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Fantasmas

sábado 14 de enero de 2023
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“Ocupación:”

Era de ingresar ese dato al registro antes del jueves. Siempre odiaba la misma pregunta en la página de migración y en el formato de las planillas: nunca sabía qué poner. Les enseñaba español a los gringos por la web, pero no tenía ni un diploma de enseñanza básica que me diera el coraje de llamarme profesor, y mucho menos de idiomas —que tan bien sonaba.

Las temporadas en que tenía altas lluvias de estudiantes en la cartera eran volátiles, sufría períodos de tres y cuatro meses de sequía, liquidando trabajitos decentes en las escuelas católicas. Aunque considerara llamarme profesor a secas, el oficio padecía de recesos arbitrarios y excesivos. Era escritor, además, pero con eso no me ganaba ni un pedazo de la vida. Llenar la casilla de ocupación es de las cosas que más cuestan a quienes aspiran a artistas: sentía que no era digno de la palabra; era un estrés, ¿me explico? Una continua discusión de culpas. En fin, era una información interna que se me hacía natural explicar con el corazón, pero cuando nadie me la pedía. Ingresaba, entonces, descripciones vagas sobre mí: Autónomo dedicado parcialmente a la enseñanza de español y de otras disciplinas. La apariencia de un fantasma, sí —o el fantasma de unas apariencias— que apenas existían.

Eran las once y media de la noche, Nicolás me había invitado a un evento de criptomonedas. Era muy tarde ya, pero bueno, regresaría en taxi, no pasaba nada. Me fui y dejé el formulario abierto con las primeras letras de una palabra.

El evento se daría en un bar que se llamaba Bright, cerca del Hipódromo de Palermo. Nicolás me dijo que era amigo del organizador y que lo conocía de unas conversaciones en el crypto bar de Puerto Madero. Estarían los nómadas digitales; él decía que yo era eso, más o menos, pero nada más lejos de la realidad: este escape a Buenos Aires era el fruto de tres años ahorrando con los desagües de un salario semanal híbrido. Además, me faltaba ganar mil dólares adicionales al mes para optar, quizás, a esa visa de nómada digital que, para entonces, era una de las novedades recientes de Hungría. Después que se acabara el presupuesto debía regresar derechito a las madrigueras.

Estarían los nómadas digitales de toda Sudamérica. Cibernautas que sostenían con “mérito” su propia vida.

—Así que nómada digital, “las pelotas”, como dicen los argentinos. Ojalá.

Pudiera haber dicho lo mismo de Nicolás, pues él viajaba mucho más que yo. Antes de Buenos Aires había estado en Punta Cana y en Ciudad de México para unos encuentros de criptos y de stocks, y en septiembre estaría volando para Lisboa y Madrid a efectos de lo mismo. Todo lo costeaba del patrimonio familiar porque descendía de un apellido lleno de ingenieros adinerados. Por lo tanto, él tampoco podía gozar de ese apelativo que creíamos tan espectacular.

Como decía: estarían los nómadas digitales de toda Sudamérica. Cibernautas que sostenían con “mérito” su propia vida. No conocíamos nada suyo, pero también conocíamos mucho porque nos los encontrábamos en los spams, y hasta en la sopa. Estaban al lado nuestro y no lo estaban, ya que vivían en Internet, que es como estar en todas partes y no estar en ningún lado del mundo. Eran unos minotauros, unos aliens; los fantasmas de la época, porque no sabíamos si existían de verdad o no.

Nicolás había mencionado el nombre de un colombiano que conocimos en San Telmo. Nos habíamos ido a tomar un par de veces con él y a jugar pool en la avenida de Mayo.

—¿Franco era nómada digital? ¡No me jodas!

—¡Claro! ¿De dónde más sacaba la guita? Si ni siquiera salía de casa. No todos se alojan en Palermo Hollywood, ¿eh?

— ¿Y qué hacía de digital el loco ese?

—Era programador freelancer de una compañía canadiense. Tengo mis bases.

—¡Míralo al güebón! ¿Y qué fue de su vida?

—Ni idea. Se desapareció.

