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La manca y el tuerto

viernes 29 de septiembre de 2023
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Vigorosa, como siempre, pedaleaba viendo tanto la vía como el suelo sobre el cual avanzaba su bicicleta, subiendo lentamente y sin parar, por la gran avenida. Había habido en casa otra de esas discusiones con Estupiñán, el marido, por cierto cada vez más lejano, sentimentalmente hablando. Una más, casi inútil como otros cientos de veces; inútil y en escala ascendente, donde cada uno terminaba no solamente alzando la voz sino ofreciendo de respuesta frases distorsionadas, reflejando en nada lo dicho por el otro. Así eran, desde un tiempo para acá…

Era notoria la ausencia de un canal para bicis. Por el contrario, los canales vehiculares guardaban apenas el mínimo permitido por las disposiciones. Y la cuneta, siguiendo la calzada, esperaba paciente la mano de quien la aliviara de la hojarasca.

La bicicleta era una Trek Madone, proveniente de la gran fábrica americana Trek Bikes, pero también era producto del diseño personalizado que Adita —la señora— le había dado, pues esta marca permitía a cada comprador, si lo deseaba, prediseñar a pedido su bici.

Los numerosos agujeros, baches y remiendos de mala catadura que ofrecía la avenida dificultaban el recorrido por las maniobras que vehículo y montadora se veían obligados a hacer. Los golpes absorbidos a cada instante por la poderosa horquilla de la bicicleta, andando sobre huecos y asfalto inexistente casi, le arrugaban la nariz y el ceño a Adita, quien a disgusto, y orgullosa del rojo escarlata que había querido dar a su Madone de carretera, pensaba en los costos de reparación, de producirse algún percance.

Así era; toda bicicleta profesional, y su Madone no era excepción, requerían un cuidado mínimo, aun con la resistencia de la cual solían estar provistas. Una horquilla torcida o partida, un manubrio “fuera de foco”, un cambio trabado, podían generar un accidente serio y la virtual pérdida del aparato, inclusive.

 

Adita, que tres veces por semana hacía sus recorridos para estar en forma y estimular el sistema circulatorio, pudo incrementar la velocidad de su recorrido.

Pendiente en la avenida

La pendiente en la avenida aflojó un poco y Adita, que tres veces por semana hacía sus recorridos para estar en forma y estimular el sistema circulatorio, pudo incrementar la velocidad de su recorrido, disminuyendo la atención exigida hacia el pavimento y concentrándose en la ruta, llena, a un lado, de automóviles irreverentes y ruidosos, y del lado de la acera, de viandantes, unos en ropa deportiva, otros como podían. La mayoría arrastraban trajinados zuecos de goma tipo crocs, opacos de tanto andar en pos de las largas avenidas disponibles en la ciudad.

Entonces, el velocímetro digital de su máquina dejó de marcar ocho kilómetros para indicarle que llegaba ya a los veintidós. Se lo decía el aire al refrescarle el rostro sudoroso y ligeramente ajado por sus ocultos cincuenta y dele que llevaba encima desde la última vez que alguna amiga le había preguntado al respecto. Adita sonreía victoriosa cuando se daba cuenta de la utilidad de los tratamientos en el rostro que una vez al mes recibía en el centro de estética de la especialista Carolina Ángeles, allá en el sector Uno: renovar la piel, exfoliar, hidratar, llenar huellas; láser, radiofrecuencia…

Entonces llegó a una curva a la derecha. La isla de la avenida impedía otra maniobra que no fuera la de doblar en ese sentido. Niveló los pedales para evitar algún roce de éstos con el suelo, al inclinarse para la curva. La velocidad se iba incrementando con la desaparición de la cuesta y con la experiencia de la ciclista. Pero no pudo ver las cortezas desprendidas del descuidado y viejo asfalto, que maliciosas y calladas esperaban al primer incauto.

El polvo abundante bajo aquéllas, mofándose de las vigorosas llantas —unas Vittoria italianas, irónicamente—, hizo su trabajo y la rueda delantera de Adita se fue a pique, escorando rápidamente. La maniobra de ella, inútil para evitar el gran derrape, agravó la situación, produciendo un drástico movimiento del manubrio en sentido inverso a las agujas de un reloj y haciendo chocar dolorosamente la muñeca izquierda de la montadora con el agarre de goma del manubrio.

