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La duda

viernes 8 de julio de 2022
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Unas veces encontramos la solución a nuestras dudas en cuestión de minutos, horas, días. Otras, son necesarios años para descubrir los motivos ocultos de los acontecimientos que rodean nuestras vidas.

Sucedió hace poco más de cinco años. Charo y yo habíamos decidido pasar la tarde en Málaga con el niño. Paseamos hasta que Iván se cansó y nos sentamos en una cafetería. Cuando acabó de merendar, el niño empezó a protestar y le dijo a la madre que fuesen a la juguetería a comprarle el regalo que ella le había prometido por su décimo cumpleaños. Charo me miró en silencio y pasados unos segundos, en que la impaciencia del niño amenazaba mi estabilidad emocional, se levantó. Iván hizo lo mismo. Antes de que cogiese el bolso, la agarré con fuerza; sin querer le clavé las uñas en la muñeca y lanzó un gemido discreto.

—No tardes mucho. No me gusta estar aquí solo.

Cogí el periódico de la barra y me pedí un ron con Coca-Cola. Me salté las páginas de política porque, como no las entiendo, no me gustan. Me detuve en las de deportes y me enteré de todo lo relativo a la Liga, los posibles fichajes y la actualidad deportiva en general. En el momento en que necesité quitarme las gafas de sol para seguir leyendo, fue cuando adiviné que era muy tarde. De frente, el sol se escondía detrás de los edificios y en el lado opuesto una oscuridad azulada amenazaba la ciudad. Miré el reloj. No podía creer que hubiesen pasado tres cuartos de hora y no me hubiera dado cuenta. La mente comenzó a nublárseme y algo en mi estómago se revolvió. ¿Dónde estaban esos dos? La imbécil de Charo… Seguro que se había perdido la muy inútil.

De pronto, la ciudad me pareció desconocida. Entré en el bar como un autómata.

Me levanté desorientado. De pronto, la ciudad me pareció desconocida. Entré en el bar como un autómata. Pregunté por ellos en la barra y me dirigí a los servicios. Nadie los había visto entrar al establecimiento. Salí al exterior en busca de aire. Me ahogaba. Miré hacia un lado y al otro intentando imaginar el itinerario que habrían tomado. Ni siquiera levanté la mirada cuando se fueron. Pregunté a la camarera que nos había atendido si cerca de allí había alguna juguetería. Me dijo que sí, que había una justo a la espalda del local. Comencé a caminar despacio, esforzándome en adivinar qué podría haberles pasado. Charo me conocía muy bien. Ella sabía que esta tardanza no podía traer nada bueno. Aceleré los pasos llevado por una ira que empezaba a saborear en la lengua, en la mucosa del paladar. Cuando llegué a la juguetería y pregunté por ellos, la dependienta me dijo que sí, que habían estado allí, y al final se llevaron un parchís de viaje y un libro de crucigramas. Todo con mucha prisa porque la madre estaba muy nerviosa; tanto que no podía sacar ni el monedero del bolso para pagar.

Volví a la cafetería y me senté en la terraza. En la misma mesa en la que habíamos merendado hacía solamente unas horas. Había cambiado el turno del personal y de nada serviría hacer más preguntas. Cuando empezaron a recoger las mesas, me levanté y me fui. Acudí a la comisaría de Policía y denuncié la desaparición de mi mujer y el niño. Me advirtieron que era demasiado pronto para denunciar una desaparición.

—Váyase a casa, caballero. Seguro que han vuelto por su cuenta y estarán esperándolo.

Salí de allí indignado. La cara de bruto del policía me hizo desistir de darle más explicaciones. ¿Cómo iban a estar en casa esperándome, si vivíamos a cincuenta kilómetros de distancia y habían venido en coche conmigo? Incapaz de volver al pueblo, me hospedé en un hotel barato para pasar la noche y seguir con la búsqueda al día siguiente. Me daba miedo irme, como si hacerlo significase renunciar a la posibilidad de encontrarlos.

Me dormí recordando la bronca que habíamos tenido aquella misma mañana. No recuerdo el motivo. Nunca lo recordaba. Era lo de menos. Lo importante era que Charo siempre me sacaba de mis casillas. Le di un par de bofetones sin darme cuenta de que el niño estaba allí mismo viendo la tele. Aún recuerdo la cara del cabroncete. Tengo que tener cuidado. Está creciendo y el día menos pensado va a meter baza.

Me desperté con una sensación de extrañeza e intranquilidad que poco a poco desembocó en el análisis de los últimos acontecimientos. Desayuné y fui a la cafetería. Volví a hacer las mismas preguntas de la tarde anterior y a obtener las mismas respuestas. Pero esta vez las caras de mis interrogados no eran tan amables como la tarde anterior.