—¿Así nada más? ¿Como los fantasmas?

“Tan pendejo que se VEÍA”, “… Pero ERA un tipazo”, “ERA de confianza…”. Una corriente de pasados subversivos me rompía la cabeza como si hubiera escuchado la noticia de su trágica muerte, cuando la realidad era el hallazgo de una segunda vida. Yo que nunca había perseguido a nadie por Facebook, me puse a buscarlo en el celular.

Pero no encontré nada de aquella vida oculta.

Nicolás cargaba una revista de tecnología; me mostró un catálogo de nombres: Farith, un brasileño que triunfó en una página web de libros. Rafael, un colombiano que vendía un curso de trading online. Sebastián y Miguel, venezolanos, hicieron una aplicación de horóscopos chinos. Todos sonreían, como si nos vendieran la sonrisa, y nosotros los veíamos como si quisiéramos comprarles unas cuantas. ¡Malditos, ja, ja! Nicolás y yo vivíamos inseguros y acomplejados de nuestro genio y aptitud por no ganarnos la vida en el medio digital: sentíamos que era quedarnos atrás en el tiempo.

Le pregunté si esos tipos asistirían, pero no tenía idea y se puso a averiguarlo. Al notar que no encontraba información del bar se angustió, empezó a sudar. Escribía en Google: “Bar Bright Buenos Aires” y no le salían ni fotos ni coordenadas en el Maps. Me mostró la tarjeta que le habían dado en el crypto bar para acreditar su confianza y vi claramente el nombre iluminado en el folletito de plástico.

—¡No joda! ¿No está en Internet pero sí en la vida real? Eso sí que debe ser un fantasma.

En la tribuna Carlos Pellegrini, unas chicas de recepción nos dijeron que el evento era al otro lado de la avenida El Libertador. Al menos al evento lo conocían quienes laboraban en el perímetro. Nicolás se abstrajo en el celular y sonrió, le dije que tuviera cuidado con los carros que se amontonaban y en el otro extremo le pedí la razón de su dicha.

—Conocí a una gringa en el crypto bar. Va a venir esta noche —me dijo.

—¿De qué parte? —le pregunté con la figura de la gringa en mi cabeza. Una imagen que tiende a ser más gringa que las gringas de verdad: unas rubias de Playboy y unas fotos de Meg Ryan.

—De Florida —respondió.

Llegamos al bar. Era una casa de la más vieja madera, similar a una cabaña, metida en un complejo de árboles calvos y, desde fuera, se veía un tapiz de espejos internos en unos muros de caoba blanca —en efecto, era el bar Bright, con las mismas letras que estaban en el folleto, qué raro que no aparecía en Google. Hicimos fila en la puerta, un vigilante solicitó un código de entrada y Nicolás se lo mostró desde el celular.

Me avergonzaba usar el idioma ante personas que hablaran castellano, es como si te vieran actuar o querer ser otra gente.

El evento en cuestión no era un evento como tal —me mentiste, Nicolás—, sino una especie de cóctel para compartir excelencias. Nicolás se sonrojó por eso, no sé si para bien o para mal. Todos los miembros tenían las sonrisas de la revista. Parecían adinerados: hermosísimos, bien vestidos, chaquetas varoniles de cuero negro y escotes provocativos en la espalda. Sentía una inmensa inferioridad porque Nicolás y yo, con esas ropas sencillas y sueltas de algodón, y unos pelos imperfectos en la quijada, parecíamos inmigrantes de la Siria aturdida por la guerra.

Me presentó al organizador en inglés, qué cosa tan incómoda. Me avergonzaba usar el idioma ante personas que hablaran castellano, es como si te vieran actuar o querer ser otra gente. Era alto y canoso; oriundo de Ámsterdam. Nos dio la bienvenida y nos informó las ofertas de la barra. De pronto dijo que quería hablar español —¿para qué me hiciste hablar inglés, Nicolás?— porque le encantaba, y nos mencionó de nuevo las ofertas, pero ahora en un castellano que le había transformado sin darse cuenta: otra melodía en la voz, otra forma de erguirse y darle a la estatura nórdica unos tres centímetros que se había sacado del bolsillo. Tenía su acento, pero usaba perfectamente las conjugaciones y había que aplaudirlo.

