La vida en un pastizal. Parece nombre de libro, poema o cualquier cosa de esas que alguien escribe y después se lo toma para sí, como las canciones, esas que suenan en la radio desbordando amor, odio, felicidad, tristeza y no sé cuántos sentimientos más que vuelan por ahí en busca de algún necesitado que los adopte para sí mismo. Pero en el caso de Gumercindo “la vida en un pastizal” es absolutamente real, porque nació en la aldea Santo Tomás hace treinta años y jamás salió de ella. Su vida transcurrió realmente en un pastizal del que se movía sólo cuando su madre lo llevaba a la iglesia chineado primero y de la mano después, o a la escuela en la que aprendió a leer a medias, o al parque donde los domingos veía a las muchachas más bonitas dando vueltas alrededor de la fuente, parloteando como loras en busca de algún galán, o a la casa de sus tíos y a la propia —es decir, la de sus padres, en la que vivió hasta antes de casarse con la Tomasa, que a saber si le pusieron así por el nombre del patrono de la aldea o porque ese le gustó a alguno de sus padres, o era el de su bisabuela—, o al ranchito que construyó después.
Desde que se casó —porque lo hizo con cura y todo, licenciado también— trabajó el terrenito heredado por su padre sembrando frijol y maíz para el sustento diario y la venta de parte de la producción para comprar otras cosas necesarias para la vida, pero siempre tuvo la ambición, sin éxito, de viajar a la capital, instalarse en ella y ganar más dinerito para “mejorar su vida”.
Yo lo conocí en la fiesta de la aldea, una noche de septiembre en que llovía a cántaros. Por esa época ya estaba casado, bailaba al compás de la música de marimba y bebía como loco el guaro clandestino. Esa noche mi primo Celestino me dijo: “Vamos a ir a un lugar macanudo, donde se chupa y se mujerea como no tenés idea”, y en su pickup doble cabina nos fuimos a Santo Tomás. Los primeros tragos nos los tomamos en el Bar Tolo, a media cuadra del parque, con excelentes bocas de carne y tortilla tostada. Después, ya entonados, llegamos al salón de baile, donde estaba la flor y nata de las muchachas de la aldea. Había algunas bonitas y otras menos bonitas pero buenas, o a lo mejor era el efecto de los tragos, pero lo cierto es que eran muy amables y aceptaron encantadas cuando las sacamos a bailar. Puras rancheras, pero ni modo, era la música del lugar y estaba alegre.
Desde el mediodía estábamos en el pueblo de Celestino celebrando su cumpleaños. Nos metimos como dos botellas de guaro entre pecho y espalda, pero comimos bastante y teníamos sólo una borrachera razonable cuando decidimos visitar la aldea Santo Tomás. Pero ya con los tragos del Bar Tolo, nuestro nivel alcohólico llegó casi a su límite. Sin embargo, caminamos al parque —esa media cuadra— artificialmente erguidos, sin problema alguno de equilibrio. La primera pieza que bailamos fue “El rey”, bajo los acordes de la marimba acompañada por la fuerte voz de un comensal que decidió imitar al charro mexicano. Me quedó impregnado el fuerte olor al perfume de Clarita, la morena de labios gruesos que me acompañó a bailar esa pieza y muchas otras durante el resto de la noche.
Estamos rodeados de pastizales y sólo convivimos con nuestros propios cerdos y vacas.
Cuando Celestino me dijo: “Venite, vamos a saludar un cuate”, dejamos a las muchachas en una mesa bien provistas de cerveza y comida con aquello de “Espérennos un ratito, ahorita venimos”, y llegamos a la mesa donde Gumercindo libaba a placer. Cuando nos vio se levantó con tanto ímpetu que casi se va de boca y Celestino aprovechó para, con un fuerte abrazo, sostenerlo. “Hola, cómo estás, mi cuate”, fueron sus palabras de saludo. “Qué bien que venís a echarte un trago a esta aldea que es la más linda del mundo pero donde estamos más perdidos que el hijo de la llorona”. “No, hombre”, dijo Celestino, “perdidos por qué”. “Pues aquí no llega nadie”, dijo Gumercindo hipando, “estamos rodeados de pastizales y sólo convivimos con nuestros propios cerdos y vacas. Pero qué bueno, hermano, que estás aquí; vení, sentate, echémonos un trago”. “Este es mi amigo Pedro”, dijo Celestino, y Gumercindo me fundió en un fuerte abrazo. “Estás en tu casa, hermano”, dijo a guisa de saludo.
El “clan” estaba soñado. Nunca en mi vida había probado un trago tan exquisito. “Pues es lo único bueno que producimos aquí”, me dijo Gumercindo, “en esta aldea no tenemos nada”. “Pero cómo”, dije, “si aquí producen frijol, maíz, tienen ganado, en fin, están bien. Eso les da dinero y con eso pueden llevar una vida más o menos buena”. “Qué equivocado estás, mi hermano. Cuánto quisiera ir a la capital a trabajar, estudiar, llenarme de todas las comodidades”. “Allá estamos llenos de violencia”, le dije, “hay un montón de muertos diarios, asaltos, robos; en fin, la inseguridad de los capitalinos es increíble”. Celestino, con su borrachera, sólo atinaba a asentir. “Pero viven bien”, dijo Gumercindo hipando una y otra vez. “Tienen buena luz, aparatos eléctricos, carros, calles asfaltadas; en fin, viven bien. Aquí sólo tenemos calles de tierra y monte por todos lados. Sólo tenemos una escuela que llega hasta sexto primaria y no hay colegios para estudiar, ni para que nuestros hijos estudien. No podemos superarnos”. “Pero viven tranquilos”, le dije, “aquí no hay violencia ni robos, todos trabajan y tienen lo necesario para vivir. Son independientes porque todos cuentan con su pedazo de tierra, animales, cosechan sus propios campos…”.
Así, a través del guaro, buena comida, embriagados además por la letanía de la marimba, continuamos la plática hasta que comenzó a clarear. Las muchachas con las que bailamos ya se habían retirado dejando sobre la mesa un desorden descomunal: vasos derramados, botellas tiradas, restos de comida por todos lados. Gumercindo nos invitó a su casa. “Sí, vamos, no hay problema”, dijo echándonos los brazos sobre los hombros, para usarnos como muletas en su andar pausado. Fuimos zigzagueando por cinco cuadras hasta llegar a la rústica vivienda. Abrió la puerta desvencijada, llamó a su mujer con un susurro y le dijo: “Mis amigos dormirán en casa esta noche”. Apenas pude conciliar el sueño. Poco a poco, mientras terminaba de amanecer, fui viendo el cuarto en que estábamos —porque era eso, un cuarto—: dos niñas famélicas durmiendo en un petate, Gumercindo y su mujer en otro sobre el piso de torta de cemento, la estufa de leña al lado nuestro, la mesa con pintura blanca deteriorada, el ropero sin puerta que presentaba el rústico vestuario de aquella familia, la puerta caída que seguramente daba al baño…
Mientras iba tomando conciencia de la situación bajo la presión de una resaca inclemente, con náusea, fuerte dolor de cabeza, aterido cuerpo y goma moral, fui entendiendo el sueño de aquel hombre que añoraba la ciudad con tal ahínco, agobiado como estaba desde su niñez por una serie de circunstancias que las palabras se quedan cortas al describirlas.
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