—¿Ha discutido usted con ella? Las mujeres…, ya se sabe…, llega un momento en que hasta la más santa se cansa de aguantar…

No tuve más remedio que confesar que nuestra relación no atravesaba un buen momento.

Volví a la comisaría y esta vez sí me hicieron caso y admitieron mi denuncia. Respondí a todas las cuestiones que necesitaron saber y me aconsejaron que volviera a mi casa. Si en veinticuatro horas no habían aparecido, habría que tomar decisiones serias.

Mientras conducía de camino a casa, repasé la cantidad de preguntas que me había hecho el inspector… Aunque al principio me mantuve en mis trece y conseguí evitar cuestiones íntimas, al final no tuve más remedio que confesar que nuestra relación no atravesaba un buen momento.

—O sea, que usted maltrataba a su mujer. ¿Y al niño?

Pensé en levantarme y mandarlo todo a la mierda, pero me advirtió el inspector que, de no contestar al interrogatorio, podría resultar sospechoso. Le conté algunos episodios de nuestra vida en común de los que no me sentía especialmente orgulloso y que habían sido el motivo de la poca vida social que tenía Charo de un tiempo a esta parte. Si salía con sus amigas, le molestaba tener que maquillarse para ocultar los moratones de sus caídas por las escaleras o los pequeños cortes que se hacía en la cara con el armario de la cocina. Le avergonzaba si le preguntaban. Incluso, en los últimos meses, le dolía que ni la llamasen.

—¿Y a su hijo? ¿También le pegaba usted a su hijo?

Le aclaré al inspector que el niño no era mío. Tenía cuatro años cuando conocí a Charo. Parece que este último dato se atascó en la mente del policía, que acto seguido y con el ceño fruncido me atacó con contundencia.

—O sea, que usted no quería al niño.

¡Cómo iba a entender el policía que no es que no lo quisiese!, es que era un estorbo para mí. Pero tuve la precaución de no decirle que Iván era un obstáculo en mis planes. Todo lo que quería hacer resultaba imposible con él. Y lo peor era que Charo lo defendía con uñas y dientes. Mientras fue pequeño, apenas se daba cuenta de nuestras peleas. Charo siempre cerraba la puerta y discutíamos en silencio, pero cuando fue creciendo no dejaba a la madre sola conmigo. El único momento del día en que me encontraba a gusto era cuando estaba en el colegio.

—¡Sí le quería! ¿Qué coño está usted insinuando?

Conduje hasta nuestra casa y encendí la televisión. Necesitaba distraerme y alejar de la mente el asunto del interrogatorio. Tenía hambre. Para mi sorpresa, el frigorífico estaba lleno de comida. Charo, que era normalmente muy precavida, esta vez se había pasado. Había comida hecha para una semana por lo menos.

Me senté delante del televisor, como de costumbre. Yo siempre comía en el salón y ella en la cocina con Iván. Sólo venía si yo la llamaba o para traerme la fruta y el ron con Coca-Cola. Pero sí me resultaba raro estar en silencio, sin escuchar el ruido que la infeliz hacía mientras fregaba o sus risas cuando el niño le hacía cosquillas.

Si no hubiese sido por la inesperada aparición de una pareja de policías en la oficina, nadie se habría enterado del asunto.

El lunes fui al trabajo y no dije nada de lo sucedido durante el fin de semana. Si no hubiese sido por la inesperada aparición de una pareja de policías en la oficina, nadie se habría enterado del asunto. Vinieron a asegurarse de que yo no había recibido ninguna llamada ni una carta de mi mujer. Me advirtieron de que no debía moverme del pueblo hasta que me dieran permiso desde Jefatura.

—Estaremos en contacto con usted permanentemente.

Cuando se fueron, los compañeros de la oficina se arremolinaron sobre mi mesa y tuve que contarles lo sucedido.

 

Pasó un mes sin tener noticias. Mientras tanto, me devanaba los sesos en busca de una explicación. No le había contado a la Policía todo lo relativo a mi mal carácter y cómo ese detalle había contaminado mi relación matrimonial.