Nicolás y yo nos sentamos en una de las mesitas redondas. Teníamos la misma sensación de no encajar: todos eran nómadas digitales, nosotros no. Estaban divididos en grupos; se conocían entre ellos, pero no hacían nada para relacionarse con los demás y quebrar la sensación de anonimato. Habían creado una pequeña soledad en nuestra mesa porque éramos el único grupo de dos. Una soledad que nos quitó la conversación y nos hizo sentir inseguros de nuestro silencio. La maldición de no conocerse parecía un mal que contagia incluso a los que ya se conocían, y por eso intenté disolver la sensación:

—¿Qué te ha dicho la gringa?

La gringa no respondía, debía haber llegado quince minutos antes. Nicolás se sonrojaba otra vez porque sintió que me iba quedando mal varias veces en fila: primero el falso evento, y ahora con esta gringa del coño que parecía ser un fantasma. Siguió en el celular mientras observaba a la gente a través de los espejos. Había un grupo de mujeres esbeltas, parecían maniquíes. Mis ojos se quedaron estáticos viendo a una de las damas en el medio del salón: sus ojos se movían desesperados hacia los demás grupos. No sé qué miraban con exactitud, su contemplación no discriminaba las apariencias. Me hizo pensar que eran unos ojos que, más que ver, querían escuchar. Se movían casi como esos relojes de gato que se cuelgan. Qué miedo esos ojos. La chica era morena, como de madera, era delgada y parecía un grillo. Simpática, no puedo decir que no, pero con esos ojos hiperactivos no provocaba nada de sexos. Como que, dentro de su cuerpo, había otro cuerpo más vigilando al mundo.

Veía todo hasta que me vio. Y nos dejamos de observar porque nos habíamos visto desde el espejo y eso era vergonzoso: dos miradas que se descubren de esa forma es como si hubieran descubierto enseguida lo que son. No tardé en notar que cada grupo del bar contaba con individuos que se espiaban así, a través de los espejos, y le pregunté a Nicolás al respecto.

—Nico, ¿eso de ser nómada digital se nota en la cara o qué? —sonrió porque había observado que éramos todos unos chismosos.

El organizador se acercó plácidamente a un grupo de jovencitos. Les tocó la espalda y les preguntó si se la estaban pasando bien —estaban cerca de nosotros. Sus sonrisas eran elocuentes y podían haber respondido solas. Pero uno de los hombres destacó la finura del trago que bebía porque así se adulaba la elegancia de los eventos. Luego el organizador les habló de dos fechas próximas en las que se llevarían a cabo reuniones como ésa, y los hombres le expresaron intensas gratitudes y reverencias con los tragos. Antes de alejarse, el organizador les hizo una última pregunta:

—¿A qué se dedican, muchachos?

Un silencio los enmudeció, el silencio de una mirada, o ese que aparece en las llamadas telefónicas sin contestar. El organizador nunca nos preguntó aquello a Nicolás ni a mí, quizás notó que en nuestras apariencias se veía la reacción huraña que provoca una pregunta de esas, a vagabundos que no se dedican a nada.

La sonrisa de los hombres fue desapareciendo como la crema de algo que se derretía, hasta que uno de ellos se envalentonó:

“¡Salud, chicos!”, les dijo y levantó la copa a la altura de su mirada. Imaginé que por unos segundos se puso a ver a los tipos por allí, por esa copa.

—Eh… Bueno…. eh, cómo decir, je, je… llevo… llevo tres años… creo yo que cuatro… dedicándome a esto, ¿cómo es que se llama?, network marketing, andamos con el equipo, por aquí por allá. Hacemos llamadas a unas compañí… —y se detuvo porque si mencionaba las compañías tenía que nombrarlas—…a colaboradores de todos los sectores, llamándolós, contactándolós, ¿me entendés? ¿Cuándo es la otra fecha del evento, perdón? —el organizador le respondió y los dejó en el acto. “¡Salud, chicos!”, les dijo y levantó la copa a la altura de su mirada. Imaginé que por unos segundos se puso a ver a los tipos por allí, por esa copa.

