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El país de las ilusiones

jueves 15 de septiembre de 2022
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Cuando Sebastián llegó al Ministerio del Despilfarro, se encontró de pronto ante la realidad del país. Carencias por todos lados, ausencia de altos funcionarios por viajes programados con antelación, oficinistas tratando de llenar una página del informe diario y la fila grande de empleados en busca del reloj marcador para salir a su hora de almuerzo.

El edificio era lúgubre, mal iluminado, sucio, en condiciones lamentables, pero el objeto de presunción del gobernante de turno. Los espacios para trabajar montados casi unos encima de otros, como si quisieran provocar al virus de turno para que contagiara a todos de una sola vez. El gobernante presumía diciendo que el Ministerio del Despilfarro acogía en su seno a más de trescientos empleados que, multiplicados por cuatro miembros de una familia normal en el país, se volvía un número arriba de mil. Específicamente mil doscientas personas que subsistían con el enorme sueldo que devengaban los trescientos empleados para cubrir, decía, más de la mitad del costo de la canasta básica vital.

Para que eso sea posible, argüía, es necesario que los altos funcionarios amplíen su bagaje de conocimientos viajando por el mundo, donde podrán ver enormes edificios, fábricas de carros, aviones de lujo volando por el cielo infinito, y tantas cosas más que indudablemente le darán al país un enorme sustento intelectual. Pero los oficinistas no deben sentirse mal por la actividad que realizan, ya que su esfuerzo ayuda a que los altos funcionarios puedan ilustrarse en sus viajes por el mundo. ¿Qué sería de esas trescientas familias sin el empleo que da el Ministerio del Despilfarro?

Era cierto que el país ya no dependía de los españoles, pero estaba directamente como apéndice del país más poderoso de la Tierra.

Sebastián llegó recomendado por un alto funcionario al que vio una vez en la fiesta de independencia. Sí, aunque suene a utopía, el gobernante de turno del país inculcaba siempre en la gente la gran labor de los antepasados que lucharon por la emancipación. Era cierto que el país ya no dependía de los españoles, pero estaba directamente como apéndice del país más poderoso de la Tierra y sus gobernantes, la pléyade de funcionarios cuyo sombrero es la corrupción, eran los descendientes de aquellos que llamaron independencia al traslado de poder de los españoles a los criollos, o sea a los hijos de españoles nacidos en estas tierras, que siguen subyugando a la plebe.

La primera muestra de lo que le esperaba durante su estancia dentro del Ministerio del Despilfarro fue cuando uno de los asesores le dijo al jefe: “Ya tengo terminado el dictamen y, definitivamente, no se puede autorizar un alza a los derechos arancelarios a la importación de estos bienes. Hacerlo es contradecir la política arancelaria”.

Pues cambie el dictamen, fue su respuesta. Tiene que ser positivo. No podemos llevarle la contraria a la empresa del señor Castillo. Acuérdese de que sin esa empresa dejan de comer muchas familias. Pero… balbuceó el funcionario… ¡Cámbielo!, fue la tajante respuesta del jefe y entonces Sebastián se dio cuenta de la realidad del Ministerio. El trabajo era simple y llanamente para favorecer al sector empresarial del país.

En otra ocasión, se analizaba la clasificación arancelaria de los jugos o néctares enlatados y se creó una nota complementaria centroamericana en el arancel, totalmente fuera de lugar, para favorecer a una de las empresas nacionales. La nota y clasificación de esos productos fue altamente discutida a nivel centroamericano, se hicieron consultas a países como México y la propia Organización Mundial de Aduanas. Todas las opiniones coincidían en clasificar los productos como néctares y no como jugos y en que la nota debía desaparecer. Los países del área acataron tal disposición, menos el nuestro porque se perjudicaba al fulanito empresario nacional que debía pagar el ocho por ciento de impuestos —como todos los países— para ingresar su producto. La posición se mantuvo mucho tiempo incólume, hasta que la vergüenza del país no pudo más y el “error” eterno fue corregido.

¿En dónde está, se preguntaba Sebastián, la separación entre sector público y sector privado? Definitivamente brillaba por su ausencia porque el sector público era literalmente “tomado” por el sector privado, que manejaba los asuntos de Estado a su conveniencia.

Hacían hasta lo imposible por condescender con el “sector productivo nacional” tomando posiciones evidentemente erróneas.

Pero el colmo de la desfachatez lo pudo ver Sebastián cuando el Ministerio de Condescendencia Exterior, el Ministerio de Mala Agricultura y el Ministerio contra Salud, hacían hasta lo imposible por condescender con el “sector productivo nacional” tomando posiciones evidentemente erróneas y contrarias al beneficio del país y de la población en general, claramente favorables para ese “sector privado” que se jactaba ser el “motor de la economía” por dar empleos miserables a la plebe explotada.

Sebastián se sentía desubicado, pero era tal la necesidad de trabajar en un país donde el porcentaje de desempleo era altísimo, que fue dejando pasar las cosas, mas atacando cuando podía el sistema. Esto le acarreó un sinnúmero de inconveniencias, pero poco a poco las fue superando. En su mente bullía la idea de algún día cambiar la mentalidad de sus coetáneos, pero con el transcurrir de los años se vio altamente frustrado por la imposibilidad de, algún día, lograr un país digno de llamarse como tal, que no fuera manejado como finca por ese famoso “sector privado”, “motor de la economía”.

Después de muchos años, a punto de retirarse del Ministerio del Despilfarro, no dejaba de pensar en el país anhelado, soñado, apetecido, en el que todos vieran por el beneficio de todos y no sólo por el derecho de sus narices.

Ese era el país de sus ilusiones.

Antonio Cerezo Sisniega
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