Francisco murió el 5 de octubre. No apareció en la parada de autobús esa mañana, así que por la tarde me acerqué a su casa. Nunca había estado allí. Vivía en una calle estrecha del Raval, muy cerca de donde vivía yo. La puerta tenía una pequeña ventana y las cortinas de la planta baja eran blancas, con el dibujo de un pájaro. Su madre me dijo que había sido el corazón. Esa mañana, su hermana lo había encontrado tieso sobre la cama sin desvestir. Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que fue culpa del tabaco, pero entonces no se sabía nada de esto.
La señora me retuvo durante una hora en una habitación oscura con fuerte olor a incienso, en la que sólo se intuían los contornos de unos muebles negros, y las facciones envejecidas de la propia mujer, con su chal negro y su moño canoso. Ni ella ni yo llorábamos. Yo, porque nunca he sido dado al llanto público; ella, quién sabe.
De las ventanas llegaba la claridad oprimida de una tarde luminosa de otoño. Después de varias miradas furtivas descubrí, detrás de las persianas cerradas, fragmentos de un balcón lleno de flores. La habitación en la que nos encontrábamos, sin embargo, no recogía ninguna alegría del balcón. Había fotografías familiares colgadas en la pared, apenas distinguibles, y una consola con mantel en un rincón, encima de la cual reposaba un perro blanco, disecado.
Me sirvió café en unas tazas estropeadas, elegantes en otro tiempo. Me llamó la atención que no viniese nadie a dar el pésame y se lo pregunté a la señora. Me contestó que no tenían familia en Barcelona, y que los pocos parientes que les quedaban vivían en el pueblo andaluz del que ellos habían salido. Me explicó toda la historia familiar, por parte de ella y de su marido, también fallecido.
La mujer se levantó sin decir nada, hizo ruido de puertas en el pasillo y regresó al cabo con los cigarrillos de Francisco.
Llevábamos media hora allí sentados, en aquel silencio tedioso, cuando la mujer se levantó sin decir nada, hizo ruido de puertas en el pasillo y regresó al cabo con los cigarrillos de Francisco, guardados para mí en una cajita.
—Porque tú también fumas, ¿no?
—Fumo —dije yo.
—Ten.
Era una caja que yo le había visto a Francisco en la academia, llena de lápices.
—¿No fuma nadie aquí? —pregunté.
—No… —dijo la mujer, cruzando las manos—. A nosotras no nos sirven de nada tantos cigarrillos. Y, de hecho, te iba a pedir que volvieses en unas semanas. Podrás llevarte toda su ropa cuando la haya organizado. Tenía una americana casi nueva, de tela fina, para el buen tiempo. Decía que con ella iba a conquistar a no sé qué chica de vuestro trabajo. La había comprado en julio… Hace tres meses.
Yo asentí. Me sirvió otra taza de café caliente. Sentía los labios resecos y el interior de la boca amargo y áspero.
En la entrada me devolvió mi gabardina y mi maletín de trabajo, que había guardado en una habitación contigua, llena de cajas y objetos cubiertos por trapos y sábanas.
—Dime —me dijo—, también dan clases de música en la academia, ¿no?
—Así es —contesté yo.
—No sabrás de alguien interesado en comprar un violín… Vamos a vender el de Ester, mi otra hija. Ven a verlo, te lo muestro.
Seguí a la mujer, temiendo que de nuevo me arrastrase a la habitación enlutada. Se detuvo en la segunda puerta del pasillo y la abrió. Apareció una chica, sentada en una cama vestida con colcha blanca.
—Ester, hija —dijo la señora—, acércate. Este joven es un compañero de nuestro Paco. Profesor de griego, ¿no?
Yo dije que sí.
En el umbral apareció la muchacha, surgida de entre las sombras de la habitación. Ardía un velón en su mesita de noche. Vestida de negro, parecía mayor y severa, pero era evidente en la cercanía que no tenía más de veinte años. Llevaba el cabello recogido en una trenza. Como su hermano, tenía la nariz de águila, la piel morena y los ojos verdes. Alargó la mano para saludarme, sin pronunciar palabra.
—Ester, saca tu violín, por favor.
Ester sacó su violín del hueco entre el armario y el tocador. De pie frente a nosotros, lo sostenía con cariño entre sus brazos, acariciando el cuerpo pardo del instrumento.
