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Tempus fugit

sábado 1 de abril de 2023
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A quienes permanecen en silencio desde que escucharon cantar al cisne,
con cariño

El reloj nunca supo por qué estaba dónde estaba. Desde siempre movía su péndulo sin más y sin que le costase el más mínimo esfuerzo, y eso era todo. No era consciente de que aquél movía un engranaje y que éste —bastante complicado para sus entendederas, por cierto— era el que movía sus brazos. Para él, el movimiento, tanto el del uno como el de los otros, era algo que se producía sin su influencia y que siempre había sido así. No relacionaba un hecho con el otro y, por lo tanto, en su ignorancia era feliz, suponiendo que para un reloj la felicidad consista en la ausencia de preocupaciones.

Pero un día, sin tener tampoco conocimiento de cómo ni por qué, pensó en cuál era su razón de ser. No entendía por qué, una vez en semana, don Leopoldo, su dueño, subía sus pesas y adelantaba unos pocos pasos su brazo más largo. Como no había entendido nunca que lo trajeran desmontado desde la Plaza Redonda de Valencia hasta este su lugar en la casa.

Recordaba como en un sueño que, una tarde, alguien le había instalado el péndulo y cómo, al ponerse éste en marcha, había provocado un asombro colectivo entre los humanos de la casa, asombro que duraría algunos días, un par de semanas tal vez.

Desde entonces apenas le dedicaban una mirada superficial cuando pasaban por delante, exceptuando, como hemos dicho, a don Leopoldo, que era el único que se detenía y mostraba algo de atención.

En ese momento descubrió por vez primera que no era único. Existe en la lejanía, se dijo sorprendido, otro reloj como yo.

Un día, poco antes de que comenzara su toque más largo, se dio cuenta de que se oían a lo lejos doce campanadas producidas por algo que no conocía, y en ese momento descubrió por vez primera que no era único. Existe en la lejanía, se dijo sorprendido, otro reloj como yo, pero con un sonido mucho más pausado y potente. Pero eso fue todo.

Pasaron los años —las revoluciones y revueltas se sucedieron, pero siempre alejadas de la casa— y, aun teniendo conocimiento de que no era único, no había cambiado su ritmo en todo ese tiempo, como con unas y con otras lo habían hecho los humanos, ni había dejado de tocar sus campanadas cada vez que su brazo más largo alcanzaba la verticalidad.

Don Leopoldo, previendo ausencias cada vez más largas, había enseñado a Maritornes, su fiel sirvienta, cómo y cuándo subir las pesas y cómo engrasar sus ruedecillas y engranajes y adelantar un par de minutos ese brazo mayor, el minutero.

Un día cualquiera de no importa qué mes ni qué año, el otro, el de las campanadas pausadas y profundas, su desconocido compañero de la lejanía, había despertado a todos los habitantes de la casa con un toque distinto, rápido y constante, que él no conocía, un toque que les hacía correr de un lado para otro sin orden ni concierto, pálidos y desencajados mientras los cánidos alterados ladraban y perseguía cada uno a su dueño. Era el día de las rebeliones. Los habitantes del pueblo se rebelaban contra la rebelión de los militares y tomaban posesión del poder.

Pues justo ese día, mientras los miembros de la familia iniciaban su huida no se sabe hacia dónde, de manera casual pero guiada tal vez por el destino, había acompañado a Maritornes a los cuidados del reloj un niño, un hermoso niño que era el primer nieto de don Leopoldo, el que estaba destinado a ser el predilecto, el primogénito. Y este niño, el niño Jaime, de manera espontánea sin hacer ni una sola pregunta se interesó desde su inocencia por el funcionamiento del reloj, de su péndulo y de sus pesas, y fue el primero que miró con asombro los números de su esfera y sus asimétricos brazos. Y fue tanto el cariño que flotó por el aire, que el reloj sintió que, entre su tercera rueda y los piñones de la rueda de escape, algo comenzaba a latir a una velocidad distinta a la de su monótono péndulo, algo con un ritmo vivo y, por decirlo de alguna manera, cálido. Y en ese instante tuvo el reloj por vez primera la conciencia de que era mortal y de que tenía sentimientos.

La rebelión continuó. El gremio de mareantes, o al menos su facción anarquista, se hizo con la casa, y todas sus reuniones en las que se intentaba jerarquizar lo que en teoría no debía ser jerarquizado, se hicieron en su comedor y sus salones. Y el reloj vio cómo desaparecieron todos los miembros de la familia y temió por su supervivencia, pero los rebeldes pusieron al servicio a su servicio —una contradicción más— y Maritornes continuó elevando sus pesas y adelantando sus agujas, aunque parecía dedicarle menos tiempo y sobre todo menos mimo. El reloj sintió, también por primera vez, sorprendido, que extrañaba a don Leopoldo, y, en especial, al niño Jaime, a aquel niño que sólo había visto una vez, pero con el que nacieron tantas cosas. Y desde su esfera comenzaron a caer muy lentas unas gotas que Maritornes no podía explicarse. Y, escrupulosa, frotó y frotó los números de la esfera con un paño suave pero las gotas continuaron brotando, hasta que se convenció de que aquello no podía ser otra cosa que lágrimas. El reloj, aquel frío marcador de los tiempos, aquella máquina, lloraba. Y sus brazos comenzaron a atrasar y sus campanadas a sonar a destiempo. El otro, el de la lejanía, el del toque pausado y potente, sonaba cada vez más distanciado, y él era incapaz de seguirle los pasos. Y así pasaron meses, y Maritornes no sabía qué le pasaba, pero adelantaba sus punteros lo necesario cada vez, sin comentarlo con nadie, mientras secaba desesperada su esfera.

