Frente a una ventana cuyos vidrios apenas dejan ver lo que hay afuera, sentada a la mesa, la mujer de mi relato bosteza y mira al techo. Sus arrugas se las dibujó el viento, en toda la cara hasta el cuello. Antes de que se sentara a la mesa, esta mujer, la de mi relato, anduvo pensando, un poco perdida, en los fantasmas desordenados de su memoria. Como la mayoría, había intentado la felicidad civilizadamente. Lo recuerda, también hubo decepción y fracasos laborales, escasez de dinero y amores extraviados por motivos que ni ella alcanzó a develar jamás. Sentada a la mesa, a menudo como hoy condenada al tedio, para darse ánimos canta despacito: “1, 2, 3, hay que saber mover los brazos para dar signos de esperanza y fe…”. Y, advertida así de lo peor que podría sucederle, por ejemplo insistir en sus fantasmas, va hasta el patio, en el que se ocupa de cada planta, concentrada y con frenesí como siempre. Allá arriba, un grupo desenfadado de nubes anuncia ahora tormenta, quizá pasajera pues el verano no dejó de ser invasivo, incierto. La mujer cierra puertas y vuelve al salón, se sienta y se queda mirando, esta vez hacia ninguna parte. No encontrarán tensión ni contrapunto en esta historia: como cualquier ciudadano, la mujer de mi relato transcurre y se conforma, aunque de vez en cuando intenta sus batallas y resiste. Después de todo, vivir hoy civilizadamente ¿acaso no obliga a correr maratones estúpidas, y cosas así? La mujer de mi relato lo intuye, pese a que no presta atención a las noticias locales ni del mundo. Prefiere la quietud doméstica y repetida del día, dejando para más tarde que sus sueños trajinen en libertad durante la inevitable noche de su existencia.
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