La madre suspiró:
—Es un violín precioso, sí, y tan caro. Mi Paco ahorró mucho para regalárselo a su hermana. Tenía tantos proyectos para ella. Hasta el año pasado la tenía apuntada a clases, una vez por semana. Y para este año estaban preparando la admisión en el conservatorio. Pero ahora ya no podemos tenerlo, ya no nos sirve…
Le prometí que pondría un anuncio en la academia, y también que regresaría a final de mes para recoger la ropa de Francisco. Ella me dijo dónde sería la misa. Las dos me miraban con sus ojos verdes y fijos. Recuerdo que me impresionó que se parecieran tanto los miembros de aquella familia, ya que en mi casa todos éramos como extraños unidos por casualidad. Ester abrió los labios por primera vez para decir adiós.
De camino a mi cuchitril, que estaba a unos pasos de la calle de Francisco, recordé que el día 27 de cada mes él compraba flores para su madre, cuando salíamos juntos de la academia. Una vez me había dicho que ese había sido un día de mucha tristeza para ella, y que él, con las flores, intentaba compensar tanta mezquindad.
En la esquina vi a Ester a lo lejos, rebuscando las llaves del portal inclinada sobre el bolso negro. El cabello le cubría el rostro y tuve miedo de verla de nuevo, de que se girase y me viese allí quieto.
Regresé a final de mes a buscar la ropa de Francisco. En la esquina vi a Ester a lo lejos, rebuscando las llaves del portal inclinada sobre el bolso negro. El cabello le cubría el rostro y tuve miedo de verla de nuevo, de que se girase y me viese allí quieto. Había pensado en ella todos los días desde el 5 de octubre. Varias veces había soñado que la encontraba en algún café, vestida de amarillo, y que tocaba el violín para mí. En aquel sueño extraño ella era una desconocida y yo dejaba unas monedas en la funda del instrumento.
A veces me alegraba la muerte de mi amigo Francisco, por haber llegado a conocer a su hermana.
Subimos despacio a la primera planta. Ester había adelgazado y su piel había perdido el resplandor del verano. Ahora aparecía verdosa, con sombras amoratadas en los ojos, y arrastraba las piernas con dificultad al subir la escalera. Ella iba delante, y yo la seguía.
—Siéntate aquí —me dijo, mostrándome una silla en la entrada—. Ahora vuelvo.
Y desapareció en la ruinosa habitación llena de cajas, que estaba a oscuras. Resultaba difícil creer que Francisco, siempre tan limpio y bien afeitado, había vivido en una casa decrépita y abigarrada como aquella. Le imaginaba entrando allí cada tarde, con su maletín de profesor, y no conseguía encajar su imagen en aquel marco.
Escuchaba el ruido de Ester, moviéndose por la habitación. Desde la entrada, le dije que nadie se había interesado todavía por su violín.
Contestó:
—No se venderá por el precio que mamá pide.
Y en ese momento reapareció con un maletín lleno de ropa de su hermano muerto.
Me invitó a la salita donde me había sentado con su madre. Esta vez las persianas estaban abiertas en puente y entraba furiosamente la claridad, por lo que la habitación no resultaba tan tenebrosa. Trajo, no sé de dónde, un jarrón lleno de agua hasta la mitad, y empezó a arreglar unas flores que vi tiradas sobre la consola: crisantemos blancos. Entonces recordé que era 27 de octubre, y que quizá por eso habían comprado flores. Ester acariciaba algunos pétalos y retorcía los tallos al colocarlos. Cuando vio que yo fumaba, me acercó un cenicero.
Se sentó a mi lado, en una sillita de mimbre. Veía la mitad de su cara junto a mí y, en un espejo en la pared, la otra mitad, con el cabello rizado sobre la mejilla.
—¿Por qué no te trajo nunca Paco a casa? —preguntó—. Ni siquiera sabíamos que tenía un amigo en la academia. Aunque, claro… Tampoco hablaba mucho de su vida fuera de casa… ¿Tú sabías algo de nosotras?
—Sí, aunque poco. Sabía de tu madre. Y varias veces me dijo que su hermana pequeña trabajaba en un taller de bordado. Pero nunca me contó que tocabas el violín.
—No —dijo ella—. Es que eso era una especie de secreto familiar. El violín entró en esta casa gracias a Paco, porque él lo compró, y ahora que él no está, tiene que irse…
—No tiene por qué irse. Yo…
—Tiene que irse, necesitamos el dinero —me miró—. Es triste, porque Paco sacrificó mucho para comprármelo. Y él tenía muchos planes para mí. Quería que fuese al conservatorio… Decía que tengo talento…
Se inclinó a un lado para coger una cesta con su labor. Apareció un bastidor bien tensado, y una cajita con varias madejas blancas. Sobre la falda, Ester separó los seis cabos y enhebró uno solo, en una aguja dorada que se había clavado en la manga. Estaba cerca de mí y veía la labor con claridad, como si fuese mía. Era una rosa sobre fondo rojo, un único tallo. Las hojas estaban hechas y ahora trabajaba en el cuerpo de la flor.
