El miedo es un tipo de angustia, recelo o aprensión que una persona siente cuando piensa que es posible que suceda algo contrario a lo que desea, y ese miedo se vuelve insuperable cuando las facultades de decisión y raciocinio distorsionadas impulsan a un individuo a cometer un hecho delictivo.
En la historia de la literatura ha habido escritores que se han caracterizado por escribir cuentos de miedo o de terror y han influenciado a otros para seguir su misma ruta en los relatos que escriben. Por ejemplo, Edgar Allan Poe es considerado el padre de los cuentos de terror e influenció a otros escritores como H. P. Lovecraft y Julio Cortázar, entre otros.
Las obras de Edgar Allan Poe están llenas de misterio, aventura, misticismo, con una atención a los detalles que es verdaderamente impresionante, y sus obras atrapan al lector desde las primeras líneas. Entre sus obras más notables están “El gato negro”, “El pozo y el péndulo”, “Los crímenes de la calle Morgue”, “El retrato oval” y “El corazón delator”.
H. P. Lovecraft es otro autor que maneja el miedo y el terror de una manera claramente influenciada por Edgar Allan Poe y que, además de novelas y relatos de terror, incursiona en la ciencia ficción. Él decía que “la más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”. Julio Cortázar fue un claro admirador de la obra de Poe, que tradujo de manera exacta y contundente.
Escuchamos como al pasar ruidos que provenían de un estante olvidado colocado en un rincón de la habitación.
La otra noche, hablando con mi prima María, hacíamos comentarios de estos cuentos de miedo y terror de la historia, cuando escuchamos como al pasar ruidos que provenían de un estante olvidado colocado en un rincón de la habitación. “¿Qué es ese ruido?”, le dije al volverme asombrado hacia el mueble en cuestión. “No te preocupes”, me dijo, “son las ratas”.
—¿Ratas? —dije poniéndome de pie.
—Sí —me dijo—, he aprendido a convivir con ellas. Les he puesto veneno y no se lo comen. Además, no me hacen daño. Sólo se comen algunos papeles y, es más, les pongo periódicos para que no lleguen a los libros y pedazos de pan para que se alimenten.
—Pero, ¿por qué no llamas a una fumigadora?
—Ya lo he hecho —me dijo— y desaparecen por un tiempo y después vuelven como si nada. Creo que nos hemos hecho familiares y no me molestan los ruidos que hacen ni sus chillidos nocturnos.
Salí despavorido de la habitación de mi prima y con asco inconmensurable, pensando en la manera de convencerla de que debía atacar por todos lados esos bichos que hasta rabia pueden transmitir. No voy a decir que fue fácil tomar la decisión, pero cuando visité a María seis meses después, me dijo que las ratas se habían ido. Que el remedio que le proporcioné había resultado altamente efectivo y que, pese a que le hacían falta los ruidos y chillidos, que ella escuchaba como música, estaba tranquila.
—¿Te sirvió entonces? —le dije, y me respondió que sí, que con sólo el olor las ratas salían huyendo.
—La solución era esa, primo, un gato.
En un rincón, el felino cómodamente echado se relamía una de sus largas patas y me miraba como un ser agradecido por haberlo llevado a un sitio donde la comida y los mimos no le hacían falta.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Pues como su presencia provocó pavor en esos bichos, le puse Miedo. Sí —arguyó al recalcar—, mi gato se llama Miedo.
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