Quizás, después deduje las cosas de una forma muy práctica.

—¿Sabes algo, Nico? —Nicolás gimió—. Esto es puro de apariencias.

—¿Cómo?                                                                                             

— Aquí hay más de uno que no es nómada digital, nada.

Pero su mirada se levantó por encima de mí porque la gringa se había aparecido detrás de nosotros.

—¡Llegó la gringa! —dijo.

Era una mujer robusta y sin altura. Había venido con dos chicos, a quienes creí gringos como ella. Yo estaba preparado para hablarles en inglés cuando Nicolás nos presentara:

Hi, I’m Alex, whe’re you guys from?

Para mi sorpresa, ambos respondieron en un pulcro acento rioplatense: “Che, somos de Buenos Aires”.

Cuando Nicolás conversaba con la gringa, la chica resultó dominar un español impecable con la misma vibración porteña. Vestía un saco y un bolsito negro le colgaba. ¿Dónde estaba la gringa, entonces? Nicolás estaba rojo como nunca. Su cara me había leído la pregunta porque sabía que esa mujer tenía de gringa lo que nosotros de nómadas digitales. Rubia y colorada; la chica se había maquillado intentando encontrar a esa gringa tanto como nosotros. Fue cómico, sí. Pero después me invadió la zozobra: ¿qué hacía yo aquí con esta gente? ¡Gente falsa! ¡Pura apariencia! Me dio hasta miedo, me acerqué a Nicolás y le dije que me marchaba.

—¿Alex, estás bien? ¿Qué te pasa? —respondió. “¿De verdad lo preguntas?”, pensé.

—¡Nada! No me pasa nada, tengo que irme.

—¿Pero qué decís? Es temprano todavía.

—Sí, me tengo que ir, debo llenar un formulario en casa… —me abrí paso con un empujoncito y me dirigí directo a la salida. No volteé, caminé derecho. Pero estaba seguro de que me miraban. Salí de la cabaña y atravesé el parque hasta llegar a la avenida El Libertador. Apagué el celular para que no me molestaran. Me había ido de esa casa llena de fantasmas, por fin.

Cogí el taxi, era la una de la mañana. Pensaba todavía en el bar, pero si algo lindo tiene Buenos Aires es esa cháchara infatigable de los taxistas que menciona Jaime Bayly en los programas. Olvidas todo. Uno se va con ellos en el taxi, en todo el sentido de la palabra.

—Voy para la Ambrosetti, por favor.

Después de unos minutos, el taxista bajó la ventana y se puso a pelear con otro carro que giró a toda velocidad sin prender las luces.

—Che, estos pibes hacen lo que se les da la gana —dijo.

—Están locos —le respondí como para animarlo.

Me habló muchas cosas; un poco de las leyes de tránsito. Después me confesó que había votado por Macri. No le dio pena revelar sus pinturas políticas porque yo era un extranjero. Era hincha de Boca y me preguntó si ya había ido al estadio. Cuando le iba a mencionar que el único jugador que conocía era Carlos Tévez, lo vi señalar emocionado con un dedo que tenía un anillo, a través del parabrisas.

—Decime que mirás eso de allá, por favor. ¿Sí lo ves? —era fácil verlo porque no había casi nada vivo en la calle, salvo una persona parada al pie de un semáforo. Tuvo que frenar porque las luces cambiaron a rojo. Era una chica. Blanca, con una chaqueta de plumas de ganso y unas botas de oso. Tenía un rostro huesudo, los labios le temblaban. Aunque estábamos en el paso peatonal, nunca se dio cuenta del taxi porque miraba al otro lado de la calle como si la estuvieran hipnotizando.

—¿La chica? —le respondí.

—¡Sí! ¿La ves?

—¡Claro que la veo! ¿Cómo no la voy a ver?

—Es un espanto, ¿lo sabés? —dijo entusiasmado, como si fuera la primera vez que lo decía junto a alguien.

—Pero… No entiendo. ¿Cómo así?

