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Camino a mi epitafio

sábado 12 de noviembre de 2022
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1. La beldad

Cuando le vi los ojos me pareció absolutamente celestial. Aunque no sé realmente cómo es el cielo, me lo imagino hermoso, profundo, tranquilo, de una paz inconmensurable. Pero cuando le vi el cuerpo, me dije ¡qué equivocado estás!, un cuerpo así no puede estar en el cielo porque provoca pasiones, altibajos de presión arterial, infartos, desmesura total…

Después de más de veinticinco años trabajando en la misma institución, no había visto tal portento. Cara linda, cuerpo de diosa, hablar de ángel. Y no es que no haya habido en ese cuarto de siglo mujeres bonitas en la oficina, porque algunas visitas me han quitado el hipo y las compañeras me han hecho estar quieto en mi escritorio, como si eso ahuyentara la falta de belleza.

La verdad, no supe qué hacer cuando la vi. No podía desprender la mirada de su cuerpo de diosa, de sus curvas perfectas ni de sus pechos hermosos, y no dejé de envidiar al compañero que fuera digno de su afecto, por no decir de su pasión.

El mundo onírico llego a mí y no podía, o no quería, salir de él.

Desde ese día no pude dormir bien. El mundo onírico llego a mí y no podía, o no quería, salir de él. Me miraba siempre a su lado, o sobre ella o bajo ella, pero el caso es que al despertar sudaba como un caballo de carreras después de la competencia y su aroma a flor celestial estimulaba mis sentidos de tal manera que se me quitó el hambre. Enflaquecí.

El día que me habló en el elevador y me absorbió con esos ojos de diosa, oí campanas repicar. No lo podía creer cuando me dijo: “Usted trabaja en el quinto nivel, ¿verdad?”. La miré como un poseso y la voz me salió como un silbido mal hecho cuando le dije: “Sí, por ahí la he visto con Rosaura”. “Ah”, me dijo, “sí, por ahí he estado porque participamos juntas en un grupo de trabajo”. Y yo pensé, ¿por qué no me incluirán en el grupo? Pero ese elevador, que normalmente tarda una eternidad en subir, ahora lo hizo en cuestión de segundos. O así lo sentí yo, y cuando bajé sólo pude decir: “Espero verla de nuevo”.

Salí del elevador, llegué a mi oficina y sólo pude decirme mentalmente ¡imbécil! Le hubiera hablado más para ver si la hago mi amiga, o mi compañera y ¿por qué no? Mi amante. Iluso que soy.

Lo que pasa es que ya tengo cierta edad. Esa en la que te dicen “pase por aquí, señor” o “allá está la fila de los de la tercera edad”, o cualquier pendejada de esas, y ella está como un pimpollo. Es de esas muchachitas que, de verdad, te quitan el hipo pero que te ven sólo como “pobre el licenciado, parece buena gente…”.

Llevo ya varias semanas de tener sueños húmedos. Cuando la luz de sus ojos ilumina mi duermevela, es como si la sintiera muy dentro de mí y es cuando el corazón me palpita desbocado y abrazo la almohada, la pellizco y la muerdo. No puedo hacer otra cosa por la noche, ni en la madrugada ni cuando me despierto. Siempre el remedio es un baño de agua fría para que todo vuelva a su lugar. Pero entonces me resfrío, o me da tos o cualquier desajuste en mis vías respiratorias.

Estoy jodido.

 

Era una luz entre blanca y amarilla, o gris, que parecía salir del techo, o las paredes…

2. El anhelo

Cuando abrí los ojos, la habitación estaba iluminada. Salté de la cama y fui rápido a la ventana. La cortina estaba en su sitio y no podía comprender por dónde entraba la luz. Era una luz entre blanca y amarilla, o gris, que parecía salir del techo, o las paredes… Poco a poco fui verificando que todo estuviera en su sitio: el gavetero, la silla, la lámpara de la mesa de noche y, de repente, la vi acostada en la cama con los ojos muy abiertos como si estuviera asombrada de despertar en un sitio como aquel.

Quedé petrificado. A mi mente aún no llegaba la chispa que me hiciera recordar lo sucedido. Me metí por aquella mirada, por esos ojos que parecían ser el cielo y recoger en ellos la luz del sol y de la luna. Extasiado me acerqué a la cama y le tomé la mano. El choque eléctrico me hizo revivir y recordé el elevador. Sí, ese elevador de la oficina que tiene más de medio siglo de funcionar y que ahora permite sólo dos personas por viaje. Y me tocó con ella.

Muy dentro de mí deseaba que el aparato ese no subiera tan rápido como la última vez y, como si Dios me hubiera escuchado, el elevador se detuvo entre dos pisos. Inmediatamente ella tocó el botón de alarma, pero no funcionó. “¿Y ahora?”, me dijo en un susurro. “Tendremos que esperar”, le dije, y nos sentamos en el piso del elevador mirándonos como dos personas íntimamente relacionadas entre sí. Lo que sucedió después fue como sumergirme en un mar iluminado por sus ojos y ver la inmensidad del infinito.

El primer beso fue como el que le das a la primera novia a eso de los quince años. Largo, apasionado, y vi estrellas por todos lados. No sabía dónde poner las manos, la cara, el cuerpo entero, hasta que sucedió lo que sucedió, como debía haber sucedido desde la primera vez. Nos sumergimos en un torbellino inigualable donde fuimos uno y todo a la vez. Cuando finalmente nos rescataron éramos otros o, mejor dicho, el uno para el otro. ¡Cómo amé ese viejo elevador!

