancó y renqueante comenzó a avanzar por una estrecha y zigzagueante carretera que nos acercaba a unas montañas próximas. Se mostraban como una densa silueta oscura en la penumbra del cielo que comenzaba a clarear.

—Verás cómo te gusta —me dijo Juan para congraciarse, en un intento de crear buen ambiente.

—Seguro que hoy abatimos uno de los grandes. En el hotel me han dicho que este año los hay enormes —dijo Eusebio.

—Tenemos que hacer de ti un cazador tan bueno como tu padre —insistió Juan.

—Tu padre hasta ahora ha sido el mejor —apostilló Eusebio y siguió con sorna—. Se conoce bien esta sierra y ha tenido suerte. Pero este año también la conozco yo y voy a demostrar de lo que es capaz un cazador de verdad.

Mi padre me miró y sonrió escéptico. Yo vivía esa situación con la veladura deformante propia de los sueños por la falta de descanso.

El todo terreno llegó a una rotonda en la que acababa la carretera al pie de las montañas. Allí empezaba un camino de tierra estrecho y bacheado por el que seguimos como a cámara lenta. Las piedras ametrallaban los bajos del coche y los baches nos zarandeaban de un lado a otro continuamente. Así estuvimos ascendiendo por un valle ancho hasta que llegamos a un llano en el que acababa el camino al lado de un impetuoso río de montaña. La naturaleza comenzaba a teñirse con el tímido resplandor del amanecer. El suelo y los árboles estaban cubiertos con un velo de rocío. De algunas ramas que pendían sobre el agua colgaban carámbanos de hielo.

Mi padre y sus amigos se colgaron las escopetas, los cartuchos y los zurrones, y comenzamos a caminar por un sendero en suave pendiente que transcurría entre árboles paralelo al río siguiendo un valle cada vez más estrecho.

Impulsados quizá por el afán de la caza enseguida impusieron un ritmo que en pocos minutos me dejó retrasado. A cada vuelta del río el camino se volvía más inclinado y accidentado, con grandes piedras, ramas, y suelo resbaladizo. Mi padre me aguardó sentado en un tronco caído tapizado de musgo.

—Vamos. Ya falta poco —me dijo para animarme.

Me tomé unos segundos para recuperar la respiración. El aire frío me quemaba la nariz y el pecho. Mi padre estaba impaciente por continuar y al poco seguimos caminando, mucho antes de lo que yo hubiera deseado. Juan y Eusebio iban por delante, algo distanciados.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó mi padre mientras caminábamos, como si se le acabara de ocurrir, quizá para que fuera menos violento.

—¡Vamos! —gritó Eusebio en la distancia, interrumpiendo una contestación que no existía—. ¡No tenemos todo el día!

Juan y Eusebio se habían detenido en una revuelta del camino bajo una pared vertical tapizada de hielo.

—¡Ya vamos, ya vamos! —contestó mi padre—. ¡Si de todos modos no seréis capaces de hacer nada hasta que llegue!

Cuando los alcanzamos continuamos sin parar. La tierra húmeda se pegaba a las botas. El camino se estrechaba y se hacía aún más empinado y accidentado. Enseguida me volví a retrasar. Mi padre también comenzó a rezagarse. Juan y Eusebio llevaban un ritmo difícil de seguir. Me preguntaba que por qué no me había quedado en el hotel, o mejor aún en casa. No tenía que haber ido por mucho que se empeñara mi padre. Siempre que le hacía caso acababa por arrepentirme. Estaba convencido de que aquella salida no iba a servir para nada, no arreglaría la situación, muy al contrario quizá la empeorara porque después de ese fin de semana nuestra relación seguro que no sería la misma.

Me costaba entender que la vida fuera un traje hecho al que tuviéramos que adaptar nuestro cuerpo.

Por fortuna nada más pasar una pequeña catarata próxima que me salpicó con su agua salvaje se encontraba el lugar al que íbamos. Allí el valle se ensanchaba y había formado una laguna que estaba rodeada de árboles. Mi padre y sus amigos ya estaban apostados en sendas defensas camufladas, separadas por unos pocos metros, construidas con ramas. Desde allí vigilaban la laguna cuando yo llegué. Comenzaban a preparar sus escopetas. Fui a la defensa de mi padre y me dejé caer al suelo. Comencé a sentir una leve quemazón en uno de mis talones que supuse sería una rozadura. No la toqué porque no tenía fuerzas para doblarme a quitarme la bota.

—Ven aquí, ponte a mi lado —dijo mi padre.

Me arrastré hasta él.

—Permaneced en silencio —dijo Eusebio en la distancia—. No tardará en aparecer alguno.

