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Obra en el cuarto de baño

domingo 4 de septiembre de 2022
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Hace unas semanas, mi marido y yo decidimos arreglar el cuarto de baño de nuestro dormitorio. Después de horas de intenso traslado, nos ubicamos en el cuarto que mis hijas dejaron de utilizar cuando se fueron de casa.

La primera noche, a pesar de estar exhausta, apenas pude dormir. Cada vez que abría los ojos en la semioscuridad me encontraba con objetos extraños, luces inesperadas que llegaban de la calle y un olor desconocido que involuntariamente me trasladaba a una época y un tiempo lejanos. Al día siguiente, nuestra casa se llenó de espuertas de caucho, barrenas, cinceles, metros y metros de plástico para embalar muebles y enseres y… gente. Mucha gente. Toda la tranquilidad conquistada a fuerza de trabajo en los últimos años, caía bajo los gritos de los albañiles y los golpes de las machotas. En contra de lo que pudo parecerme al principio, según iban pasando los días, mi marido y yo nos fuimos adaptando con suma facilidad al ruido y al desorden que un dormitorio improvisado significaba en nuestras vidas. La casa se iba cubriendo de una capa de polvo que hacía inútil cualquier intento de limpieza y la habitación de nuestras hijas se presentaba como la mejor alternativa para el sosiego.

Todo empezó como un juego, a los que mi marido es muy aficionado. Tumbados sobre las camas, de frente al armario cerrado de las niñas, intentábamos adivinar qué cosas se encontraban guardadas en su interior. Al principio fue fácil. La parte de la izquierda del armario de la mayor estaba ocupada por el ajuar que yo misma estaba preparando para su futuro bebé. La de la derecha, mi marido lo adivinó, lo ocupaban sus apuntes de la carrera. Poco a poco, descubrimos un placer singular en ir tejiendo historias de nuestra vida en común frente al armario, apoyados sobre los almohadones y cojines de las camas: la época de montar a caballo de nuestra hija menor, con sus botas, las espuelas, los guantes de napa que le regaló su último profesor… todo ordenado en el lugar correspondiente. En el otro lado, los libros de Veterinaria que no pudo llevarse cuando se marchó a trabajar a Estados Unidos junto a los trajes de embarazada que saqué del trastero para su hermana. Más tarde les tocó el turno a los altillos. Abrimos sus puertas y, desde la cama, disfrutábamos observando las torres del Castillo de Chabel en la penumbra del habitáculo, los visillos que mi madre le hizo a la casa de muñecas y el armario de la Nancy, blanco con margaritas verdes descascarilladas. Bolsas con maillots y calentadores de ballet, zapatillas de puntas en raso y disfraces para los bailes de final de curso del colegio.

Un día, casi sin habernos dado cuenta, cesó el ruido.

Según llegábamos del trabajo, tomábamos algo ligero y nos encerrábamos en nuestro nuevo cuarto. Presos de una excitación sólo comparable a la infantil, nos repartíamos los peluches que decoraban las camas y empezábamos a recordar a quién pertenecía cada uno y en qué momento se compraron. Poco a poco nos fuimos olvidando del resto de la casa, del ordenador, de la tele… Evocamos los viajes de toda nuestra vida, las fiestas de recién casados, la llegada de nuestros hijos… Volvieron las risas de siempre y recuperamos bromas antiguas; conversaciones que hilábamos con el mismo interés que si contásemos cosas nuevas. Como si esas historias les hubieran pasado a otras personas, no a nosotros. Fuera, la obra seguía su camino, al margen de nuestra vida. Un día, casi sin habernos dado cuenta, cesó el ruido. Las espuertas de escombros fueron sustituidas por placas de mármol para las paredes del baño y la casa cada vez presentaba menos polvo tras la limpieza habitual. Hasta que una de las escasas veces en que salí de nuestro encierro, observé que la puerta de nuestro antiguo dormitorio y la del cuarto de baño estaban colocadas en sus lugares correspondientes y apenas quedaba rastro de la obra. Sólo faltaba poner los muebles de nuevo en su sitio. Esa noche sería, pues, la última noche que pasaríamos en el dormitorio de las niñas. Apenas pudimos dormir. Mirando el armario en la penumbra, me asombré de que en tan poco espacio pudiese haber tantísimo de nosotros acumulado. Entre mis trajes de embarazada y los faldones de mi futuro nieto, se encontraba casi toda mi vida, nuestra vida, alimentada por apuntes, peluches, libros y juguetes. Atrasé la temida vuelta a la rutina contratando una empresa para que me acuchillase y barnizase el parqué, decisión que nos brindó tres días más de disfrute y adivinanzas. Pero era simplemente atrasar lo inevitable. Al cuarto día, mientras desayunábamos, el jefe de la empresa telefoneó avisando de que esa misma mañana vendría a cobrar lo que faltaba. De pronto, se materializó de golpe el temido final de la obra del cuarto de baño. Sobre la mesa de la cocina se esparció algo parecido a la tristeza, que llegó a las tazas de café, las tostadas… No podíamos mirarnos. No teníamos fuerzas. Estuvimos sentados, enfrentados a nuestros pensamientos con las manos agarradas hasta que sonó el timbre. Cuando llegó el contratista, mi marido sacó el cheque del bolsillo de su bata y, sin soltar mi mano, se lo entregó, con la pena del general que pierde una batalla. Cuando el visitante se fue, mi marido cerró la puerta y, pensativo, apoyó su espalda en ella. Antes de que el ascensor se tragase al jefe de la obra, salí al descansillo y le dije que había olvidado decirle algo. Algo muy importante. Algo que no podía esperar.

A la mañana siguiente, mi casa volvía a estar llena de albañiles: nunca me gustó el azulejo del cuarto de baño de los niños. Ahora que ellos no estaban, nada nos impedía cambiarlo. Hemos vuelto a ser felices. Seguimos en la habitación de las niñas y, lejos de preocuparnos en qué nueva obra nos meteremos cuando ésta acabe, nos pasamos los días jugando a adivinar a quién pertenece cada cuento de la biblioteca de nuestras hijas y en qué momento los compramos.

Emilia Luna Martín
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