Una mañana me llamaron desde la Comisaría requiriendo mi presencia. Pedí permiso a mi jefe y conduje hasta Málaga. Tenían novedades. Tras hacer varias indagaciones, habían descubierto que, días antes de aquella tarde, mi mujer había comprado por internet dos billetes de tren con destino a Madrid para las 9 de la noche del día de la desaparición. Lo cierto es que la hora correspondía perfectamente con el desarrollo de los acontecimientos de aquella tarde. En aquel momento comprendí por qué Charo había insistido tanto en caminar hasta la zona de la estación de trenes y merendar allí. Incluso por qué se empeñó el niño en que le comprara el juguete de su cumpleaños aquel día y en aquel momento. Por eso estaba tan nerviosa en la juguetería…

El inspector se despidió de mí comunicándome que desistirían en la búsqueda. Todo hacía pensar que no había nada raro tras la desaparición de Charo y su hijo. Los billetes del Ave confirmaban las sospechas de la Policía de que la desaparición había sido voluntaria y planeada con anterioridad.

—Deje el asunto y olvídese de su mujer. Quizás ella ya no pudo seguir aguantando.

Salí de Comisaría con el rabo entre las piernas y la sensación de haber sido descubierto en flagrante delito. Una vez en el coche, pensé que menos mal que Charo no estaba conmigo en aquel momento. De haberlo estado, se hubiera llevado una paliza del demonio. No contenta con abandonarme, la imbécil me había hecho pasar la mayor vergüenza de mi vida. No la perdonaría jamás. Movido por la curiosidad y animado el espíritu investigador por las palabras del inspector, registré sus cajones en cuanto entré en mi casa. Menos el carné de identidad y sus objetos personales, no se había llevado nada. En el cuarto del niño ocurría lo mismo. Me llamó la atención lo ordenado que habían dejado todo. Me pareció un orden exagerado. Más bien fruto de un ejercicio de voluntad que de una costumbre.

En todas las fotos que me enseñaba, cuando abríamos la caja de lata donde guardaba los recuerdos, llevaba el mismo sombrerito caído de un lado. Se conoce que mi padre también tenía la mano larga.

Preparé la comida y me senté en el comedor. No estaba de ánimos para ver la televisión. En silencio, paseé la mirada por las paredes llenas de fotografías. Charo y yo en Mallorca con el niño pequeño… Ese viaje fue a los meses de conocernos, cuando pretendía convencerla de que yo era el hombre que ella necesitaba. Fotos de las orlas de la guardería del niño, de su Primera Comunión… Aparté la vista de esta última. Charo y yo, uno al lado del otro, con el niño en medio. Mi gesto torcido. Su mano delicada sobre el hombro de Iván y el sombrero de ella con un volante de tul cayéndole sobre el ojo izquierdo. Me acordé de mi madre. En todas las fotos que me enseñaba, cuando abríamos la caja de lata donde guardaba los recuerdos, llevaba el mismo sombrerito caído de un lado. Se conoce que mi padre también tenía la mano larga.

Después de que se fueran, pasaron los años y yo seguí solo. Bueno, no del todo, porque las ideas seguían martilleándome el cerebro todas las noches. Durante el día en la oficina actuaba como si nada, aliviado por el hecho de que, cada día que pasaba, era un escalón más hacia el olvido. En la soledad de mi casa, las cosas eran muy distintas. No podía engañarme. Mi estado de ánimo era solamente pasajero y me asustaba que, el día menos pensado, el destino encontrase la ocasión para mostrar su cara más oculta y dejar la verdad desnuda ante mis ojos. De no ser por la casualidad, nunca hubiera descubierto la verdad.

Era el 15 de abril. Se cumplían cinco años de la desaparición de Charo e Iván y mi atención se centraba en un virus terrible que azotaba al mundo. Durante las últimas semanas, las noticias sobre la pandemia y el confinamiento de la población tenían al país encadenado al monitor. La cabecera de los telediarios de aquel mediodía la protagonizaban los parones en los aeropuertos de medio mundo. El corresponsal de la cadena de televisión estaba en el aeropuerto de Nueva York, micrófono en mano. Hablaba sobre los obstáculos que ponía el gobierno norteamericano a la comunicación aérea con Europa. El cámara enfocaba a cientos de pasajeros que llenaban el hall del aeropuerto. Unos sentados, otros de pie, otros recostados sobre sus bolsas… En una de esas vistas generales que tanto gusta a los periodistas, apareció en el centro de la imagen una pareja que venía abrazada y riendo. “El amor no entiende de pandemias”, sentenció el reportero. Según se acercaban a donde estaban los periodistas, un adolescente se unió a la pareja y se abrazó a ellos. Al pasar junto al corresponsal, la mujer se tapó la cara con decisión. Pero algo la hizo cambiar de opinión y un segundo más adelante se zafó de los abrazos de los hombres y se acercó a la cámara. La respiración se me congeló. Charo me miró fijamente, lanzó una carcajada y volvió con ellos, que la esperaban sonriendo. Llevaba el mismo peinado hacia atrás con el que la conocí; con su rostro, bello e intacto, a la vista.

Emilia Luna Martín
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