Estuvimos largos minutos callados observando la laguna. Poco a poco la atención se fue relajando. Por fin mi padre me habló en voz baja.

—Llegará un momento que conocerás a alguna chica… querrás casarte con ella… formar una familia… tener una casa propia… Te meterás en gastos fijos a los que habrás de hacerle frente… Para eso hace falta un trabajo…

Me costaba entender que la vida fuera un traje hecho al que tuviéramos que adaptar nuestro cuerpo. No podía ser que no hubiera alternativas.

—Cuanto antes decidas a qué te vas a dedicar, mejor —insistió mi padre.

Eusebio chistó.

—Callaros ya —dijo lo suficientemente alto para que le escucháramos pero no tanto como para delatarse en su escondite—. Si seguís hablando no se acercará ninguno.

Volvimos al silencio. El sol ya rompía por completo en el campo y comenzaba a templar mi cuerpo. Cuando ya estábamos aburridos de esperar y nos dolía el cuerpo por la inmovilidad, vimos moverse los altos y tupidos helechos entre los árboles al otro lado de la laguna. Prestamos atención… De repente, en un instante mágico, apareció un jabalí enorme. Avanzaba orgulloso de sí mismo, cadencioso, hozando confiado el suelo con pleno dominio del terreno que pisaba, como si fuera el rey del bosque. Yo estaba absorto en su contemplación cuando una nube de polvo estalló a su lado al tiempo que el ruido seco e impactante de un disparo se reverberaba por las montañas. El jabalí se retorció impulsado por un resorte y antes de que la nube de polvo se deshiciera y yo supiera qué había pasado ya había desaparecido.

—Maldita sea —gritó Eusebio. Luego se dirigió a mi padre—. Ya os dije que no hablarais tan alto.

—Lo que tienes que hacer es asegurar el tiro —contestó mi padre—. Mira que te lo he repetido veces: no dispares hasta que estés bien seguro. Nos has hecho perder una buena pieza.

—Vamos a por él —le dijo Juan a Eusebio. Luego le habló a mi padre—. Todavía podemos cogerle. Hay que perseguirle.

Juan y Eusebio se echaron las escopetas al hombro y comenzaron a caminar apresurados tras la pista del jabalí. Mi padre también se echó la escopeta al hombro y fuimos tras ellos. Nos internamos en el bosque que empezaba al otro lado de la laguna. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles creando zonas de fuerte contraste de luz. Recorrimos senderos intrincados, saltamos peñas resbaladizas, vadeamos torrenteras heladas, atravesamos matorrales en los que se nos enganchaba la ropa. No sabía si alcanzaríamos al jabalí, pero estaba seguro de que esa persecución acabaría conmigo. Mis piernas se quedaban sin fuerza y el aire no me entraba en los pulmones. Como Juan y Eusebio iban por delante a un ritmo vivo a veces los perdíamos en el laberinto del bosque. Teníamos entonces que detenernos a escuchar en el sonoro silencio algún ruido que los delatara y tratábamos de vislumbrar entre las sombras y la espesura su estela para saber por dónde seguir. La conversación así se hacía imposible. Dudaba de que mi padre quisiera realmente hablar, o tal vez tuviera tanto miedo como yo, aunque por otros motivos, a enfrentarse a la situación.

—Si no tomas una decisión siempre podrás venirte conmigo a la fábrica —me dijo mi padre.

No sabía lo que quería hacer en la vida, pero sabía a la perfección lo que no quería. Y si algo no quería era trabajar en la fábrica donde mi padre ni llevar su vida. Un verano me llevó con él. Trabajaba en una cadena de montaje. Cada mes cambiaba de turno y pasaba de trabajar por la mañana a trabajar por la tarde y al mes siguiente por la noche, en una rueda continua. Era un trabajo repetitivo, aburrido, sin ningún aliciente. No me explicaba cómo soportaba vivir de esa manera. Me explicaba menos aún que no le importara, o al menos que aparentara no importarle. Se le veía feliz en el trabajo, todo eran risas, bromas y chascarrillos. Como si no fuera consciente de su condición. Su vida me parecía una condena.

Yo sentía un escozor húmedo en el talón. La rozadura se habría hecho ampolla y habría acabado por reventarse, pensé.

Perdimos el rastro de Juan y Eusebio. Paramos un momento a escuchar y al rato oímos el chasquido de unas ramas quebrándose al ser pisadas. Nos dirigimos hacia donde provenía el ruido. Los amigos de mi padre merodeaban frente a unos arbustos. En cuanto nos vieron hicieron ademán de que estuviéramos en silencio y nos señalaron una sombra voluminosa que se movía entre la vegetación. Eusebio fue a retirar una rama cuando de sopetón el jabalí salió enfurecido hacia él. Apenas tuvo tiempo de echarse la escopeta a la cara y disparar medio cayéndose mientras reculaba para que no le arrollase. El jabalí le pasó por encima haciéndole un corte en una pierna con sus colmillos afilados como cuchillas.

