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Cuentos de lujuria

jueves 3 de febrero de 2022
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I

Yo puedo contar que mi vida sexual comenzó temprano. Y es que a los seis años de edad conocí a Rosita. Era una vecina de quince o dieciséis años que brotaba como un botón abriéndose a la vida y vivía a cuadra y media de mi casa. Cuando abría la puerta después de mi sonoro toquido, me abrazaba y su muestra de cariño más elocuente, así de entrada, era un beso apasionado sobre mis labios.

Hola Juanito, qué alegría verte. Miren, les decía a sus primas, este es mi novio y lo voy a esperar hasta que crezca. Aunque parezca increíble, mi penecito se ponía tan erecto como un lápiz recién afilado y con la mano izquierda, que mantenía en la bolsa, lo sobaba frenéticamente intentando infructuosamente que nadie se diera cuenta. Rosita me decía estate quieto, ya vamos, y me sacaba un helado de la refrigeradora con una risa contagiosa e incontrolable.

Ya en el cuarto que tan bien conocía, sobre la cama que olía a limpio, veía a Rosita quitarse la blusa, la falda, el sostén y los calzones que arrojaba sobre la silla al lado de la cama y, ya en pelota, comenzaba a tirar de mis zapatos, arrancaba los calcetines, desabrochaba el cincho, los botones de mi pantalón y tiraba hacia abajo fuertemente hasta hacerme quedar en calzoncillos. Desabotonar la camisa era un ritual pues después de cada botón suelto me daba besos en el pecho hasta llegar a la panza y luego más abajo donde mi erecto penecillo se ponía colorado, grueso, a punto de estallar.

Rosita fue mi primera experiencia con una mujer. Mi primer contacto con ese sitio húmedo.

Después se ponía boca arriba en la cama y me cargaba sobre ella dirigiendo mi pequeña asta hacia su punto culminante donde desaparecía. Me hacía brincar sobre ella y entraba y entraba y entraba y cada vez sudaba más acompañado de sus gritos y los míos que debían oírse hasta mi casa donde mi mamá esperaba que llegara de la tienda con el pan.

Es que eres delicioso, Juanito, decía a gritos, mi amor, cómo te quiero. Vamos a casarnos, ¿verdad? Sí, contestaba yo feliz, pensando que el casamiento era brincar sobre ella para gozar como nunca sudando, con escalofríos y ese placer inconmensurable entre las piernas, que me hacía olvidar el dolor que me daba cuando era hora de irme a la tienda a traer el pan para la cena.

Rosita fue mi primera experiencia con una mujer. Mi primer contacto con ese sitio húmedo, acariciante y oloroso del que brotaba placer a borbotones. No importaba el ardor, el cansancio de mi cuerpo provocado por brincar y brincar sobre ella. Sentía que la amaba, que era mi diosa, mi mundo, mi todo y salía de su casa pensando en el día siguiente cuando mi madre me enviara de nuevo a la tienda.

Cuando tuve alrededor de catorce años y ya Rosita era parte de la historia por habernos mudado lejos de la ciudad, descubrí sin querer el brote de energía que manaba de mi pene al acariciarlo. No sé por qué, pero cada vez que me ocurría venía a mi mente su imagen y el anhelo de repetir aquellas sesiones inolvidables. Rosita fue por mucho tiempo mi musa preferida. La recordaba por las tardes dos y hasta tres veces, y una por la noche.

 

II

Sí, hombre, entrá, me dijo Óscar. Vas a ver cómo te reciben. Pues sí, dijo Andrés, vos dale que ella goza. No, no dice nada, agregó ante mi indecisión. Pero, ¿cómo sabe de quién se trata? Esa es la clave: no lo sabe y siempre te recibe bien. Deja la puerta sin tranca o con la tranca mal puesta con tal de que podamos entrar.

No lo podía creer. Daniela, la sirvienta de la casa, recibía a los huéspedes a cualquier hora de la noche, abría las piernas, gozaba de lo lindo y no sabía quién era, si el negro de Barrios, el indio de Chimaltenango, el licenciado o cualquiera de los otros que vivían en la pensión de mi abuela. ¡Y yo no lo sabía! Bueno, hasta esa noche que me lo contaron y que no me animé a hacer nada. No sé si por timidez, vergüenza, lástima hacia Daniela, o por qué, pero esa noche permanecí en mi cuarto sin hacer nada. Literalmente sin hacer nada: dormir, pensar, masturbarme… simplemente me quedé tirado sobre la cama, inerte.

A la mañana siguiente la vi lavando ropa en la inmensa pila. De esas pilas de las casas coloniales en las que uno podía nadar cual piscina. No levantaba la cara, prácticamente tenía cerrados los ojos, quién sabe por dónde andaban sus pensamientos o quizá trataba de adivinar cuál de los huéspedes la había visitado aquella noche.

La voz de Daniela sonó suave y temblorosa: ¿Quién anda ahí? Soy yo, contesté en un susurro.

