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Cinco poemas de Juan Carlos Guardela Vásquez

miércoles 12 de febrero de 2020
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Oración

I.

SEÑOR, HAZME DIGNO de los supermercados.
Déjame hallar sentido en lo que conversa la gente al fondo
y en el feedback de los altavoces
Donde nos dan felicidad en paquetes
y donde sueltan odas a los champúes.
Déjame acudir al festejo de las registradoras,
al afelpado sigilo de los monederos,
Al enredo de los delicatesen de moteadas grosuras.
¡Oh, galerías de bocas bebiendo gaseosas alegrísimas!
A mí me queda, por ahora, la pálida imprecación de los vegetarianos.
Yo lato, Señor, yo estoy vivo,
como estuvo el jamón que tiembla en su gancho.
Deja aferrarme a la cintura de los carritos repletos.
Haz que pertenezca al cielo de las canastas fungibles,
al fluido de los envases,
al aplauso cósmico de los mostradores.
Ampárame cuando me interne en el bosque
de las bisuterías no retornables.
Soy capaz de responder amorosamente a los maniquíes,
de acariciar sus corazones de escayola.
No permitas que mi crédito diezme,
la pobreza me hace distante de la realidad.

 

II.

SEÑOR, HE HALLADO este maní en la mesita del delicatesen
—aún está aceitoso—
¿Cuál fue su trama al germinarlo?
¿Cuál tu intención al dejarle desamparado entre tanta confusión?
Ambos somos huérfanos entre tanto destino.
¿Qué intentas enseñarme, Señor?
De forma perfecta has hecho esta coincidencia
en la que el maní y yo hallamos compañía.
¿Qué buscamos afanados apenas ponemos el pie en el día?
¿Rosas?
Nosotros no sabemos si la espina tiembla al lado nuestro.
¿Cuál es el gesto que nos dobla hacia la vida o hacia la muerte?
¿Qué buscamos?
Señor, ¿qué buscamos?
¡Señor, ponte la mano de visera!
¡Señor, acelera el pedal!
¡Aplaude!
¡Señor, alza el barrio y baila!
¡Ráscanos la oreja y silba!
¡Abre una sandía!
Sólo sentimos tu señuelo en relámpagos…
¿Por qué en pleno abandono vemos por fin tu presencia?

 

El mar

“El mar / ha sido / despojado de su idioma / pero conserva / la gesticulación”
Gustavo Ibarra Merlano

ABRE SU BOCA el mar, su brisa nos crea, su agua donde flotan naranjas.
Íbamos a zambullirnos con viejas pantalonetas.
Gritábamos y el mar nos respondía.
Nos cubríamos de sal.
Nos endeudábamos con la inmensidad.
Se nos pegaba el vaivén a los cuerpos
y en la noche lo sentíamos
mientras estábamos en nuestros lechos roídos.
Y resultó que Dios una mañana cogió un spray
y apretó el botón y se hizo el mar.
Y las ballenas temieron y Dios les dijo:
Cálmense que esto no es con ustedes, que ustedes son el sueño, el temor del hombre.
Aquí el único que tendrá encerrona es él, todo miedo aguará en su pecho, todo frío.
Y sus barrigas serán el cielo raso del hombre.
Y el hombre, muy sí-señor, muy cómo-no,
se encargó de que fuera el mar la orilla de su lágrima.
Y el mar, por su parte,
le dio a la mujer caracuchas para que se hermoseara
y para que le armara escándalos al varón y se jalara los cabellos.
Y por último alojó en su vulva su mejor sal y la más buscada agua de molusco.
Poquito a poco los hombres fueron llevando
el misterio del mar a las montañas
y eso que nomás conocemos su agua engolosinada y honda,
su antesala,
y dejamos por fuera ordalías
y postas y dejamos por fuera sobre todo a esos seres de aladas sandalias.
El mar maquilló todo paisaje,
engordó cada sueño.
Sus nalgatorios,
sus cascos entraron impetuosos a los barrios emputecidos…
Los pájaros fueron hechos de bultitos de sal en el aire.
Los brujos lavaron sus piedras en agua de mar.
En el día huraño se paseó alrededor y empujó nuestro pálpito.
Y he aquí que una multitud gesticuló arduamente
en torno a un cuerpo tirado en la playa.
Creímos que era una sirena celosa,
pero cuando nos acercamos pudimos ver
que eran las magulladas cabezas del Leviatán
que había sido pescado con los afligidos anzuelos de los pescadores de La Tenaza.
Lo cortaban en pedazos y los echaban en baldes de plástico,
según ellos,
para convertirlo en comida de los moradores del desierto…
Entre el mar y la tierra hay vacilaciones.
Se abofetean, se muerden los labios, se entrelazan, se hacen desaires.
No se sabe nunca las fronteras de sus ímpetus.
Como olvidados bordones desamparados del mundo nadábamos,
hallábamos recreo…
(Por aquellos días no había paga de hombres ni paga de bestias).
Es embustero el mar,
uno cree que puede corretearle en las orillas que se deja coger desprevenido.
A veces saca de sus entrañas seductoras ciudades que titilan
en el horizonte para confundir a las tripulaciones extraviadas.
Todo eso hace, aunque el mar es verdadero siempre,
insiste y siempre anda a pie.
Por vocación los mercados del mundo se mean al mar por los costados.
Podemos decir ahí viene el mar, ahí viene el mar.
Pero qué hacemos con su nivel cuántico
que está en esa ola de saliva que brilla en los labios agotados de las novias poseídas…
Brama la llegada de lo lejano,
cuenta las líquidas eras, pero jamás sabremos aquello que le endilgó Penélope
al vigilarle durante tanto mediodía.
El mar es la medida de todo lo que nos falta.
Para ser dueño del mar, amo del mar, sólo tienes que dejar que te lama los pies.
Siempre vestidos nosotros, siempre,
pero envidiamos al mar con su camisa sudada
y de grandes flores mientras no llevamos ni medio atavío.
La vida es del carajo, y es caderúa,
nos diría el mar si escucháramos sus bocinas eternas.