En mi apartamento bebimos una copa de vino, platicamos hasta altas horas de la madrugada, hicimos lo que Dios manda hacer a las parejas que se aman y al final, abrazados, ya cansados de todo el ejercicio que mandaron nuestros instintos, nos abandonamos al sueño.

Cuando desperté, todavía con los ojos pegados y el pensamiento confundido, vi la luz que les cuento, emanada de esos dos luceros que hicieron feliz mi mañana, el día y todos los días de mi vida.

Todo fue felicidad, hasta que me di cuenta de que estaba sumergido en un mundo onírico del que no quería salir.

Del que aún hoy, mucho tiempo después, no deseo salir.

 

Después de estar en el paraíso, luego de sentirme etéreo y eterno, boyante en un mar de felicidad, estoy de nuevo ante la vetusta computadora de la oficina.

3. La realidad

No lo puedo creer. Después de estar en el paraíso, luego de sentirme etéreo y eterno, boyante en un mar de felicidad, estoy de nuevo ante la vetusta computadora de la oficina, tratando por todos los medios de que arranque para iniciar mis actividades cotidianas. No salgo de mi asombro. Un viaje como el mío de la otra noche debe ser obra de Dios y de nadie más, pues me volví etéreo, libre de toda infelicidad terrena y pletórico de luz y eternidad.

Pero las cosas son como son, y la beldad que amaneció en mi cama, la que iluminó mi habitación con el fulgor de sus ojos, está por ahí en sus quehaceres sin importarle mi desconsuelo, y yo estoy aquí de nuevo viendo a mis compañeras que no es que no sean bonitas, jamás podría decir eso, sino que son poco agraciadas, como decía mi abuela.

Ni modo, uno debe adaptarse a la vida de nuevo, escuchar lamentos de una compañera, ver la torta de maquillaje que se pone la otra pensando que así no se le ven las arrugas, las nalgas caídas de aquella, en fin, la jungla hecha y derecha. Además, debo cumplir con los encargos de los jefes y hacer toda esa sarta de trabajitos intrascendentes que suelen hacerse en países subdesarrollados como el mío.

No se me quitan de la mente los estragos que la economía está haciendo en la gente que no gana ni para adquirir la canasta básica mensual, el elevado costo de los combustibles, las carreteras desastrosas, los derrumbes, inundaciones de esta época, en fin, toda la chulada de mi querido país.

Cuando salgo veo el elevador, ese que tiene más de cincuenta años de vida y del cual surgió mi felicidad inmensa de salir con la diva que me alegró la vida la noche recién pasada, aunque fuera en el mundo onírico. Ahora debo conformarme con lo que veo y dejar volar mi imaginación, para ver a algunas de mis compañeras frente al espejo de su cuarto subirse las nalgas, meter la panza y saborearse pensando que de esa manera vuelven a ser jóvenes y bellas. Qué ilusión.

Cundo termine esta jornada laboral, iré pronto a mi casa para ver la cama donde amaneció ese portento que todavía me tiene anonadado e ilusionado, deseando que ese cuerpo y esa luz que me alegró el alma surja de nuevo.

Iluso que soy.

 

Fui porque no tenía nada que temer respecto a mi salud, a alguna enfermedad que me llevara a descansar eternamente.

4. El epitafio

Cuando ese día salí para el cementerio, lo hice con la idea de no encontrar mi tumba en él. Sencillamente fui porque no tenía nada que temer respecto a mi salud, a alguna enfermedad que me llevara a descansar eternamente en ese estado en que ya no se es humano, sino sólo un cuerpo de rostro pálido, con las manos cruzadas y los ojos cerrados, cuando la descomposición no ha hecho de él su presa.

Sin embargo, la idea inicial cambió después de todo lo vivido y comencé a buscarla pues merecía ya un buen descanso y no sólo el descanso habitual de la oficina en que paso ocho horas sentado, a veces sin mover siquiera los dedos sobre el teclado de la computadora, sino un descanso eterno.

Alegrías y tristezas, amores y desamores, ilusiones y desilusiones llenaron mi vida convirtiéndome en un ser humano común y corriente. Pero luego de mi vivencia con la muchacha de los ojos lindos, de mis sueños con ella, creo que ya puedo morir tranquilo. En paz, como dicen los religiosos. Sin embargo, después de caminar como una hora en busca de mi tumba, no la pude encontrar.

Decidí entonces salir del cementerio caminando, tal como había llegado, rumbo a mi casa para descansar en mi cama, nuestra cama compartida con los ojos pegados a una linda mujer.

En esas estaba cuando vi, medio tapadas por la grama hirsuta del camposanto, unas letras que sólo podían ser las palabras que la gente suele poner a sus deudos. Las letras decían así: “Aquí yace quien en vida fuera el mayor iluso de la historia. Quien siendo un ser humano de lo más común, en un momento dado se sintió en la gloria”.

Quedé estupefacto. Yo estaba en el cementerio parado, viendo las letras aquellas que tan bien se adaptaban a la vida mía. No podía ser otra cosa.

Aquella era mi tumba y ese mi epitafio.

Antonio Cerezo Sisniega
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