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Vicente Amatima, el sombrerero del pueblo

sábado 5 de febrero de 2022
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El compadre no debió mudarse tan lejos, piensa Vicente Amatima dejando atrás la última casita de paja. Sus piernas parecen volar por sobre los terrones. De aquí en más sólo monte de lado y lado. El chimó no amarga su pensamiento: ¡Debe habé queda’o bonito el condena’o! Siempre fue torpe con la madera, pero póngale un fieltro de lana en la mesa, sus hormas, su conformador y sus planchas, y tendrá el mejor sombrero de bombín en muchas leguas a la redonda. ¿Por qué el compadre se fue del pueblo? Vicente se relame la mascada y el orgullo cuando recuerda el conformador de cedro que le hizo su compadre el año pasado. Ni traído de las Europas, puej. La distancia jugaba a estirarse. ¡Debe habé queda’o bonito! Llevaba una hora de camino cuando lo sorprendió la comisión. Seis policías, dos famélicos campesinos amarrados, el jefe civil, que pa’ qué sombreros carajo, que lo que necesitamos son hombres pa’ cogé’ los máuseres. Los quince pesitos fueron buenos para el ron del general y su plana mayor. Vicente Amatima, las nalgas hinchadas, nunca había viajado en tren; Vicente Amatima, apestoso a vómitos, no sabía lo que era una goleta. Vicente Amatima, carne podrida sin sal, alpargatas rotas, sol de incendio, sed, acostúmbrese. Y pensar que su mujer le decía que hoy no, Vicente, que mañana, que por qué tanto apuro. Vicente Amatima se cae por el peso del máuser, por el hambre, por la diarrea, por maricón, dice el teniente de la compañía. Vicente no sabía pelear; Vicente no quería pelear, lo suyo eran los sombreros de fieltro para el caballero de la ciudad. ¿Qué dirá el compadre? Que si la pólvora blanca es mejor que la negra, que si son temibles macheteros los nuestros, que si gana La Causa todo se arregla, pero a él lo que le gusta son los armatostes de su tallercito. ¿Cómo quedaría el condenado? A Vicente Amatima, sombrerero de oficio, que no sabía leer ni escribir, le abrieron el cráneo a machetazos, porque no fue capaz de disparar su fusil. Había pasado una semana desde que salió del pueblo, con quince pesos en el bolsillo, para buscarle a su hijo de tres años el caballito de madera que tanto deseaba.

Orlando Yedra
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