Anoche soñé con Charles Bukowski
Anoche soñé con Charles Bukowski y caí derrotado sobre el escenario mientras el público aplaudía. Los poetas pensaron que aquello era poesía. La vendían como los alquimistas el futuro o ese destino que, tarde o temprano, nos atrapará en su almadraba y la certeza de lo hallado. La resaca después de los alcoholes nos abandonará en ese plano de la incertidumbre, como sucede cuando no se tienen las cosas claras. Madrugadas donde tomaremos un alka-seltzer para despejarnos y evitar la última de las tragedias. Nos engañaremos una vez más; la última cerveza, pero luego llegará otra y otra. Soportaremos la crítica de aquellos que nos miraron de soslayo cuando nos vieron tendidos en el suelo. Aquellos que nos juzgan (todavía), a pesar de la enorme viga atravesando su ojo ciego. Ni tú ni yo les advertiremos lo inútil y tedioso que resulta escuchar sus lamentaciones, sus vidas de película en b/n sin retorno. Existen otros males, desde luego: la envidia, la comida basura, el humo de los tubos de escape o las chimeneas de las fábricas; el amor a perpetuidad y su mentira. Nosotros, me dijo Bukowski, nos salvaremos apostando en los hipódromos, cuando todo se derrumbe y sólo queden la pista y los caballos al galope. Con la cerveza, en la tarde y la garganta, en esa apuesta a caballo perdedor por siempre. Después, regresaremos a tu cuarto para reconocer que el valor de las cosas lo determina la ausencia del tiempo. Combatir no implica sostener un arma de fuego, una navaja o la quijada que mató a Caín. Sólo nuestros puños, como en esas peleas que frecuentamos en los callejones y los psiquiatras rellenando nuestras fichas. Maullarán los gatos y llorarán las ratas. Algo acontecerá, después de todo, cuando ya no esperemos nada. Golpearán la puerta y me dirás que abra. Tres poetas, con una legión de cervezas, ocuparán el único sillón vacío, sin comprender que sólo nos preocupa emborracharnos sin explorar su torpeza ni su decadencia. Apreciaré en tu mirada el gesto del vagabundo y los perros aullarán rasgando el aire y las cortinas, adictas a nuestros cigarrillos y su nicotina. Yo también desearé que se larguen, como tú, para quedarnos solos. Porque no dicen nada y lo que dicen es baldío. Hablan y hablan de generaciones perdidas porque lo leyeron en un libro que tenía casi todas sus páginas arrancadas. Ignoran lo que el poema implica, la fiereza y la desnudez que necesita el verso para ser algo más que el bocado a la manzana prohibida cuando en la boca anida un gusano. Anoche soñé con Charles Bukowski y todos los caballos atravesaron la meta al mismo tiempo. Anoche soñé con Charles Bukowski y nadie apostó por nosotros porque sabían que no correríamos para ganar ninguna carrera.
Anoche soñé con Virginia Woolf
Anoche soñé con Virginia Woolf y fuimos a enterrar un pájaro en el bosque, cerca del faro. Me confesaste que, en la tarde, un extraño ser te regalaba flores. Lloramos juntos y pusimos una cruz ensamblada con palitos sobre la tumba del pájaro sin nombre. El reflejo de Dios en las ramas de los árboles mecidas por el viento me provocó temores nuevos. Los recuerdos que devuelve la memoria y con ella los seres que se fueron para siempre. Me dijiste que nada es fugaz, salvo el alambre por el que caminamos sin darnos cuenta del abismo. Hay demasiadas cosas que no sabemos interpretar mientras jugamos a descifrar el futuro en las líneas de la mano. Una señora llamada Dalloway prepara una tarta en la cocina. Su hijo la mira mientras le ayuda a poner las velas, antes de que regrese el padre. Y cuando esto sucede, nadie sopla las velas ni pide deseo alguno, en una tarde de infamia y desolación. A pesar de que todo parecía triste, una luz se filtraba por la ventana y rompía la armonía y la estructura de la casa. No hay nada perfecto, salvo la imperfección del deseo y el amor que profesamos sin saber que, tarde o temprano, perderemos la ilusión y la esperanza para reconocernos solos. Anoche soñé con Virginia Woolf y desde el faro contemplaba las luces de los