 

Los bañistas

LOS BAÑISTAS COMEN peces morosos,
toman licor.
El tiempo brilla,
es arena infinita y es lengua que lame los ojos.
Tienen fervor por el aire los bañistas.
Hay un circuito debajo que todo lo mueve.
Sonríen los bañistas.
Miran al aire del poniente
como si fueran una cosa más allá de la luz,
como si sólo luz fuera el sol ante sus gafas
hechas de cueros de animales salvajes.
En la arena se sienta la sal con sus nalgas blancas
y se lleva celestes cantidades de células muertas.
Es más, cada ola deja un muerto.
Toda esta gente en la playa se está muriendo
y no somos capaces
de alzar juntos
la vanidad.

 

Los monos lloran bajo la luna llena

AHORA QUE LOS monos lloran bajo la luna llena
y el olvido es una sal negra,
ahora que los cuerpos están llenos de novedades,
la luna mete sus dones en los muslos adornados
por ramas y helechos.
Alzan la salmuera en totumos
y la noche sale bajo la trementina
de los mandingas.
Maracas de humo y pepas.
Con un palo sacan saliva de las piedras
y con ella hacen un caballo
y lo montan.
Son criaturas cebadas a cachimbas, a diablos.
Riegan lechuza
y cuajo de cabrón para la leche del mundo.
Lejos, los dormidos,
con sus ausencias intactas.

 

La casa

Para Carlos, Nadia, Julieta y Martina
¿ESTÁ EN CASA ese rey al que tú nombras?
Helena
, de Eurípides