—Esto es para operación —escuchó que le decía el traumatólogo a su amiga Hilda, quien se encontraba con ella en la clínica.

 

El señor Estupiñán

El señor Estupiñán, indiferente, podía decirse, aguardaba dentro de su coche, puesto en retroceso en el lugar de estacionamiento correspondiente. Ante él pasaban una y otra vez otros vehículos, dando vueltas, buscando dónde parquear. Incómodo, enderezó el asiento que algunos minutos antes había tumbado, y emergió a la ventanilla. Otros coches continuaban sin cesar, sigilosamente, buscando o parqueando donde podían.

Pasó una gran camioneta de color negro, de esas que llaman pick-up. O sea, de aquellos utilitarios de carga. Solo que de ésta, por su aspecto impoluto y nuevo, podía decirse que jamás había cargado nada, salvo su prominente conductor, barrigón y con papada, aunque joven e indiferente. Dentro de la cabina, su mundo, no cabía sino una chica. La de turno, la de la ocasión. Una de esas criaturas que olisquean el dinero a lo lejos. El murmullo del motor del gran coche le indicó a Estupiñán que la camioneta volvía a hacer el recorrido a la caza de algún puesto recién desocupado.

 

La gran camioneta aceleró bruscamente, haciendo sonar casi frente al coche de Estupiñán un ruido sordo.

Un pedrusco…

En efecto, cerca del puesto de Estupiñán un conductor acababa de montar su coche, disponiéndose a salir, lentamente, como pensando. Y la gran camioneta aceleró bruscamente, haciendo sonar casi frente al coche de Estupiñán un ruido sordo y grave procedente de las robustas llantas posteriores. Amodorrado, Estupiñán esperaba no se sabe qué. Seguro que pensaba en la más reciente discusión tenida con Ada. “¡Uf, Ada!”, se dijo. “Ya casi me da miedo”.

Un pedrusco se desprendió de lo que quedaba del pavimento, saltando violentamente y girando erráticamente. El señor Estupiñán recibió el fragmento en el rostro. Afortunadamente pudo ladear ligeramente la cabeza y fueron pocas las esquirlas que arribaron a su ojo izquierdo.

 

De nuevo en casa

—Ni siquiera estás enterado de cuándo y cómo me quebré el brazo —empezó a decir ella, sosteniendo el pesado yeso (escayola, la llaman en otras partes) y dirigiendo a Estupiñán una mirada de rencor.

Una de sus numerosas amigas, compañera de las de bailoterapia, Hilda, se había apresurado ante la novedad, llegando a la gran avenida, lugar del accidente, a los pocos minutos. Ella y dos curiosos, sin hacer preguntas, lanzaron la bici en la Kangoo de la amiga. Adita se había podido levantar por sí misma y ya se encontraba en el vehículo, quejándose en silencio, sin armar alboroto alguno, respirando profundo ella y su mano, podía decirse, pues le palpitaba con fuerza, hinchándose ya.

—Imposible de saberlo. Yo también tuve mi propio accidente. Cada quien con su molestia, con su accidente. Y el mío no fue poco. “Esto es para operación”, escuché que le decía el oftalmólogo a Herder —un amigo que le manejó el carro y lo llevó a la clínica San Diego, cercana al lugar del golpe.

—No sé. Por ahora me voy a enfocar en mí —dijo Adita indiferente, hastiada de aquellos diálogos con “el estúpido de Estupiñán”. Así lo llamaba ella para sus adentros; no ahora, desde hacía tiempo…

—Esa es la actitud tuya siempre —dijo el hombre, sin convencimiento ni veracidad. Como ella, éste solía distorsionar fácil y rápidamente lo que su mujer le decía cuando subía el telón del drama-comedia de su relación.

—Yo no voy a sacar ni un centavo de mis ahorros para eso —dijo Adita.

—¿Y quién dijo que tenías que sacar nada? —le respondió él—. Estoy hablando de mi ojo, que parece que voy a quedar tuerto.

—Y me quedaré manca. Es casi seguro —dijo ella.

—¡Busca tú tu dinero y yo busco el mío, hostias!

—Yo ni un dedo muevo por ahora. Para nada que no sea mi brazo.

—¡Literal! —exclamó Estupiñán con sarcasmo—. ¡Con esa mano así!.