barcos. Abrazábamos las olas en un intento por esquivar las rocas. Luego llegarían las jaquecas y, con ellas, el aislamiento y la certeza de que no siempre sabemos apreciar las cosas. Comprendí, también, que nadie vendría a rescatarnos. Que todo era de fuego y, al mismo tiempo, el agua muy adentro arañaba las cañerías provocando las goteras de la casa y nuestros cuerpos. Supiste descifrar mis miedos y la suma de todos los fracasos. Supiste apreciar en mis ojos el vértigo y las flores. Un golpe tremendo de agua resquebrajó el cristal de la ventana. Me asomé al pulso del abismo y la escritura, al alféizar de tu palabra y tus jaquecas. Eras etérea en aquellos días, cuando paseábamos por la playa y guardábamos silencio. No decías nada; lo ocultabas todo. Como si el silencio fuese ese lugar donde habitar y sentirse bien. Un leve movimiento de tus labios anunció el resultado de la sospecha y tus esperas. Quise preguntarte, pero no encontré el momento adecuado. Preguntarte, al menos, si tu intención sobrepasaba los límites de una razón en la que no se entiende la locura o no la entienden, incluso quienes la padecen. Decidí alejarme para no provocar tu enfado ni la desconfianza. Dejarte caminar, descalza; dejarte vivir, en paz y para siempre. Anoche soñé con Virginia Woolf y en las orillas del río Ouse había piedras que pesaban demasiado en los bolsillos y cada vez más cerca el fondo, el fondo, el fondo…
Anoche soñé con Claude Debussy
Anoche soñé con Claude Debussy y el claro de luna desembarcó en las playas de mis sueños. Quisimos descubrir si en verdad el viento se sostiene con alambres, cuando la señora Mauté de Fleurville nos sorprendió con su oratoria y su elocuencia; tan segura. Más tarde descubrimos que fue una discípula de Chopin y entonces comprendimos algunas cosas. Que las hechuras del tiempo son tercas como los disfraces o los mulos viejos que se detienen a pesar de los gritos y las prisas. Comprendimos lo necesario del esfuerzo en la vendimia, como si todo lo reconocible fuera hallado en un punto o en ese fósil tan antiguo. Una mañana en que salimos a pasear, los muros amanecieron usurpados con consignas que decían: no siempre lo elevado resta crédito al argot, al lenguaje de la calle, al momento. Hay música en el aire, también en la desolación y la desgana; en la recompensa que no se obtiene. Recordamos nuestros años tristes en Villa Médicis, sometidos al rigor de ancianos y recalcitrantes profesores que trataban de educarnos. Durante aquel encierro nos invadió la amargura y añoramos la inquietud de estas calles que, ahora, nos pertenecen a nosotros. Anoche soñé con Claude Debussy y el polvo cubría el teclado de mi piano. Buscamos algo nuevo y descubrimos las melodías exóticas africanas y javanesas. En nuestra rebeldía habitaban Monet y Renoir, y nos aproximamos a los poetas simbolistas en los cafés de la orilla izquierda del Sena. Te inspiraste en un poema de Mallarmé para crear tu Preludio a la siesta de un fauno. Buscamos otra realidad y otro sustento en el latido y la música de los objetos y los seres vivos. Hay algo que respira, también, en lo inerte y lo impreciso, en la profundidad de la roca. Me dijiste que aquel día no habían pintado el cielo con colores. Te respondí que eso era imposible pero tú insististe. De repente, comenzó a llover. Se trataba de una lluvia débil, endeble, y fue una verdad inapelable; las gotas resultaron incoloras, insatisfechas e ingobernables. Anoche soñé con Debussy y un revolucionario vino a decirme que te vio partir en el último tren nocturno. Supe, entonces, que una guerra había comenzado en Europa. Anoche soñé con Debussy, tomando licor en casa del pintor Paul Sordes y comprendí que el Club de Los Apaches no volvería a reunirse nunca. Porque Manuel de Falla, Maurice Ravel o Igor Stravinski también viajaban en aquel tren, con destino a una sinfonía, todavía en blanco sobre el pentagrama de la vida y su concierto de ocasiones, que no son nada o lo ocupan todo.
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