—Esto después será un vestido —me dijo.
—¿Sí?
Asintió.
—Lo llevará alguna señora elegante. A veces me imagino a qué lugares llevan estas señoras los vestidos que yo les hago. Las imagino en el teatro, o en la ópera, o en conciertos de piano o de violín —el hilo se le rompió y repitió de nuevo, con paciencia, el mismo procedimiento—. Es extraño este trabajo, como si lo hiciera un fantasma. Supongo que esas mujeres no piensan nunca en las chicas que han trabajado la tela de sus vestidos. Y, sin embargo, yo creo que algo de mí, de mis manos, se va con ellas… ¿Tú qué crees?
Cuando llegó su madre, ambos nos levantamos, y yo me despedí. Bajé las escaleras a toda prisa y salí a la calle. Sentía que por dentro las costillas me oprimían los pulmones. Ya se había hecho de noche.
Decidí que si quería seguir viendo a Ester debía llevarles flores a ella y a su madre a final de mes.
Fue a los pocos días, regresando de la academia en bicicleta, cuando decidí que si quería seguir viendo a Ester debía llevarles flores a ella y a su madre a final de mes. De lo contrario, en adelante sólo nos veríamos algunas veces en el barrio, y algunas otras en la tumba de Francisco.
Fui a la biblioteca y leí algo sobre las flores de cada temporada.
Para poder comprar aquellas flores empecé a privarme de pequeños caprichos a los que me había acostumbrado: dejé de frecuentar cafeterías, iba a pie o en bicicleta a todas partes, y empecé a fumar un tabaco más barato. Todo esto no me producía ninguna incomodidad ni aspereza; al contrario, me sentía alegre, incluso realizado, al ver la sorpresa en las caras de Ester y su madre, que cada mes recibían un nuevo ramo como si no contasen con él.
En marzo les llevé tulipanes morados.
El violín llevaba ya cinco meses enteros en venta, y todavía nadie se había interesado por él. Aparecí con las flores casi a la hora de cenar. Desde el portal vi, arrimada a las ventanas, una figura de mujer que primero no reconocí: después me di cuenta de que era Ester, llorando. Recibió las flores con poco entusiasmo, secándose los ojos enrojecidos. Me preguntó por el anuncio del violín. Dijo que tenían que venderlo con urgencia.
Esa noche hablé con mi abuelo.
—Quieres a esa chica, ¿no? —me preguntó él.
Dije que la quería mucho.
Él contestó que la solución era sencilla: yo debía comprar su violín.
—Yo te prestaré lo que te falte. Iremos a empeñar la plata. Mañana vas y le dices que alguien ha preguntado por su violín.
—¿Y después?
—En unos meses, regresas y le cuentas la verdad: que eres tú el comprador, y que has guardado el violín para ella. Si no te quiere, al menos la habrás ayudado.
Me enterneció, en ese momento, la idea de mi abuelo, y quise confiar en ella. Sin embargo, a la vez sabía —de un modo muy lúcido— que el gesto de comprar el violín de Ester no podía compensar ante ella, de ningún modo, mi falta de encanto personal, ni mi carácter siempre inclinado al silencio y la melancolía. Para ella, yo seguiría siendo el taciturno profesor, amigo de su hermano fallecido.
Aun así, eso fue lo que hice. A los dos días fui a buscar el violín. Ester no apareció al principio: sólo me esperaba la madre de Francisco en la entrada, con el instrumento en su funda. Después la vi salir de su cuarto. Se alisaba la falda con las manos mientras caminaba hacia mí.
—Te lo agradezco mucho —dijo—. ¿Qué podemos hacer para darte las gracias? Has hecho tanto por nosotras.
Le entregué un sobre con el dinero. Me apretó la mano y yo la miré: le pedí que tocase algo para mí, por primera y última vez. No se opuso, como pensé que ocurriría.
En la salita se puso de pie frente a nosotros, seria, sin mirarnos, y en un instante empezó a rasgar las cuerdas con el arco. Yo no tenía entonces ninguna cultura musical y a día de hoy no he llegado a saber qué fue lo que tocó. Pero, allí sentado, me parecía que aquella escena maravillosa debía pertenecer a otra vida, a una vida mejor y más desahogada… El milagro de tener a Ester de pie contra los ventanales, tan unida a su violín, con su vestido de luto. Repartía su peso entre un pie y otro mientras se movía con los ojos cerrados, haciendo que el cabello, mal recogido, le cayese sobre un hombro. Veía su cabeza, coronada por el halo de sol que la tocaba a contraluz, y sólo deseaba decirle que era yo el comprador de su violín, que no temiera por su instrumento. Al alejarme con el violín por la calle estrecha, sentía mis dedos temblar como si la música hubiese salido de ellos. Todo esto despertó en mí la música de Ester. No dormí pensando en ella…
Con la primavera llegaron grandes bandadas de golondrinas y el sol se volvió rojo y violento. Después, llegó el calor.