Y con los meses pasaron las revueltas y los militares rebeldes volvieron a tener el mando de la situación y ya nadie se acordaba de su rebeldía y, poco a poco, volvieron a la casa sus habitantes. Y, con ellos, volvió el niño Jaime, y el reloj se olvidó de llorar y volvió a retrasarse sólo los dos minutos diarios que acostumbraba. Y desde entonces el niño le contaría sus penas y sus alegrías todos los días. Se sentaba en el suelo junto a él y le hablaba de los pajaritos, de sus nidos, de lo que crecían las hierbas en la era, de los árboles y sus hojas e incluso del viento y de las olas del mar. Y también, cómo no, de las abejas y de sus colmenas, de las obreras y de los zánganos, de cómo eran aquellas colmenas que había junto al cabazo, y de cómo, según le había contado Maritornes, las abejas se alimentaban del polen de las flores de la cercana rosaleda.

Un día, el niño Jaime le habló de su compañero de la lejanía, del reloj comunitario.

Y el reloj supo de las cosas que no podía ver, de las nubes y del cielo gris, de las mareas y de la Luna, de los vientos y las lluvias, y supo también de los peces y de los pescadores que cada día llegaban desde la mar.

Y un día, el niño Jaime le habló de su compañero de la lejanía, del reloj comunitario, que tocaba las horas para que los campesinos supieran que era el momento de regresar al pueblo, de rezar el ángelus o de descansar a la sombra de los árboles, como él hacía en menor escala con los habitantes de la casa. Y fue tal su orgullo que, a partir de ese momento, nuestro reloj, haciendo un esfuerzo, daría sus toques siempre al mismo tiempo que su vecino.

En esos tiempos, visitó la casa don Nikola, un anciano croata que, como don Leopoldo, investigaba los efectos de la electricidad y hablaba con éste de instalar una jaula de Faraday como mejora del pararrayos que recientemente se había instalado en la casa. El hombre, extranjero tenía que ser, pretendía enjaular la casa, o por lo menos la torre, para que los rayos al caer no hicieran daño a los habitantes ni a sus pertenencias, decía.

—¿Quién osa entrometerse en los designios de la naturaleza, obra del altísimo? —preguntaba don Adriano en su sermón dominical y a la salida se protegía de la lluvia con un paraguas.

Y Maritornes, escandalizada también, hablaba sola y susurraba que no quería vivir en una jaula como un canario. El niño Jaime se asustaría con estas habladurías y le contaba al reloj lo que oía a su abuelo, a don Nikola y a la propia Maritornes, que era, todo hay que decirlo, en quien más confiaba. Pero el reloj, contento como estaba con su útil labor dentro de la familia, no alteraría su ritmo y continuaría siendo puntual.

Una tarde lluviosa, después de ver cómo unos paisanos subieron al tejado para instalar la nueva punta del pararrayos y los cables de la jaula, queriendo ver cómo el rayo era atrapado por el artefacto —según había escuchado a don Nikola—, en plena tormenta, el niño Jaime abrió sin que nadie lo viera la puerta que daba a la escalera exterior que subía al tejado de la torre y, deslizándose hasta lo más alto, se agarró al cable que conduciría la electricidad a tierra en el mismo momento que un atronador rayo inauguraba los servicios del artilugio. No le dio tiempo a ver el relámpago. La casa tembló, los habitantes aún recuerdan el estruendo, los caninos aullaron recordando de manera instintiva sus orígenes más remotos y corrieron del tingo al tango y desde la portería hasta la era durante horas. Maritornes, asustada, bajó corriendo desde su dormitorio y en la escalera del desván encontró abierta la puerta que daba a la que subía al tejado, y, achacando su apertura al propio rayo y al viento, la cerró para que el agua no se introdujera en la casa.

Oyó entonces la voz de don Leopoldo que, alarmado, ordenaba la búsqueda del niño, que había desaparecido durante la tormenta. Lo imaginaban escondido huyendo de los truenos. Durante casi dos horas los adultos buscaron por todos los rincones de la casa y por los jardines. Registraron una y otra vez el desván, los armarios, los cuartos de limpieza, las despensas, los bajos de las escaleras, la cueva de la virgen, el cabazo, la barraca, el garaje, la panera y el galpón, además de cada uno de los salones, dormitorios y alcobas. En una de sus subidas al desván, la sirvienta recordó de pronto que había cerrado aquella puerta y decidió, aunque sin esperanzas, subir al tejado. Su grito se escuchó en toda la casa y alertó a gran parte del pueblo. Maritornes, desencajada y lívida, bajó con el niño Jaime en brazos por la escalera del hall, donde cayó desmayada. Y los humanos comenzaron a llorar como si fueran relojes y la casa se llenó de tristeza. Y el niño Jaime, desde entonces, no acudiría más a hablar con el reloj.

—Una abeja, una de sus amigas, se había asustado con la tormenta —le contaría Maritornes al reloj, mientras al día siguiente levantaba sus pesas por última vez— y había picado al niño Jaime, que dejaría de respirar en unos segundos (algo que no significaba nada para un reloj de péndulo). Y su alma, en unos minutos, en unos pocos pasos de su brazo más largo, había subido a los cielos custodiada por los ángeles y los querubines.

Esta fue la historia que la sirvienta tuvo que memorizar, no sin esfuerzo, porque era, le dijeron, la verdad que don Fulgencio había escrito en el certificado de defunción antes de que don Nikola se despidiera de don Leopoldo y del pueblo para siempre.

Francisco Suárez Trénor
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