La verdad, no me gustaba mucho. Era morena, de estatura regular, ni gorda ni flaca pero con buenas piernas. Casi me animaba a hablarle pero no me dio por dónde. Poco a poco se fue incrustando en mi cabeza la idea de que esa noche intentaría hacerle una visita. Pero ¿cómo hacer para no encontrarme con otro de los compañeros? ¿Cómo hacían para no estorbarse? No me quedó más remedio que hablar con ellos que, ni lerdos ni perezosos, me cedieron el turno.

A las once de la noche me levanté descalzo, con calcetines para no hacer ruido al pasar por la puerta del cuarto de mi abuela. El corazón me latía apresuradamente, tan fuerte que parecía salírseme por los oídos. Llegué al cuarto de Daniela y no escuché nada. Empujé levemente la puerta y me pareció trancada. Solté una maldición. Pensé que me habían tomado el pelo, pero al hacer un nuevo intento la puerta cedió un poco, y luego otro, hasta que se abrió.

La voz de Daniela sonó suave y temblorosa: ¿Quién anda ahí? Soy yo, contesté en un susurro. ¿Quién yo? Dijo en el momento en que aparté las sábanas para meterme en ellas. El calor de su cuerpo lo sentí hasta el alma. Estiré la mano y toqué un muslo. Su mano pretendió quitar la mía pero fui subiéndola poco a poco buscando su centro vital que me pareció abundante, esponjado como un inmenso algodón. Después su mano parecía sostener la mía y ya no habló. Sus suspiros crecieron, se revolvió entre las sábanas, pasó una pierna sobre la mía y sus pechos parecían ofrecerme la savia de la vida. Bebí. Mis manos recorrieron las redondeces de su cuerpo; la suya tomó mi asta al iniciar las caricias. Se subió en mí cabalgando cual jinete con el pelo alborotado, gimiendo como un susurro desgarrado del placer. Nuestros cuerpos se turnaron las embestidas, los besos, las caricias.

Al día siguiente la vi de nuevo lavando ropa en la pila, con los ojos entrecerrados parodiando una canción, a lo mejor con nostalgia de la noche pasada o añorando una nueva aventura sin saber con quién, simplemente por el sentimiento intrínseco de la mujer apasionada.

 

III

Yo no sé si era doctora. Pero de que me curó, me curó. Y es agradable ser curado por una persona conocedora del cuerpo humano. Todo lo que me estudió, lo que aprendí, los viajes que hice. De placer la mayoría, pero también hice otros relacionados con el conocimiento religioso. Sí, porque nuestra relación comenzó hablando de iglesias. Me preguntaba ¿a cuál iglesia va? Uno debe estar siempre con Dios, porque él es quien nos guía. En todo, ya sea el amor, la lucha por la vida, la crianza de los hijos, en fin, Dios lo es todo. ¿Cuándo tendré la oportunidad de verlo por la iglesia?

Yo siempre subía a su clínica ubicada en el penúltimo piso del edificio. Y la esperaba lo que fuera necesario para platicar y recrear la vista en sus protuberantes senos, amplias caderas, labios carnosos, ojos como lagos emanando ansia y lujuria, piernas como dos columnas de deseo. Un buen día la invité pensando que me mandaría a freír niguas, pero lo que casi me fríe fueron otras cosas. Tomamos rumbo a occidente platicando de esto y lo otro, con la excitación haciéndome cosquillas en la entrepierna, hasta que de repente estiré la mano, la jalé del pelo y la besé en la boca. Su respuesta fue inmediata y nuestros labios permanecieron unidos largo tiempo. Yo miraba el camino con un ojo, manejaba con una mano y la otra se movía por todos los recovecos imaginables de la doctora. Cuando paramos, saqué una botella de whisky de la guantera del carro y bebimos un trago. La temperatura subió a límites insospechados, nos subimos al carro y emprendimos el regreso buscando un lugar en el que aplacar nuestros deseos.

Al final, desnuda, erguida como una reina, la doctora tiró de las sábanas arrojándolas al suelo y soltó la carcajada.

Lo encontramos. No sé si se llamaba La Primera Reina o algo por el estilo. El hecho es que entramos, ella por delante y al finalizar la última grada la tomé por la cintura, la volteé, la besé, tiré de sus ropas y caímos en excitación plena sobre la alfombra donde desfogamos nuestro apetito una y otra vez hasta que, exhaustos, tendidos boca arriba, mirábamos al techo con sus lámparas que, como ojos inmensos, nos cubrían con su manto de silencio.

Más allá, limpia, inmaculada, la cama nos veía sonriente y satisfecha de no haber soportado el desfogue brotado de nuestros cuerpos. Al final, desnuda, erguida como una reina, la doctora tiró de las sábanas arrojándolas al suelo y soltó la carcajada: “Para que vean que sabemos para qué se usa la cama”, me dijo, y se tiró sobre ella boca abajo.

Antonio Cerezo Sisniega
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