Yo nunca sabía cuándo devolver el violín a su dueña. Los meses pasaban. Con la primavera llegaron grandes bandadas de golondrinas y el sol se volvió rojo y violento. Después, llegó el calor. En mayo, alegre y excitado por el tiempo, compré lirios blancos y los hice envolver en un papel especial. En junio no tuve tanto dinero y compré sólo unas pocas rosas inglesas. En julio, dalias amarillas del tamaño de una mano cerrada… En agosto, gladiolos de varios colores.
Me acostumbré, algunas tardes, a acompañar a Ester a hacer recados. La academia estaba cerrada y me pasaba el día entero sin más ocupación que leer o pensar, así que accedía en cuanto ella o su madre me lo pedían. Me afeitaba y perfumaba más de la cuenta para acompañar a Ester a cualquier lugar. Nunca hablábamos mucho en aquellas horas que pasábamos caminando por Barcelona, pero lo poco que decíamos parecía importante, o bien adquiría importancia para mí por tratarse de palabras dichas por Ester. Ella tenía la mirada ausente de alguien que ha sido separado a la fuerza de un ser querido.
Más de una vez estuvo a punto de preguntarme quién era la persona que había comprado su violín: quería saber si era hombre o mujer, mayor o joven… Pero después, apresuradamente, me decía: “No me lo cuentes, prefiero no saberlo”. Yo tenía decidido entonces que, si seguía preguntando, le diría la verdad. No tenía ganas de mentirle. Pero ella nunca presionaba más allá, y yo no encontraba el momento de sincerarme.
En mi habitación, me dormía siempre mirando el violín, que tenía enfundado junto al armario. Jamás lo saqué de allí.
Un sábado fuimos a hacer unos recados para su madre, que trabajaba. Compramos pescado y verdura en Sant Antoni. Hacía demasiado calor para caminar y por todas partes la gente andaba buscando la sombra y mojándose el cuello y la frente junto a las fuentes. Fuimos a sentarnos debajo de los plataneros. Ester se abanicaba, con el cuerpo apoyado sobre el respaldo frío y los ojos cerrados. Se había descalzado y sus pies hinchados respiraban.
—He estado pensando y haciendo planes —dijo— y creo que, si lo intento en serio, con todas mis fuerzas, podría recuperar el violín, e incluso ir al conservatorio, aunque no esté Paco.
—Claro que puedes, Ester —le dije—. No tengo ninguna duda de tus capacidades.
Puso la mano derecha sobre la falda, con la palma hacia arriba, y yo se la cogí.
—Ya sé por qué Paco no te trajo nunca a casa, a conocernos —dijo.
—¿Por qué?
—Paco era muy celoso conmigo. No le gustaba que me llevase bien con los hombres. “Amigas sí, todas las que quieras, pero ningún chico”. Muchas veces, cuando llegaba él antes del trabajo, me esperaba escondido en el portal para ver si yo llegaba con alguien. Y siempre estaba amenazando con quitarme el violín si me descubría algún novio. Era malo, Paco. No era como tú. Y seguramente ahora todo esto te toma por sorpresa, porque pensarás que contigo no era así. No, claro que no, tú eres un hombre. Creo que a él no le habría gustado ver que nos llevamos bien tú y yo. Creo que no te trajo porque sabía que nos llevaríamos bien. Me quería tener siempre encerrada. Es verdad, también se preocupaba por mí y tenía planes para mí, y en el fondo su manera de actuar era porque tenía miedo de que alguien me hiciera daño. Pero, sin darse cuenta, solía encerrarme en su jaula. Desde que Paco no está, soy más libre. Sólo me falta mi violín.
Se giró hacia mí en ese momento y me miró muy fijamente. Tenía, en las mejillas, las sombras del platanero dibujadas.
De repente me pareció que, a pesar del luto, y del peso que había perdido, y de las ojeras cárdenas, brillaba por primera vez en Ester todo el entusiasmo de chica joven que tal vez nunca había tenido. Inesperadamente, apoyó la cabeza en mí y dejó que yo la abrazara. Yo no sabía qué hacer: sentía en mi mano su brazo frío, y todo su cuerpo que casi no se movía. Parecía que no respiraba y que estaba cómoda entre mis brazos. Al cabo de un rato, alzó los ojos para mirarme, y casi los tenía azules debajo de aquella luz. Dijo:
—Has sido tú, ¿verdad…? Tú tienes el violín…
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