—¡Es un fantasma, boludo!

—¿Un fantasma?

—¡Fantasma! ¡Fantasma! ¿Sabés lo que es un fantasma?

—O sea, claro que sí… Pero no entiendo. ¿Por qué lo dice?

—¡Es un fantasma, boludo! ¡Que te lo digo yo!

Eché un vistazo hacia atrás para ver si seguía allí o había desaparecido. Pero allí estaba.

—Pero… A ver… ¿Por qué? ¡Cálmese! Puede ser cualquier otra persona… ¿no?… ¿Por qué un fantasma? —le dije y levanté un poco la voz porque ya estaba obstinado de los fantasmas.

—¿Ves que no cruza la calle? ¿Por qué no cruza, la mina? ¿Ah? ¿Por qué no cruza? ¡Decime, decime! Está la luz en rojo, perfectamente puede cruzar. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué no llama a nadie? ¿Por qué ni siquiera ve la hora? ¿Por qué ni siquiera mide el tiempo? —me miró como esperando que le respondiera—… Porque sencillamente no está ahí, ¿entendés lo que te digo?

Sentí un poquito de escalofrío. Dejé de ver a la chica. Me puse a ver el semáforo hasta que cambió y el taxi siguió de largo. Eché un vistazo hacia atrás para ver si seguía allí o había desaparecido. Pero allí estaba. Se hacía más chiquita a lo lejos porque la dejábamos, y seguía sin moverse como si el semáforo nunca hubiera cambiado para ella.

Mi día no podía terminar peor. Esa mañana tampoco llenaría el formulario. Tenía fresca la imagen de la chica, allí hipnotizada, sola a la una de la madrugada. Sus ojos estaban como perdidos en la hora y el año en que se había muerto. Pensé tanto en ella que terminé pensando en la metafísica de los muertos. Quizás era así la cosa: cuerpos que se quedaban en el tiempo donde dejaron de funcionar. Ya el tiempo no transcurría para ellos. La muerte era eso: un reloj que se detenía. Morirse era quedarse, y vivíamos porque siempre nos estábamos yendo. Ellos morían, y éramos los vivos quienes nos íbamos a otro mundo. Deberíamos llorar no porque se vayan sino porque los dejamos. El acto más cruel del hombre era el entierro porque obligaba a los muertos a quedarse más. Qué tonterías se pone a pensar uno.

—¡Eh! Pibe, tranquilo. Los fantasmas no hacen nada —me dijo el chofer al ver mi concentración.

—Me dio escalofríos, disculpe —el chofer se rio—. ¿A usted no?

—Ya la había visto antes: con la misma ropa, en la misma esquina, y nunca cruza la calle. Y no, no me dio miedo. No les tengo miedo a los fantasmas —hubo un silencio—. Les tengo rabia.

“¡Qué cosa más rara!”, pensé. Era rarísimo tenerle rabia a un fantasma y más cuando “no te hacen nada”. Les tenemos miedo a los fantasmas, y respeto quizás. ¿Pero rabia?

—¿Por qué rabia, pues? —le pregunté.

—No sé, che. Los ves por ahí, perdidos, como que quieren parecerse a los vivos, ¿no crees? Pero bueno, son cosas que uno se pone a pensar, ¿me entendés? Yo creo que es la edad.

Yo no quería hablar más.

—Pero ya cambiemos de tema. ¿Cómo te ha tratado la Argentina? ¿A qué te dedicás? —“¡Dios mío!”, me dije. Decidí decírselo, sin pensarlo.

—Soy profesor de español, trabajo en línea.

—¡Mirá vos! ¿Y qué tal? ¿Sí te resulta?

—Seh… Algo es algo, peor es nada.

—Es decir, ¿sos eso que llaman nómada digital?

—¡Bueno! No me gusta ese par de palabras juntas.

—Y ¿por qué? Si suena recopado.

—No sé, creo que son cosas de la edad —ambos nos reímos—. Pero, para no alargarlo mucho, me parece que los nómadas digitales tienen más de nómadas que de digitales, señor.

Alexandro Xavier López Baquero
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