—Es lo que digo, es lo que digo. Ni siquiera te muestras nervioso viéndome. ¡Qué temerario, de qué tipo de familia vienes!

Y ella continuó sugiriendo cierta risa:

—¡Literal! ¡Ja! No nos vemos a la cara nunca y ahora menos, con un ojo ausente…

Ella también sabía de ironías y procacidad, a pesar del dolor, del dolor de cada quien.

El sujeto se mordió la lengua para no responder a la alusión familiar. Ella también sabía de ironías y procacidad, a pesar del dolor, del dolor de cada quien. Aquel accidente, aquellos accidentes, uno a cada uno, parecía haber intensificado la rabia recíproca; casi con impudicia, sin temer el malestar del otro. “De la otra”, dirían los incluyentes formales del lenguaje.

El absurdo o el azar de los acontecimientos, las decisiones de cada quien, en medio de aquella relación desgastada y ausente, hicieron que ésta tocara fin. Parecía. Cuando no era por una herramienta, era por el coche. O por el volumen de la tele. O por las facturas atrasadas. O por los gritos. O por los gastos innecesarios. O por el juego de caballos y dados de Estupiñán. O por las amigas metiches de ella. El colmo: hoy había sido por el accidente sufrido por cada uno. Grotesco, pero muy serio. Había llegado la hora de encaminarse hacia la separación.

 

Acta de divorcio

Llegaron al tribunal municipal de asuntos civiles, cada uno por su cuenta. Estupiñán decía que mientras más importante se era, más tarde se llegaba. Y tarde llegó. Se creyó el cuento. Adita se hizo acompañar de su abogada, quien se abrió paso decididamente hacia los recovecos burocráticos que conocía al dedillo. Les tocó esperar. Primero al marido, luego a la notario. Uno de los oficinistas, al parecer muy novato, exhibiendo no poca torpeza en sus ademanes, leyó el texto del acta de divorcio, revisada previamente por ambos otorgantes. La funcionaria, haciéndose acompañar de cierto hálito de importancia, tomó asiento en la silla principal de una gran mesa dispuesta a estas rutinas en su despacho. Su vestido blanco con ribetes azul marino ofrecía un cuerpo delgado y perfectamente apetecible. De esto se daba cuenta ella, pero también Estupiñán Márquez, quien, como podía, la auscultaba desde el otro extremo de la mesa.

Ya fuera del despacho, y luego fuera de la edificación, fueron alcanzados por el empleado, agitado por la carrera emprendida.

—Les llama la doctora —dijo jadeante—. Firmaron donde no era —agregó ocultando su responsabilidad en tan grave error, el error de haber equivocado el libro donde debía hacerse el asentamiento del acta. Y sin comentar en absoluto, por supuesto, la ira de su jefa, quien con manos y labios temblorosos acababa su tercer café de la mañana—. Así no aceptan el documento en el Registro, lo siento —terminó agregando el empleado.

—¿Otra vez todo? —se preguntó Estupiñán, mirando fríamente a su mujer.

—¡Y contigo! —rezongó Adita, protestando.

Se miraron. Y luego miraron al oficinista, aguardando con ojos ligeramente abultados. Un gilipollas, sin duda, en realidad.

—Volvamos luego —dijo Adita—. Volvamos en otro momento, tal vez con otro ánimo.

Y su brazo izquierdo ensayó un ademán como diciendo “por ahora basta”, y dio la espalda a la escena, rumbo al estacionamiento donde la esperaba Hilda. Pero antes ya su marido había dicho estar de acuerdo en posponer aquello una vez más y dijo, mirando al empleado:

—De nuevo en casa.

La notario y el gilipollas ignoraban que el equívoco no sólo era de éste, sino que además ambos otorgantes habían estampado su firma mal o donde no era, fuera del lugar donde la rutina del reglamento obligaba. El sujeto, medio tuerto, viendo delante de su vista ahora ciclópea, numerosos y minúsculos puntos negros flotantes, había confundido el lugar de su firma en el documento. Una exclusiva y personalizada nube grisácea había sido la causa del yerro. Adita Cardo, orgullosa pero sin dominio alguno de aquella mano mal enyesada y sin operar —eso es de operación, había dicho el médico—, había dejado sobre el papel unos trazos que ni remotamente guardaban parecido con su firma registrada. Había que empezar de nuevo. Están de nuevo en casa.

Jesús Salcedo Picón
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