—Maldito sea —gritó Eusebio mientras se llevaba la mano a la herida que comenzaba a sangrar.

Mi padre y Juan se acercaron hasta él y le pusieron sobre la herida un torniquete. Yo sentía un escozor húmedo en el talón. La rozadura se habría hecho ampolla y habría acabado por reventarse, pensé. Antes de que hubiera decidido quitarme la bota y mirar cuál era su estado Eusebio se incorporó con la intención de seguir tras el jabalí. Mi padre y Juan pretendían llevarle a un médico.

—No pienso dejarlo marchar. Va a pagar por lo que me ha hecho —dijo y echó a medio correr, a pesar de la herida, por donde había escapado el jabalí.

Eusebio fue tras él.                                                               

—¿Por qué no lo dejáis? — le pregunté a mi padre antes de que les siguiera, hastiado ya de aquella situación.

Mi padre me miró sin comprender.

—Ya le habéis disparado y ha escapado —dije—. Es como si hubiera ganado. Para qué insistir.

—No entiendes nada —me contestó—. Que no te oigan decir una cosa así —y siguió tras sus amigos.

Parecía que les daba igual lo que me pasara, lo mismo si les seguía como si no. No tenía ningún sentido que hubiera ido, que participara en aquella caza. En mal día me dejé convencer. Vi que se pararon a los pocos metros ante una pequeña pared que les interrumpía el camino y por la que tenían que ascender un par de metros ayudándose de los pies y de las manos como lagartijas. La superaron y hablaron algo con cierta tensión sobre mí porque me miraron un par de veces con gesto duro. Mi padre les debió de decir que siguieran. Luego se sentó a esperarme.

—¡Vamos, no te vas a quedar ahí todo el día! —me apuró mientras Juan y Eusebio se alejaban.

Cuando llegué intentó ayudarme a subir el muro.

—Vamos, vamos. Pon algo de tu parte. No lo voy a hacer yo todo —me dijo a punto de enfadarse de verdad.

No tenía dónde apoyar los pies ni encontraba dónde asirme con las manos. Mi cuerpo tiraba de mí hacia abajo con todo su peso. Enseguida me quedé sin fuerzas.

—Tienes que endurecerte —decía mientras trataba de auparme—. De otro modo nunca llegarás a nada.

Cuando estaba a punto de abandonar y decir que ya no seguía más encontré un saliente donde agarrarme con las manos y una hendidura donde apoyar los pies, mi padre entonces me cogió con fuerza del traje y con un enérgico tirón por su parte y un último y supremo esfuerzo por la mía que no sé de dónde pudo salir, superé el muro y caí a su lado resoplando. Mi padre me miró unos instantes y algo pareció cambiar en su interior al contemplarme en el suelo boqueante como un pez recién sacado del agua. Parecía arrepentido por lo que me había dicho.

—No deberías haber dejado los estudios —me dijo cuidando el tono para que no sonase a reproche y con gran dificultad para pronunciar las palabras—. Tu madre… tu madre y yo teníamos puestas grandes esperanzas en ti… Ibas a ser el primer miembro de nuestra familia que fuera a la universidad… Sí, el primero… Queríamos que llegaras a donde nosotros no fuimos capaces… Teníamos para ti grandes planes… Sí, tu madre y yo… Grandes planes… Si quieres que te sea sincero… ha supuesto una gran decepción para nosotros… No había ningún motivo para que dejaras los estudios… No entiendo por qué lo hiciste… Nos sentimos…

No pudo continuar. Se fue tras los pasos de Juan y Eusebio que habían desaparecido al final de la subida que arrancaba en lo alto de la pared. Yo tampoco entendía por qué había dejado los estudios. Éstos, mi padre, la vida misma, carecían para mí de sentido. Me faltaba energía para enfrentarme a lo que me deparaba el futuro, a ese tomar decisiones en el recorrido de un camino que me venía marcado e impuesto y que me parecía absurdo. Buscaba al mismo tiempo uno alternativo, el mío propio, pero tampoco lo encontraba. No sabía cómo enfocar mi vida. Vivía sumido en una angustiosa confusión. Sólo sabía que era inútil explicar esto a mi padre porque no lo entendería.

El jabalí se refugió en el fondo de las zarzas entre chillidos y contracciones violentas como calambres.

