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Las inimaginables momias frescas en la arqueología

jueves 23 de febrero de 2023
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La vieron por última vez cuando atendía a aquellos periodistas del Times de Londres. La recuerdo porque la profesora Katherine Strauss, renombrada arqueóloga de la Universidad de Stanford, hacía lo posible por sostener su amplio sombrero, batido sin cesar por los arenosos vientos que desde el Mediterráneo se enseñoreaban con Galípoli, la zona de Turquía donde, por las mismas razones, se había construido un importante parque eólico.

La famosa académica había llegado de Los Ángeles para trabajar sobre lo que se creía eran restos de unas muy antiguas ruinas de la civilización hitita. Esta deducción se había extraído partiendo de las reiteradas noticias acerca de pequeños objetos aparecidos tras el paso de bestias de carga o bajo las sandalias de los habitantes de la zona. Fragmentados, desmoronándose a veces, surgían en forma aislada aquí y allá pero cada vez con mayor frecuencia. Otros, más sólidos, pero no menos extraños para la gente, eran cogidos y dispuestos por los niños para sus juegos de siempre.

Por supuesto, el protocolo de excavación hubo de ser suspendido inmediatamente, a pesar de las protestas de Mamad Jalil Bergson, el renombrado etnógrafo jefe del Departamento de Arqueología de la Facultad de Antropología de la misma universidad. Éste, desde Los Ángeles, vía correos electrónicos y mediante innumerables llamadas a su teléfono satelital, presionaba reiteradamente a la primera asistente de la desaparecida para que continuase de uno u otro modo los trabajos. El profesor, por cierto, era abierto rival profesional de la profesora y en la universidad era evidente la pugnacidad entre ambos. En los pasillos y en el Consejo de Facultad era frecuente referirse a esta vieja enemistad, teniendo la institución que evitar incluso, tenerlos en las mismas comisiones, cuando se creaban o se reunían, a los fines. De hecho, el consejo evitó siempre nombrarlos miembros del mismo jurado examinador de las tesis que colegas y estudiantes rendían dentro de sus estudios.

Por supuesto, el famoso profesor estaba fuera de toda sospecha, especialmente cuando la Policía, investigando en los aeropuertos internacionales de Ankara y Estambul, dio por sentado que él había cancelado varias veces su vuelo desde California hasta el lugar de la excavación, donde también había sido convocado.

Las excavaciones se tornaron pesquisa policial. Carlo Rossi, inspector enviado desde Estados Unidos a los efectos, la conducía.

Pero el profesor, se supo, ya se encontraba en la zona arqueológica decretada por el gobierno turco desde antes del comienzo de los trabajos; había viajado bajo pasaporte británico procedente del pequeño aeropuerto de Gibraltar, después de atender asuntos familiares allí.

Las excavaciones se tornaron pesquisa policial. Carlo Rossi, inspector enviado desde Estados Unidos a los efectos, la conducía, detrás de su severo y adusto rostro de siempre y apoyándose en la sargento Yavuz de la Policía local. El asunto no era para menos, dada la fama de la persona extrañamente desaparecida. Los comentarios de los auxiliares de investigación de la profesora, estudiantes de posgrado con ella o de los jóvenes del ciclo básico de la carrera allí trabajando, ya se habían referido a aquella extraña desaparición, pero agregando el detalle de la enemistad, cosa en principio desconocida por los oficiales de policía.

Hubo de contratarse a personas ajenas a la excavación, a los fines de guiar a la Policía hacia sitios cada vez más alejados, ampliando el círculo de búsqueda. No hay homicidio, concluía prematuramente Rossi. Al no haber cuerpo no hay homicidio. Pero la sagaz Yavuz ya arrastraba dudas, poco fundamentadas, en verdad, pero las tenía. Procedían, más que de su pericia policial, de su intuición femenina. Pero los recorridos cada vez más amplios de los grupos de búsqueda se suspendieron abruptamente, cuando Rossi comenzó a “tomarle fe” —decía él mismo cuando se refería al olfato de la asistente que ahora le habían asignado. Esta circunstancia más la ausencia repentina del profesor Bergson —el inspector apenas lo vio una vez— hicieron que éste volviera la atención sobre lo extraño de no haber registro de su llegada a ningún aeropuerto local. Salvo algún vuelo clandestino o el arribo a alguna costa remota de la región, el inspector sabía que su nuevo sospechoso no podía haber aparecido allí desde la nada. Tendría que rebuscar fragosamente en las infinitas listas de todo aeropuerto con conexión hacia Galípoli y procedente de cualquier lugar del planeta. Y ahora su desaparición añadía otras difíciles aristas a la búsqueda policial.

Pero restringiendo su búsqueda a las listas de embarque de las últimas cuatro semanas la ardua tarea dio resultados a Rossi.

—Ya decía yo —se dijo a sí mismo el inspector Rossi. Pero su ceño estaba lejos de distenderse, pues la profesora desaparecida, nada de aparecer. Y las posibilidades de un auto secuestro, muy de moda, por cierto, no las alimentaba ningún indicio.

De otra parte, los vientos moviéndolo todo dijeron adiós a todo rastro, en una despedida que sonaba a un para siempre. Y el interrogatorio, supervisado tanto por sus jefes como por el personal llegado desde California, le daba poca esperanza.

Al fin llegó la orden de proseguir con la otra búsqueda, la arqueológica. No solamente era la Universidad de Stanford quien la financiaba; eran dos grandes corporaciones internacionales privadas quienes acompañaban en este proyecto, tal vez único. Y ya el gobierno de Turquía estaba por decidir su incorporación, dada la importancia histórica y arqueológica del asunto.

Como debe hacerse en todos estos casos y según el protocolo científico, la excavación siguió, paso por paso, capa por capa, estrato por estrato, conducida ahora por la profesora Tamara Wisconsin, tercera figura a bordo del Departamento de Arqueología de la casa de estudios.

Los días ofrecían severa resistencia al numeroso personal que extraía frutos de la antigua tierra.

Con sus altas temperaturas, los días ofrecían severa resistencia al numeroso personal que con catalanas, piquetas o pequeñas azadas especiales, o con herramientas menos sofisticadas, extraía frutos de la antigua tierra. Frutos que enriquecían la mesa del banquete del conocimiento, develando fragmentos de historia, prestos a ser compartidos con la humanidad.

Pero Rossi no era convidado a aquella mesa. Se mantenía atento, no obstante, detrás de la cinta furibundamente tendida por la comisión ad hoc que había creado el gobierno turco. Su enrojecido rostro mantenía una expectativa constante, sin embargo.

—Pudo haber caído y los feroces enjambres de fina arena pudieron haberla sepultado, confundiéndola con todo este rezago antiguo —decía a Yavuz, quien lo miraba pacientemente, con su encandilada mirada de ojos transparentes.

Luego de muchos días hallaron el cuerpo. No sólo el de ella. A su lado yacía el del profesor Bergson, aunque de espaldas y hacia el Levante. El de ella hacia el Poniente. Ambos cuerpos en el fondo de una antiquísima tumba recientemente hallada, después de seis meses de excavaciones, bajo milenaria arena beduina y muy confusos fragmentos de antiguos objetos. Dos cuerpos frescos aún, manteniendo no sólo su ropa de hoy, sino sus carnes y huesos; recién enterrados, con todos esos restos arqueológicos de ancianísima data, mezclados con vestigios humanos al parecer de la misma época remota, según lo fueron revelando las nuevas comisiones de búsqueda —ahora mixtas, policiales y arqueológicas— que se emprendieron. La Policía toda, no sólo Rossi, no salía del estupor.

Jesús Salcedo Picón
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