Cualquiera que vea la ciudad ahora no se imagina lo difícil que fue edificarla. No porque la zona estuviera enclavada sobre una falla geológica ni mucho menos, sino que hubimos de luchar contra factores inimaginables.
Llegamos a aquel campo rodeado de cerros, en una caravana inmensa con nuestros bártulos a cuestas. Había sido difícil elegir el lugar adecuado, pues ya fuera por una u otra razón decretábamos los sitios como inhabitables. Pero aquella vez pareció el lugar perfecto: comida cercana, agua, sombra, tierra blanda, fueron los factores que influyeron positivamente en nuestra decisión.
Fue cuestión de meses nada más, lo que nos llevó a tener un plano bastante bueno y adecuado a nuestras necesidades. El trabajo estuvo bien organizado. Las cuadrillas hacían sus turnos sin necesidad de capataz alguno, y las casas, las bodegas, los caminos, iban formando paso a paso la ciudad tan anhelada por todos.
Cuando llegamos al sitio adecuado prorrumpimos en una fiesta descomunal que duró todo el día.
Habíamos recorrido muchísimo terreno. Los problemas fueron innumerables y en el camino quedaron varios amigos, hermanos de corazón. En algunos casos encontramos terreno durísimo, en otros la escasez de agua era tremenda y las más de las veces el abastecimiento de comestibles no se podía dar con la necesaria prontitud. Cuando llegamos al sitio adecuado prorrumpimos en una fiesta descomunal que duró todo el día.
A la mañana siguiente iniciamos los trabajos: se organizaron cuadrillas, y todo aquello fue un perfecto hormiguero de trabajadores. Juan se encargó de los túneles principales, y Pedro se dedicó a construir las bodegas que habían de guardar nuestra comida. Al cabo de tres meses los trabajos habían avanzado tanto que la ciudad estaba casi terminada.
En las bodegas se fueron acumulando los alimentos, la enfermería atendía las emergencias que se presentaban por algún trabajador accidentado, casi no se dormía en procura de concluir los trabajos antes que se desatara el invierno. El esfuerzo tuvo su premio. La ciudad estaba hecha y el Gobernador pronunció las palabras inaugurales. Casi al concluirlas se produjo el desastre: tras un estruendo tremendo, el techo del teatro comenzó a derrumbarse; la gente corría de un lado para otro, gritaba, en fin, el maremagno se volvió tal que nadie pudo salir y el techo se nos vino encima.
Afuera los compañeros trataban de ayudarnos, cuando un nuevo estruendo nos indicó que la ciudad iba a desmoronarse por completo. Logré salir aún no sé cómo y ayudado por otros compañeros socorrimos a los heridos. Los muertos se contaban por montones, la angustia era tremenda.
Tras gran esfuerzo, un grupo compuesto por diez de nosotros logró llegar casi a la salida de la ciudad, en el preciso momento en que corría ante nuestros desmesurados ojos un río de agua sobre el que navegaba la muerte. Sí, era agua hirviendo la que llegaba no sabíamos de dónde. Los gritos de los que aún quedaban dentro golpeaban nuestros acelerados corazones, mas no podíamos hacer nada. Salimos. Entonces pudimos ver a los gigantes destructores: rociaban el agua sobre la ciudad inclementemente ante nuestros ojos, sin que pudiéramos hacer nada. No tenía sentido. ¿Por qué destruirnos así?
Lo que vino después fue peor aún. De bolsas enormes sacaron un polvo blanco que rociaron sobre nuestros padres, nuestros hijos y compañeros que aún no salían. El sufrimiento debe haber sido atroz pues, aun estando lejos, como estábamos nosotros, el olor era fastidioso, asfixiante, y nuestras mentes comenzaron a divagar en un alarde incomprensible de locura. Nos provocó náusea, dolor de cabeza, y algunos se desmayaron.
Las plegarias de todos los días van dirigidas a que jamás aparezcan de nuevo esos hombres extraños.
Los sobrevivientes fuimos muy pocos. Iniciamos de nuevo el peregrinaje buscando un lugar adecuado donde poder vivir en paz. Lo encontramos por fin y poco tiempo después la ciudad fue un hecho. Desde entonces vivimos aquí, en este hermoso paraje, trabajando, respetándonos unos a otros, recordando los más viejos aquella tremenda debacle que sufrió la anterior ciudad, los miles de muertos que dejó atrás.
Construir esta ciudad no fue nada fácil. Ahora que está hecha, nuestro máximo deseo, las plegarias de todos los días, van dirigidas a que jamás aparezcan de nuevo esos hombres extraños, gigantes, que gozan con la destrucción de sociedades enteras sin importarles la muerte de inocentes. Que se suban a sus vehículos y que el tiempo los transporte a otros mundos. En este queremos vivir en paz.
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