En cuanto me pude levantar seguí a mi padre. Al final de la subida comenzaba el brusco descenso de una ladera por la que allá a lo lejos mi padre y sus amigos bajaban corriendo enloquecidos tras el jabalí. La ladera no tenía ni una sola brizna de hierba. Su aspecto era lunar. Era una acumulación de piedras redondas sobre tierra dura que se desprendían a cada paso con el consiguiente riesgo de que pisaras en falso y te cayeras rodando metros y metros quebrándote todos los huesos hasta la pequeña pradera del fondo donde acababa en la frontera de un nuevo bosque. Sentía la boca seca, pastosa, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. La rozadura me quemaba. Las piernas me temblaban y sólo se movían por la propia inercia de la gravedad. Cuando llegué abajo mi padre y sus amigos se desplegaban en semicírculo tratando de aproximarse al jabalí que se ocultaba en una especie de anfiteatro de rocas grandes y redondas como huevos gigantes de dinosaurio cubierto a su pie por un intrincado enramado de zarzas.

—Cuidado —dijo mi padre, mientras se aproximaba con precaución—. Permaneced atentos por si nos ataca.

El jabalí, tenso, sin escapatoria, amenazaba en cortos avances y retrocesos con lanzarse contra los cazadores.

—Yo te cubro —contestó Eusebio al tiempo que se abría a un lado para abarcar un ángulo mayor.

En esto el jabalí arrancó unos pasos en un amago de ataque furioso, Juan que se le veía venir encima le disparó alcanzándole en un costado, el jabalí pegó un salto en el aire como un muelle, y mi padre y Eusebio comenzaron a dispararle indiscriminadamente provocando nubes de polvo a su lado. El jabalí se refugió en el fondo de las zarzas entre chillidos y contracciones violentas como calambres.

No quise asistir a aquel ataque salvaje y me fui fuera del anfiteatro tras las rocas en las que estaba acorralado el jabalí. Me encontraba exhausto. El aire no me entraba en los pulmones y no podía dar un solo paso más. Las piernas no me sostenían. Caí al suelo a plomo y apoyé la espalda en un tronco. El talón me ardía y me quité la bota. Tenía el calcetín pegado al talón. Intenté desprenderlo pero era como si me arrancara la piel. Cuando lo conseguí descubrí el talón despellejado lleno de sangre. Del anfiteatro provenía un continuo disparar, rotura de ramas, chasquidos de piedras que saltaban, berridos del jabalí, gritos eufóricos de mi padre y sus amigos proclamando que ya lo tenían. Frente a mí comenzaron a moverse unos amazacotados arbustos pegados a las rocas. Poco a poco, con dificultad, como en un parto, comenzó a aparecer primero la cabeza y luego todo el cuerpo del jabalí. Había un minúsculo hueco entre las rocas, a ras del suelo, prácticamente oculto por los arbustos, que debía comunicar con la zona de las zarzas del anfiteatro. El jabalí apareció medio a rastras, cojo, renqueando, a punto de derrumbarse, y su cuerpo surcado de desgarros parecía una diana con numerosos impactos por los que fluían hilos de sangre. Mi padre y sus amigos seguían gritando y disparando convencidos de que estaban a punto de hacerlo salir. El jabalí me miró y comenzó a caminar hacia mí. Me quedé paralizado. Llegó hasta un metro de distancia y siguió sin detenerse, mirándome con sus grandes ojos acuosos y abombados hasta que se perdió entre los árboles. Los gritos histéricos de mi padre y de sus amigos me hicieron reaccionar. Habían descubierto el pasadizo y venían corriendo, maldiciendo al animal, jurando que iban a acabar con él.

—¿Le has visto, le has visto? —preguntó Eusebio.

—Sí, acaba de pasar —contesté.

—Maldito bicho —dijo Juan.

—¿Por dónde se ha ido? —preguntó mi padre.

—Por ahí —dije señalando la dirección.

—Éste ya es nuestro —dijo Eusebio.

—Seguro. Debe estar malherido —confirmó Juan.

Aún con mayor afán siguieron corriendo tras el jabalí. Decidí esperarles. No pensaba moverme de allí hasta que volvieran si es que tenían algún interés en recogerme. Si no era así ya me iría por mi cuenta y si no encontraba el camino a algún sitio saldría. A mi lado había una pequeña roca que tenía un hueco como un cazo lleno de agua. Mojé un pañuelo y empecé a curarme la herida del talón. Mi padre y sus amigos desaparecieron en la espesura del bosque por donde les indiqué, en dirección contraria al camino que tomó el jabalí.

José Luis Cubillo Fernández
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