LA CASA SE mueve y suenan los deseos, pero también la nuez de cada angustia.
¿Han pensado alguna vez en el calvario de las fachadas ante el hirsuto sol que las cree frutos para madurar?
Somos la pulpa de la casa, su carne más alta.
Todo en la casa sirve para un siglo de existencia:
La pared mil veces golpeada donde suenan los crótalos de las antiguas tuberías,
El juguete abandonado en el techo donde la risa del niño se volvió pájaro,
La hoja mojada masticada por insectos en donde alguien trazó el mapa del mundo,
…………Y, además: la latica del perro.
Porque la vida es laberinto, la casa también ha de serlo;
Aunque nunca hayamos dudado de lo que hay a la izquierda y de lo que hay a la derecha
Y aunque sólo sea de dos piezas levemente al horizonte del barrio inundado hasta sus pájaros.
Por eso es mejor perderse en los playones de adentro y luego emerger con todos los sitios conocidos
Y vernos atildados, ornados con nuestra hora de amor y nuestra gaseosa.
Quienes no tienen casa se inventan una sutileza con la sombra de la mano de visera mientras los párpados cerrados sostienen vigas invisibles.
¿Qué es lo que nosotros nos estamos creyendo?
Si alguien que en vida fue vecino nuestro nos ha visto amarnos entre las sábanas cuando nos herimos los miembros del deseo quebrándonos los velámenes una y otra vez naufragando.
Ah, de aquellos a quienes no se les tiene que hacer inventario, los muy recatados y ordenados,
Siempre los mismos y nunca torpes y de quienes se presume la buena fe: caerá sobre ellos la polilla del tedio.
Ya está bueno de tanto hablar por los teléfonos.
No agreguemos más aposentos a la casa.
¿Quién dijo que quienes allá sonríen están diciendo algo en ese aló-aló, en ese crepitar de remotas vegetaciones solitarias?
Si hacemos silencio, detrás de las voces, se puede escuchar ese chasquido que emerge cuando una mano siniestra levanta el auricular de la otra habitación con el fin de oírnos el miedo más hondo.
Hay un fragor de la casa por fuera del de darnos cobijo.
En la sala los cuadros de los abuelos hablan cuando paso frente a ellos y sacan las manos
Para saludarme haciendo sonar palma contra palma: —¡Vale, vale! —me dicen con la voz de asentimiento con que iban a las guerras.
Lo demás entonces es el sopor de los muebles a las tres de la tarde.
La casa tiene otra casa adentro: Todo imperio está dentro de otro imperio.
La casa es nómada, descuelga a cada rato sus tiendas.
Levanta su dorso plural y en silencio se aleja, siempre es el río de enseres.
Los niños son los únicos que aprenden sus gestos nómadas y el mar del fondo del patio juega con la vista de quien lo mira.
No conocerás nunca tu casa.
¿No has visto la fuerza de las puertas vacilándonos y vacilándonos, jugando con nosotros al caliente y al frío, dándonos a entender que es fácil encerrar nuestro afán?
En la cocina dulce es el sabor de la estrella saliente en el acto de afilar un cuchillo en la piedra de amolar.
Creciente es el sol de la harina mientras tratamos a los cubiertos como si fueran súbditos sin saber que nosotros somos sus esclavos.
No es el pan lo que nutre a la vida sino su azucena en riesgo día a día además de cuidarnos de la devastación del amor —ese osario del cuerpo.
Los pliegues de cecina, las vituallas de potente humo, tienen un fulgor en los recintos y va quedando la dulcedumbre pegada a las paredes,
Y sólo es el modo de pasar que tiene el tiempo.
Secamos driles, pantalones de lino y otras grosuras sobre el escudo que atrás tiene la nevera.
Pero ¿dónde colocamos el pañuelo y tanga diminutos que por alma tenemos?
Este es el patio, aquí se decanta el dorso de las camisas y suena el tinglado de hojas mojadas.
Aquí se acentúa el olor de los traperos y se ve pasar un inmenso ciempiés hacia las alcobas.
En esta tierra movediza aún se esconden los esqueletos de pequeños sacrificios en los que el niño aprendió a usar su garra.
En mitad de la noche se escuchan los vozarrones de los muertos cuyos cráneos fueron atravesados por las lanzas de los abuelos y que luego fueron enterrados con sigilo; ahora miran con piedad las luces de la casa.
Hay cosas que anhelan ver los ángeles que a nosotros son dadas en esta luz.
¿Qué nutrimos con el monóxido de las respiraciones con los hongos y salitres diseminados al lado de los sudores?
¿Qué voz nos sobra de cada gesto?
Guardemos avidez en las gavetas para la treta diaria.
Guardemos polvo de las manos entre restos de desinfectantes, ala entre zapatos olvidados, sueño entre el mimo de las horas.
¿Dónde está el último ángel, aquel que empiedrado nos mostró el palmo de la edad?
¿Dónde está ése que, descendido a la altura de nuestras cabezas, aprendió a mover —como nosotros— sus hombros y sus caderas de palitos nebulosos?
Ese que pone el pie en el zócalo y escarba la altura de los cielos rasos.
Su pierna es la raíz de las verduras que no pudieron darle sabor a las sopas, su ala es la total extensión del aire del patio, su pelliza es el olor de los estantes.
Se come las cosas halladas en la cocina salerosa y nos guarda en una lata los dientes caídos cuando sonreímos en las fiestas o cuando lloramos o cuando hincamos los hombros en los enamoramientos y nos los hace sonar detrás de cada vil palabra.
Su diente único es la voz del padre, su cigarra porfiada se esconde en las grietas junto a nuestros alientos, y encuentra, la engañosa simetría de las paredes.
Que la falta de mansedumbre redoble su bandada, / pero eso sí, / que mueva la cabeza al ritmo de los tocadiscos y nos mire con sus redondos ojos de ebonita.
Madre, ¿quién tira las puertas? ¿Huyen del umbral o buscan el umbral?
Ojo con la animalidad, Madre, no sea que fuera yo el maloso.
Un surco me separa de mi propio animal…
He aquí el surco, Madre… La sombra de mi hígado, el suave pétalo de mis bofes.
¡Oh, Madre, Madre, ojalá que este timo incesante nos entregue por lo menos media hora de hechizo!
Porque todo tiene en nosotros el destino de lo turbio, a nosotros todo llega indemne: llega el corazón a ser tocado, la sábana, el mantel, el solterón y sus hojas, el etcétera del uso del usuario y la vieja diligencia del amor.
¿Para qué tanta llama en contienda, tanto ademán para empinarnos si no vemos el efecto de San Telmo en la punta del mástil?
Quien busca no encuentra, quien halla extravía, quien nunca ha hallado será salvo porque es igual al que halló sin buscar.
Cuando se va la luz eléctrica, los hombres de la casa se sientan al lado de los ronquidos de las lámparas de gasolina y hablan de una paz que se acerca.

Juan Carlos Guardela Vásquez
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